lunes, 15 de febrero de 2016

Cuento de invierno (Teatro María Guerrero)

Precisamente ahora, cuando estamos leyendo a Peter Brook asintiendo a cada página, nos volvemos a maravillar con un montaje de Cheek by Jowl que confirma a Declan Donnellan como uno de los más talentosos herederos del genio británico, de tal manera que en este montaje de Cuento de invierno encontramos la aplicación práctica de los supuestos planteados por Brook, pero con una fidelidad que deja espacio para el toque personal, en cualquier caso secundario. Porque, como dice Brook, eso del estilo está sobrevalorado. Esta muy bien que cada autor tenga su sello propio, y una obra de Donnellan es inmediatamente identificable, pero no hay que perder de vista que lo realmente importante es el texto, que es Shakespeare, ¡por Shakespeare! Aquí no se trata de demostrar que el director está por encima del bien y del mal y que la obra es suya, sino de ponerse al servicio de las palabras y dejar espacio (vacío, claro) a los actores.

No hace mucho vimos otra puesta de Un cuento de invierno que también jugaba con los mismos parámetros, y debemos decir que, manteniendo la perspectiva, la versión de Carlos Martínez-Abarca aguanta el pulso. Y eso que el montaje de Donnellan es excelso, o cualquier superlativo que se quiera utilizar. Pero el caso es que los fundamentos son los mismos: la búsqueda de lo esencial, la pureza casi metafísica, la sutileza como seña de identidad. Con los cuatro elemento habituales, la escenografía de Nick Ormerod sirve para simbolizar desde un palacio hasta un barco sin forzar la incredulidad (la instalación de un banco marca la diferencia entre Sicilia y Bohemia, no hace falta más). El vestuario ni tan siquiera tiene responsable acreditado, y sin embargo es clave para la interpretación de la obra. Como decía Brook, cuando se dice que una obra de Shakespeare es clara y comprensible a menudo se debe al vestuario, que permite seguir las enrevesadas tramas con facilidad: he aquí la demostración. Cada personaje viene caracterizado por unos elementos sencillos, ya sean unos vaqueros o un vestido de fiesta. No hay que dar más explicaciones ni incidir en características externas. Encima, todo queda natural, mucho menos forzado que en esos montajes a menudo ridículos en los que se limita a Shakespeare encerrándolo en una época determinada. El mismo despojamiento (¿lo diremos? “minimalismo”) vale para la iluminación, que de golpe te sitúa en escenarios completamente diferentes (incluido el mental) y para el sonido, servido en dosis tan reducidas que su efecto se multiplica.

Con este min... con esta concentración como bandera, Donnellan tiene el camino despejado para lo que más le interesa: los actores y el texto. El argumento de Cuento de invierno, ya lo sabemos, es absurdo de principio a fin, un disparate capaz de provocar apoplejias a cualquier académico (aunque en la sala había por lo menos uno y no le vimos convulsionar). Y, sin embargo, es un prodigio, claro. Para nosotros, quizá la obra más emocionante de Shakespeare. Sí, para los académicos eso de la emoción también es despreciable, una cosa vulgar para gente sin preparación, pero qué le vamos a hacer, es lo que nosotros buscamos en el teatro. Y aquí nos lo pasamos en grande. Desde la primera escena sentimos la intensidad que ha querido plantear Donnellan, todo muy controlado, muy civilizado... hasta que las pasiones explotan. Una confesión: si Cheek by Jowl nos gusta tanto es porque escenifica lo que nosotros tenemos por teatro ideal, vamos, que si tuviéramos una compañía y el talento suficiente, lo haríamos tal cual. Dejas a los actores y ellos (parece que) te lo hacen todo.

Aquí Orlando James como Leontes nos recuerda a cuando vimos por primera vez a Tom Hiddleston en The Changeling, precisamente en un montaje de Cheek by Jowl (y no lo decimos por eso tan odioso de “yo lo vi primero” quizá el rasgo que más detestamos de los muchos vicios de los teatreros, sino para marcar el punto de comparación, no precisamente menor). Esto se está convirtiendo en una mezcla de lo leído en Brook y del caos de Shakespeare, pero sin la maestría de ambos y con el desmaño habitual, así que seguramente sea ilegible, pero tampoco es que nos importe demasiado, así que aquí va otra nota tomada de Brook: que una de las cosas que hacen a Shakespeare el más grande de los dramaturgos (encima ahora añadimos galicismo sintáctico) es que daba a cada uno de sus personajes la posibilidad de defenderse. Que por muy malvados, mezquinos o antipáticos que fueran, siempre tenían una explicación. Y el tirano Leontes, por mucho rechazo que produzca, también tiene la oportunidad de mostrar sus motivos. James le hace humano, equivocado y cruel, pero comprensible. Donnellan incluso le da espacio para moverse dentro de su paranoica mente, lo que facilita que lleguemos a comprender su por otra parte deleznable actitud. Frente a este Leontes paranoico, Natalie Radmall-Quirke exprime las posibilidades que le ofrece la escena del juicio para defender a su Hermione, digna, imbatible, dispuesta a asumir cualquier castigo inmerecido, pero no a ponerse de rodillas ni a ceder un milímetro en la defensa de su honra.

Vamos a dar un salto en el tiempo antes de que el desquicie sea totalmente incontrolable. Donnellan marca la transición con una sencilla imagen que es la quintaesencia de su estilo (¿pero no habíamos dicho que...?). Mientras Leonte se lamenta de sus faltas, una tormenta lleva a pique el barco en un que Perdita llega a Bohemia acompañado del abrazable Antígono de Peter Moreton, quien enseguida se convertirá en un tierno y pintoresco pastor. Y así, con barco abstracto y unos marineros de anuncio de televisión se consigue la transformación mágica (lástima que la famosa acotación del oso se resuelva de manera mucho menos inspirada, y encima con fallo técnico). Frente a la intensidad de la primera parte, ahora entramos en un terreno más relajado que a algunos les puede parecer insultante (a estas alturas los académicos ya deben de estar en pleno soponcio). En una escena tipo Jerry Springer Donnellan deja claro que puede recurrir a cualquier elemento contemporáneo siempre que mantenga la coherencia, y si encima el resultado es de un desparpajo cómico e irreverente, mejor todavía. Ryan Donaldson es un Autólico desbordante de energía y picaresca, de esos intérpretes que se llevan al auditorio de calle. Muchos de los actores doblan papeles y se muestran tan severos en una parte como desmelenados en la otra, y aquí se incorpora Eleanor McLoughlin como una Perdita firme en la que el perfil principesco está muy bien disimulado.


Llegamos al final, que siempre nos parece un poco precipitado, pero mejor eso que reincidir en escenas que podrían resultar superfluas, y entonces se produce el momento mágico. Donnellan lo resuelve con delicadeza y sin temor a caer en la sensiblería, porque si antes no se ha temido el peligro de lo chabacano, no vamos a temblar ahora ante los grandes sentimientos. Y, una vez más, se produce el prodigio, cuando no solo la estatua, sino el teatro, cobra vida. El entusiasmo con el que volvemos a la realidad solo se ve empañado por un pensamiento: y después de esto, ¿qué? 

No hay comentarios:

Publicar un comentario