lunes, 22 de febrero de 2016

Sócrates (Naves del Español)


En un episodio de la regocijante Bullshit Penn Jillette leía la carta de un espectador compungido en la que este decía que después de derribar casi todos sus mitos solo les quedaba arruinar también la imagen de Gandhi y de la madre Teresa de Calcuta. Con menos dificultades de las que cabría imaginar, Penn y Teller procedían de inmediato a desmontar también estas figuras. Y es que pocos son los personajes históricos a los que no haya sido posible encontrar defectos de mayor o menor entidad. Incluso la idealizada imagen de la democracia directa ateniense es puesta en su lugar en este Sócrates: una democracia en la que no tienen voz ni voto mujeres, esclavos y metecos lo es solo de aquella manera. Sin embargo, el personaje de Sócrates parece inmune a cualquier ataque. Su filosofía puede tener sus detractores, algunos aspectos de su personalidad han creado suspicacias, pero perspectiva histórica mediante, se le sigue considerando universalmente como un buen hombre. Por eso en una obra subtitulada Juicio y muerte de un ciudadano nos encontramos con un problema estructural de inicio: es difícil someter a escrutinio a una persona sin mácula que cuenta con todas nuestras simpatías.

Mario Gas y Alberto Iglesias han construido un texto que, pese a apoyarse en algo tan teatral como el juicio y los momentos finales de la vida de Sócrates, deja en un segundo plano la dramaturgia para centrarse en los discursos. Y esto supone otro importante obstáculo para la consideración de la obra como espectáculo. En su papel de director de escena, Gas ha decidido dar aire a la obra, dar un paso atrás para dejar que los actores respiren y se sientan cómodos. De esta manera, las escenas funcionan muy bien como capítulos individuales, pero al conjunto le falta chicha dramática, algo de tensión narrativa que involucre al espectador. Las proclamas de Sócrates son, no podía ser de otra manera, inteligentes y emotivas, pero se interpone un distanciamiento que ni tan siquiera las grandes interpretaciones pueden salvar del todo. Tenemos en la memoria la imagen del Sócrates de Rossellini paseándose por la sierra madrileña en una película que no ha aguantado bien el paso del tiempo, y con este montaje nos pasa, por motivos diferentes, algo similar: nos permanece ajena, como fuera de contexto. Si nos ponemos medio platónicos medio aristotélicos (!?), en escena vemos la idea de Sócrates, pero no su persona.


Por eso nuestras dos escenas favoritas de la función son aquellas en las que los personajes se hacen más humanos. Una es aquella en la que Amparo Pamplona, como Jantipa, la mujer de Sócrates, habla de este como marido y como padre, de cómo podía sacarla de quicio con sus manías (siempre buscando la verdad, tenía que ser muy estresante), pero también cómo podía ser cariñoso y justo. El otro momento especial de la representación es cuando aparece Carles Canut y se sienta junto a su viejo amigo para ofrecerle la posibilidad de escaparse antes de que se ejecute su pena. Aquí vemos la ternura y la camaradería entre dos compañeros de toda la vida que se conocen, se comprenden y se aman. En cualquier caso, ver una obra protagonizada por José María Pou es garantía de asistir a un recital de interpretación, y más allá de las pegas que hemos expresado sobre el montaje, la actuación de Pou sí que se impone a cualquier reticencia. Pou está brillante, divertido, convincente, exhibicionista (con un gesto) o retraído (con una mirada). Si la votación que condenó a Sócrates resulta chocante, después de verle defendido por Pou tal decisión es todavía más inverosímil: con este hombre iríamos hasta el infierno. 

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