viernes, 11 de diciembre de 2015

Golem (Teatros del Canal)

No deja de ser revelador que sea una banda de punk el recurso utilizado en Golem para expresar el descontento y la rebeldía ante una sociedad dormida y complaciente. Y es que, desde los 70, nada nuevo bajo el sol. Esta es una apreciación tan patente que la hemos repetido en variadas ocasiones con múltiples y complementarios ejemplos. Al mismo tiempo, se trata de una consideración tan superficial y discutible que pasamos a rebatirla seguidamente y de manera tajante: si hay algo realmente extraordinario en este espectáculo es que se trata de un montaje totalmente diferente a lo que estamos acostumbrados. Cierto que las referencias ya están claras desde el nombre de la compañía, 1927 (por cierto, Bill Bryson ha demostrado con su último libro que este año es precisamente la clave del mundo moderno tal y como lo entendemos), que el homenaje al expresionismo alemán, especialmente a El gabinete del doctor Caligari es evidente, que el vestuario de Sarah Munro debe mucho a los ballets rusos de Diáguilev, que no solo la música de Lillian Henley tiene reminiscencias setenteras. Pero la experiencia de presenciar algo como Golem sí es algo inhabitual. Esa sensación de meterte con timidez en un local de pinta extravagante y fama dudosa, pero que ya desde las presentaciones te indica que vas a pasártelo en grande descubriendo sensaciones que ni tan siquiera sabías que existían. Teatro como electroshock.

También es verdad que la historia de Golem no es excesivamente novedosa. Y no lo decimos por el Golem en sí, uno de esos mitos que se pueden adaptar a los gustos de cada época extrayendo conclusiones muy diversas y que puede servir como símbolo de inquietudes cambiantes. Es esta percepción de la tecnología como nuevo poder omnipresente y totalitario que convierte la vida en algo superfluo, eso que pasa a nuestro alrededor mientras prestamos toda nuestra atención a la pantalla del móvil. Desde luego el ludismo no es una ideología precisamente novedosa, y series como Mr. Robot demuestran que está en el aire esa sensación de ahogo frente al despotismo de las grandes corporaciones y la deshumanización de las relaciones personales a través de las llamadas redes sociales, vistas por sus críticos como alienantes formas de control mental. De acuerdo, está bien que nos lo recuerden y que permanezcamos atentos, pero no es eso lo que hace de Golem teatro extraordinario. Lo que nos ha fascinado de esta obra de Suzanne Andrade es su perfección natural, su ritmo imparable, su humor doliente.

Ya estamos tardando mucho en hablar del diseño de Paul Barritt, un prodigio de inventiva repleto de detalles deslumbrantes. Lo más llamativo puede ser la impactante capacidad de conjugar las animaciones con la acción real, un trabajo milimetrado que sin embargo no busca el exhibicionismo, sino que cumple su función a través de la fluidez: todo encaja como debe ser, pero sin pretender epatar con su virtuosismo. Enlazado con este despliegue de profesionalidad se encuentra lo que para nosotros es el secreto del gran teatro: el ritmo. Y los 1927 parecen tener el secreto de este elemento primordial. Desde la primera escena, la narración entra en una espiral de acontecimientos que se desarrollan sin un segundo de descanso, pero sin llegar a abrumar. Los actores cambian de personaje y los decorados de función sin que se produzca el menor quiebro, y cada escena misma tiene un tempo ajustado en el que ni sobra ni falta nada. Para completar el triángulo perfecto, nos queda el humor. Porque la historia podría convertirse en uno de esos sermones que nos hablan de lo que todos ya sabemos con solemnidad mortal, pero con buen criterio Andrade ha decidido que es mejor utilizar el humor. No vamos a cambiar el mundo con este obra, pero tampoco vamos a resignarnos a dejarnos llevar por la maquinaria. Contémoslo con alegría. Y, cuando llegue la explosión, la reverberación se duplicará.


En este mundo expresionista pero no por ello irreal, en el que las referencias al mundo actual provocan un extrañamiento turbador, los actores tienen que alejarse del psicologismo clásico sin por ello caer en el arquetipo. También lo dan todo en la comedia, pero sin traspasar el límite de la bufonería. Shamira Turner en ningún momento parece una chica con peluca que interpreta a un chico, sino que cuela por completo. Su Robert tampoco es un friki del que burlarse sin piedad, sino una persona vulnerable que lo acabará pagando por intentar ser alguien más. Charlotte Dubery es la rebelde del grupo, segura de poder permanecer ajena a la homogenización pero sin armas para poder combatirla. Rose Robinson tan pronto es una abuela intransigente como una treintañera sin ambiciones, en ambos casos con una insatisfacción interior que no acaba de explotar. Will Close y Lillian Henley pasan de músicos a interpretes en un continuo vaivén sin perder una nota en ninguno de sus dos cometidos. Al principio de lo obra escuchamos la voz de la propia Andrade expresando unas ideas que, repetidas al final de la función, cobrarán un sentido estremecedor. Es improbable que alguien cambie sus hábitos después de ver Golem, pero además de pasárnoslo bien, de reírnos y de cuestionarnos algunas prioridades, hemos asistido a una obra de teatro que demuestra que no todo tiene que ser siempre igual, que las posibilidades siguen abiertas, que si se puede hacer un teatro vivo y emocionante, quizá todavía no todo esté perdido. Esa sí que sería la lección más importante: el teatro es el mensaje. 

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