viernes, 19 de febrero de 2016

Hamlet (Teatro de la Comedia)

Tolstoi sentía un desprecio tan marcado hacia Shakespeare, a quien consideraba un escritor sin talento y un dramaturgo tosco hasta la grosería, que desarrollo una teoría conspirativa en la que achacaba la para él inmerecida buena fama del autor a un complot de filólogos alemanes del XIX, quienes, por algún oscuro motivo, habían decidido echar a correr el bulo de su grandiosidad, con el para Tolstoi incomprensible resultado de que todo el mundo loara la obra de aquel escritorzuelo barato. Sin llegar a la conspiranoia tolstiana, no podemos menos que preguntarnos a qué se debera la consagración de Miguel del Arco, un director que para nosotros peca de algunos de los lastres más pesados del teatralismo, en la estrella más rutilante de la escena española actual. Y si con este Hamlet pretendíamos acercarnos a la revelación, ese momento de “ah, era por esto”, la realidad es que nuestro desconcierto no ha hecho más que incrementarse: si el Cuento de Invierno de Cheek by Jowl era el Shakespeare soñado, este Hamlet no se puede describir más que como una pesadilla.

Ya estarán llegando los comentarios que describirán la versión de Miguel del Arco como la mejor desde Laurence Olivier (esto los moderados, los arquivers asegurarán que mejora el texto original), así que no tenemos problemas de conciencia al criticar una función que además tiene todas las entradas agotadas desde antes de su estreno. Por mera cuestión estadística, sabemos que somos los equivocados, y por tanto más que empeñarnos en nuestra ceguera nos gustaría poder pasar al pelotón de entusiastas, pero no hay manera. Este montaje es en nuestra opinión algo así como la versión zarzuelera de Hamlet (El príncipe que rabió), en la que lo peor de todo no es su vulgaridad, sino su falta de respeto. Porque con Shakespeare no hay que ser reverente, lo que nos llevaría a la frialdad del teatro muerto, pero, por favor, un poco de consideración. Sin embargo, del Arco no tiene empacho en convertir los profundos personajes de la obra original en fantoches, sus preocupaciones existenciales en motivos de burla, su humanidad puesta en escena en motivo de rechifla. Como amantes del teatro sentimos esa patochada como afrenta propia, y si en la obra abundan los momentos de vergüenza ajena, la palma se la lleva el numerito de locura de Ofelia. Eso sí que se merecería la intervención de la policía para acabar con un atentado contra el patrimonio cultural universal, o algo así.

Cada director puede hacer lo que mejor le parezca con su obra, pero cuando se invoca el nombre de otro autor, lo mínimo es mantener cierta deferencia. Y esta es una de las cosas que más nos molesta de Miguel del Arco, como ya nos sucedió con sus otras adaptaciones: si quieres hacer tus cosas, allá tú, pero no te escudes en los demás. De hecho, la única vez que nos ha gustado del Arco fue con Deseo, cuando se dejó de fusilamientos sumarios y se atrevió a asumir todas las consecuencias. Ahora, con este Hamlet, en lugar de clarificar, que es lo mínimo que hay que hacer con Shakespeare, lo que consigue es enredarlo todo. Dudamos de que, de no conocer la obra, nos hubiéramos enterado de algo. Las escenas se suceden sin sentido, sin fluidez, con el “dislocamiento del tiempo” como supuesto principio narrativo, pero que en realidad se trata de incapacidad para trenzar las líneas maestras de la historia. Porque, además, la obra adolece de una preocupante arritmia, tanto interna como panorámica. La primera, expresada en la descoordinación entre los actores y unos llamativos pasos en falso de cada uno de ellos, que se puede achacar a que estamos en los primeros días de rodaje, pero la segunda, que afecta a la construcción global de la obra, se debe sin duda a una fallida concepción de la obra, que en ningún momento adquiere una coherencia propia. Ni tan siquiera el empaque de las producciones de la CNTC logra salvar las apariencias.


No es normal que actores como Daniel Freire o Ana Wagener se muestren tan desentonados, pero es que es difícil hacerse con unos personajes que, en lugar de la complejidad shakesperiana, lo que muestran es una veleidad caprichosa. Que todo el reparto esté dejémoslo que flojo es indicativo de que el problema va más allá de cada uno de ellos. Incluso Israel Elejalde, principal motivo de nuestras esperanzas en este montaje, actor sin duda digno del papel de Hamlet y al que creíamos capaz de sobreponerse a cualquier impedimento, se muestra irregular. A veces, durante la representación pensábamos que lo mejor habría sido dejar el escenario vacío, las luces atenuadas, y que Elejalde se las apañara el solito para sacar adelante la función, y de hecho estos son sin duda los mejores momentos de toda la obra. Pero ni tan siquiera su interpretación es redonda, contagiándose también él por momentos de la banalidad y de cierta desgana. Otra vez será, esperamos. 

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