Precisamente
ahora, cuando estamos leyendo a Peter Brook asintiendo a cada página,
nos volvemos a maravillar con un montaje de Cheek by Jowl que
confirma a Declan Donnellan como uno de los más talentosos herederos
del genio británico, de tal manera que en este montaje de Cuento de invierno encontramos la aplicación práctica de los supuestos
planteados por Brook, pero con una fidelidad que deja espacio para el
toque personal, en cualquier caso secundario. Porque, como dice
Brook, eso del estilo está sobrevalorado. Esta muy bien que cada
autor tenga su sello propio, y una obra de Donnellan es
inmediatamente identificable, pero no hay que perder de vista que lo
realmente importante es el texto, que es Shakespeare, ¡por
Shakespeare! Aquí no se trata de demostrar que el director está por
encima del bien y del mal y que la obra es suya, sino de ponerse al
servicio de las palabras y dejar espacio (vacío, claro) a los
actores.
No
hace mucho vimos otra puesta de Un cuento de invierno
que también jugaba con los mismos parámetros, y debemos decir que,
manteniendo la perspectiva, la versión de Carlos Martínez-Abarca
aguanta el pulso. Y eso que el montaje de Donnellan es excelso, o
cualquier superlativo que se quiera utilizar. Pero el caso es que los
fundamentos son los mismos: la búsqueda de lo esencial, la pureza
casi metafísica, la sutileza como seña de identidad. Con los cuatro
elemento habituales, la escenografía de Nick Ormerod sirve para
simbolizar desde un palacio hasta un barco sin forzar la incredulidad
(la instalación de un banco marca la diferencia entre Sicilia y
Bohemia, no hace falta más). El vestuario ni tan siquiera tiene
responsable acreditado, y sin embargo es clave para la interpretación
de la obra. Como decía Brook, cuando se dice que una obra de
Shakespeare es clara y comprensible a menudo se debe al vestuario,
que permite seguir las enrevesadas tramas con facilidad: he aquí la
demostración. Cada personaje viene caracterizado por unos elementos
sencillos, ya sean unos vaqueros o un vestido de fiesta. No hay que
dar más explicaciones ni incidir en características externas.
Encima, todo queda natural, mucho menos forzado que en esos montajes
a menudo ridículos en los que se limita a Shakespeare encerrándolo
en una época determinada. El mismo despojamiento (¿lo diremos?
“minimalismo”) vale para la iluminación, que de golpe te sitúa
en escenarios completamente diferentes (incluido el mental) y para el
sonido, servido en dosis tan reducidas que su efecto se multiplica.
Con
este min... con esta concentración como bandera, Donnellan tiene el
camino despejado para lo que más le interesa: los actores y el
texto. El argumento de Cuento de invierno, ya lo sabemos, es absurdo de principio a fin, un
disparate capaz de provocar apoplejias a cualquier académico (aunque
en la sala había por lo menos uno y no le vimos convulsionar). Y,
sin embargo, es un prodigio, claro. Para nosotros, quizá la obra más
emocionante de Shakespeare. Sí, para los académicos eso de la
emoción también es despreciable, una cosa vulgar para gente sin
preparación, pero qué le vamos a hacer, es lo que nosotros buscamos
en el teatro. Y aquí nos lo pasamos en grande. Desde la primera
escena sentimos la intensidad que ha querido plantear Donnellan, todo
muy controlado, muy civilizado... hasta que las pasiones explotan.
Una confesión: si Cheek by Jowl nos gusta tanto es porque escenifica
lo que nosotros tenemos por teatro ideal, vamos, que si tuviéramos
una compañía y el talento suficiente, lo haríamos tal cual. Dejas
a los actores y ellos (parece que) te lo hacen todo.
Aquí
Orlando James como Leontes nos recuerda a cuando vimos por primera
vez a Tom Hiddleston en The
Changeling,
precisamente en un montaje de Cheek by Jowl (y no lo decimos por eso
tan odioso de “yo lo vi primero” quizá el rasgo que más
detestamos de los muchos vicios de los teatreros, sino para marcar el
punto de comparación, no precisamente menor). Esto se está
convirtiendo en una mezcla de lo leído en Brook y del caos de
Shakespeare, pero sin la maestría de ambos y con el desmaño
habitual, así que seguramente sea ilegible, pero tampoco es que nos
importe demasiado, así que aquí va otra nota tomada de Brook: que
una de las cosas que hacen a Shakespeare el más grande de los
dramaturgos (encima ahora añadimos galicismo sintáctico) es que
daba a cada uno de sus personajes la posibilidad de defenderse. Que
por muy malvados, mezquinos o antipáticos que fueran, siempre tenían
una explicación. Y el tirano Leontes, por mucho rechazo que
produzca, también tiene la oportunidad de mostrar sus motivos. James
le hace humano, equivocado y cruel, pero comprensible. Donnellan
incluso le da espacio para moverse dentro de su paranoica mente, lo
que facilita que lleguemos a comprender su por otra parte deleznable
actitud. Frente a este Leontes paranoico, Natalie Radmall-Quirke
exprime las posibilidades que le ofrece la escena del juicio para
defender a su Hermione, digna, imbatible, dispuesta a asumir
cualquier castigo inmerecido, pero no a ponerse de rodillas ni a
ceder un milímetro en la defensa de su honra.
Vamos
a dar un salto en el tiempo antes de que el desquicie sea totalmente
incontrolable. Donnellan marca la transición con una sencilla imagen
que es la quintaesencia de su estilo (¿pero no habíamos dicho
que...?). Mientras Leonte se lamenta de sus faltas, una tormenta
lleva a pique el barco en un que Perdita llega a Bohemia acompañado
del abrazable Antígono de Peter Moreton, quien enseguida se
convertirá en un tierno y pintoresco pastor. Y así, con barco
abstracto y unos marineros de anuncio de televisión se consigue la
transformación mágica (lástima que la famosa acotación del oso se
resuelva de manera mucho menos inspirada, y encima con fallo
técnico). Frente a la intensidad de la primera parte, ahora entramos
en un terreno más relajado que a algunos les puede parecer
insultante (a estas alturas los académicos ya deben de estar en
pleno soponcio). En una escena tipo Jerry Springer Donnellan deja
claro que puede recurrir a cualquier elemento contemporáneo siempre
que mantenga la coherencia, y si encima el resultado es de un
desparpajo cómico e irreverente, mejor todavía. Ryan Donaldson es
un Autólico desbordante de energía y picaresca, de esos intérpretes
que se llevan al auditorio de calle. Muchos de los actores doblan
papeles y se muestran tan severos en una parte como desmelenados en
la otra, y aquí se incorpora Eleanor McLoughlin como una Perdita
firme en la que el perfil principesco está muy bien disimulado.
Llegamos
al final, que siempre nos parece un poco precipitado, pero mejor eso
que reincidir en escenas que podrían resultar superfluas, y entonces
se produce el momento mágico. Donnellan lo resuelve con delicadeza y
sin temor a caer en la sensiblería, porque si antes no se ha temido
el peligro de lo chabacano, no vamos a temblar ahora ante los grandes
sentimientos. Y, una vez más, se produce el prodigio, cuando no solo
la estatua, sino el teatro, cobra vida. El entusiasmo con el que
volvemos a la realidad solo se ve empañado por un pensamiento: y
después de esto, ¿qué?
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