Tolstoi
sentía un desprecio tan marcado hacia Shakespeare, a quien
consideraba un escritor sin talento y un dramaturgo tosco hasta la
grosería, que desarrollo una teoría conspirativa en la que achacaba
la para él inmerecida buena fama del autor a un complot de filólogos
alemanes del XIX, quienes, por algún oscuro motivo, habían decidido
echar a correr el bulo de su grandiosidad, con el para Tolstoi
incomprensible resultado de que todo el mundo loara la obra de aquel
escritorzuelo barato. Sin llegar a la conspiranoia tolstiana, no
podemos menos que preguntarnos a qué se debera la consagración de
Miguel del Arco, un director que para nosotros peca de algunos de los
lastres más pesados del teatralismo, en la estrella más rutilante
de la escena española actual. Y si con este Hamlet pretendíamos
acercarnos a la revelación, ese momento de “ah, era por esto”,
la realidad es que nuestro desconcierto no ha hecho más que
incrementarse: si el Cuento de Invierno de Cheek by Jowl era el
Shakespeare soñado, este Hamlet
no se puede describir más que como una pesadilla.
Ya
estarán llegando los comentarios que describirán la versión de
Miguel del Arco como la mejor desde Laurence Olivier (esto los
moderados, los arquivers asegurarán que mejora el texto original),
así que no tenemos problemas de conciencia al criticar una función
que además tiene todas las entradas agotadas desde antes de su
estreno. Por mera cuestión estadística, sabemos que somos los
equivocados, y por tanto más que empeñarnos en nuestra ceguera nos
gustaría poder pasar al pelotón de entusiastas, pero no hay manera.
Este montaje es en nuestra opinión algo así como la versión
zarzuelera de Hamlet
(El
príncipe que rabió),
en la que lo peor de todo no es su vulgaridad, sino su falta de
respeto. Porque con Shakespeare no hay que ser reverente, lo que nos
llevaría a la frialdad del teatro muerto, pero, por favor, un poco
de consideración. Sin embargo, del Arco no tiene empacho en
convertir los profundos personajes de la obra original en fantoches,
sus preocupaciones existenciales en motivos de burla, su humanidad
puesta en escena en motivo de rechifla. Como amantes del teatro
sentimos esa patochada como afrenta propia, y si en la obra abundan
los momentos de vergüenza ajena, la palma se la lleva el numerito de
locura de Ofelia. Eso sí que se merecería la intervención de la
policía para acabar con un atentado contra el patrimonio cultural
universal, o algo así.
Cada
director puede hacer lo que mejor le parezca con su obra, pero cuando
se invoca el nombre de otro autor, lo mínimo es mantener cierta
deferencia. Y esta es una de las cosas que más nos molesta de Miguel
del Arco, como ya nos sucedió con sus otras adaptaciones: si quieres
hacer tus cosas, allá tú, pero no te escudes en los demás. De
hecho, la única vez que nos ha gustado del Arco fue con Deseo,
cuando se dejó de fusilamientos sumarios y se atrevió a asumir
todas las consecuencias. Ahora, con este Hamlet,
en lugar de clarificar, que es lo mínimo que hay que hacer con
Shakespeare, lo que consigue es enredarlo todo. Dudamos de que, de no
conocer la obra, nos hubiéramos enterado de algo. Las escenas se
suceden sin sentido, sin fluidez, con el “dislocamiento del tiempo”
como supuesto principio narrativo, pero que en realidad se trata de
incapacidad para trenzar las líneas maestras de la historia. Porque,
además, la obra adolece de una preocupante arritmia, tanto interna
como panorámica. La primera, expresada en la descoordinación entre
los actores y unos llamativos pasos en falso de cada uno de ellos,
que se puede achacar a que estamos en los primeros días de rodaje,
pero la segunda, que afecta a la construcción global de la obra, se
debe sin duda a una fallida concepción de la obra, que en ningún
momento adquiere una coherencia propia. Ni tan siquiera el empaque de
las producciones de la CNTC logra salvar las apariencias.
No
es normal que actores como Daniel Freire o Ana Wagener se muestren
tan desentonados, pero es que es difícil hacerse con unos personajes
que, en lugar de la complejidad shakesperiana, lo que muestran es una
veleidad caprichosa. Que todo el reparto esté dejémoslo que flojo
es indicativo de que el problema va más allá de cada uno de ellos.
Incluso Israel Elejalde, principal motivo de nuestras esperanzas en
este montaje, actor sin duda digno del papel de Hamlet y al que
creíamos capaz de sobreponerse a cualquier impedimento, se muestra
irregular. A veces, durante la representación pensábamos que lo
mejor habría sido dejar el escenario vacío, las luces atenuadas, y
que Elejalde se las apañara el solito para sacar adelante la
función, y de hecho estos son sin duda los mejores momentos de toda
la obra. Pero ni tan siquiera su interpretación es redonda,
contagiándose también él por momentos de la banalidad y de cierta
desgana. Otra vez será, esperamos.
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