No
deja de ser revelador que sea una banda de punk el recurso utilizado
en Golem para expresar el descontento y la rebeldía ante una sociedad
dormida y complaciente. Y es que, desde los 70, nada nuevo bajo el
sol. Esta es una apreciación tan patente que la hemos repetido en
variadas ocasiones con múltiples y complementarios ejemplos. Al
mismo tiempo, se trata de una consideración tan superficial y
discutible que pasamos a rebatirla seguidamente y de manera tajante:
si hay algo realmente extraordinario en este espectáculo es que se
trata de un montaje totalmente diferente a lo que estamos
acostumbrados. Cierto que las referencias ya están claras desde el
nombre de la compañía, 1927 (por cierto, Bill Bryson ha demostrado
con su último libro que este año es precisamente la clave del mundo
moderno tal y como lo entendemos), que el homenaje al expresionismo
alemán, especialmente a El
gabinete del doctor Caligari
es evidente, que el vestuario de Sarah Munro debe mucho a los ballets
rusos de Diáguilev, que no solo la música de Lillian Henley tiene
reminiscencias setenteras. Pero la experiencia de presenciar algo
como Golem
sí es algo inhabitual. Esa sensación de meterte con timidez en un
local de pinta extravagante y fama dudosa, pero que ya desde las
presentaciones te indica que vas a pasártelo en grande descubriendo
sensaciones que ni tan siquiera sabías que existían. Teatro como
electroshock.
También
es verdad que la historia de Golem
no es excesivamente novedosa. Y no lo decimos por el Golem en sí,
uno de esos mitos que se pueden adaptar a los gustos de cada época
extrayendo conclusiones muy diversas y que puede servir como símbolo
de inquietudes cambiantes. Es esta percepción de la tecnología como
nuevo poder omnipresente y totalitario que convierte la vida en algo
superfluo, eso que pasa a nuestro alrededor mientras prestamos toda
nuestra atención a la pantalla del móvil. Desde luego el ludismo no
es una ideología precisamente novedosa, y series como Mr.
Robot
demuestran que está en el aire esa sensación de ahogo frente al
despotismo de las grandes corporaciones y la deshumanización de las
relaciones personales a través de las llamadas redes sociales,
vistas por sus críticos como alienantes formas de control mental. De
acuerdo, está bien que nos lo recuerden y que permanezcamos atentos,
pero no es eso lo que hace de Golem
teatro extraordinario. Lo que nos ha fascinado de esta obra de
Suzanne Andrade es su perfección natural, su ritmo imparable, su
humor doliente.
Ya
estamos tardando mucho en hablar del diseño de Paul Barritt, un
prodigio de inventiva repleto de detalles deslumbrantes. Lo más
llamativo puede ser la impactante capacidad de conjugar las
animaciones con la acción real, un trabajo milimetrado que sin
embargo no busca el exhibicionismo, sino que cumple su función a
través de la fluidez: todo encaja como debe ser, pero sin pretender
epatar con su virtuosismo. Enlazado con este despliegue de
profesionalidad se encuentra lo que para nosotros es el secreto del
gran teatro: el ritmo. Y los 1927 parecen tener el secreto de este
elemento primordial. Desde la primera escena, la narración entra en
una espiral de acontecimientos que se desarrollan sin un segundo de
descanso, pero sin llegar a abrumar. Los actores cambian de personaje
y los decorados de función sin que se produzca el menor quiebro, y
cada escena misma tiene un tempo ajustado en el que ni sobra ni falta
nada. Para completar el triángulo perfecto, nos queda el humor.
Porque la historia podría convertirse en uno de esos sermones que
nos hablan de lo que todos ya sabemos con solemnidad mortal, pero con
buen criterio Andrade ha decidido que es mejor utilizar el humor. No
vamos a cambiar el mundo con este obra, pero tampoco vamos a
resignarnos a dejarnos llevar por la maquinaria. Contémoslo con
alegría. Y, cuando llegue la explosión, la reverberación se
duplicará.
En
este mundo expresionista pero no por ello irreal, en el que las
referencias al mundo actual provocan un extrañamiento turbador, los
actores tienen que alejarse del psicologismo clásico sin por ello
caer en el arquetipo. También lo dan todo en la comedia, pero sin
traspasar el límite de la bufonería. Shamira Turner en ningún
momento parece una chica con peluca que interpreta a un chico, sino
que cuela por completo. Su Robert tampoco es un friki del que
burlarse sin piedad, sino una persona vulnerable que lo acabará
pagando por intentar ser alguien más. Charlotte Dubery es la rebelde
del grupo, segura de poder permanecer ajena a la homogenización pero
sin armas para poder combatirla. Rose Robinson tan pronto es una
abuela intransigente como una treintañera sin ambiciones, en ambos
casos con una insatisfacción interior que no acaba de explotar. Will
Close y Lillian Henley pasan de músicos a interpretes en un continuo
vaivén sin perder una nota en ninguno de sus dos cometidos. Al
principio de lo obra escuchamos la voz de la propia Andrade
expresando unas ideas que, repetidas al final de la función,
cobrarán un sentido estremecedor. Es improbable que alguien cambie
sus hábitos después de ver Golem,
pero además de pasárnoslo bien, de reírnos y de cuestionarnos
algunas prioridades, hemos asistido a una obra de teatro que
demuestra que no todo tiene que ser siempre igual, que las
posibilidades siguen abiertas, que si se puede hacer un teatro vivo y
emocionante, quizá todavía no todo esté perdido. Esa sí que sería
la lección más importante: el teatro es el mensaje.
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