En
un episodio de la regocijante Bullshit
Penn Jillette leía la carta de un espectador compungido en la que
este decía que después de derribar casi todos sus mitos solo les
quedaba arruinar también la imagen de Gandhi y de la madre Teresa de
Calcuta. Con menos dificultades de las que cabría imaginar, Penn y
Teller procedían de inmediato a desmontar también estas figuras. Y
es que pocos son los personajes históricos a los que no haya sido
posible encontrar defectos de mayor o menor entidad. Incluso la
idealizada imagen de la democracia directa ateniense es puesta en su
lugar en este Sócrates: una democracia en la que no tienen voz ni
voto mujeres, esclavos y metecos lo es solo de aquella manera. Sin
embargo, el personaje de Sócrates parece inmune a cualquier ataque.
Su filosofía puede tener sus detractores, algunos aspectos de su
personalidad han creado suspicacias, pero perspectiva histórica
mediante, se le sigue considerando universalmente como un buen
hombre. Por eso en una obra subtitulada Juicio
y muerte de un ciudadano
nos encontramos con un problema estructural de inicio: es difícil
someter a escrutinio a una persona sin mácula que cuenta con todas
nuestras simpatías.
Mario
Gas y Alberto Iglesias han construido un texto que, pese a apoyarse
en algo tan teatral como el juicio y los momentos finales de la vida
de Sócrates, deja en un segundo plano la dramaturgia para centrarse
en los discursos. Y esto supone otro importante obstáculo para la
consideración de la obra como espectáculo. En su papel de director
de escena, Gas ha decidido dar aire a la obra, dar un paso atrás
para dejar que los actores respiren y se sientan cómodos. De esta
manera, las escenas funcionan muy bien como capítulos individuales,
pero al conjunto le falta chicha dramática, algo de tensión
narrativa que involucre al espectador. Las proclamas de Sócrates
son, no podía ser de otra manera, inteligentes y emotivas, pero se
interpone un distanciamiento que ni tan siquiera las grandes
interpretaciones pueden salvar del todo. Tenemos en la memoria la
imagen del Sócrates de Rossellini paseándose por la sierra
madrileña en una película que no ha aguantado bien el paso del
tiempo, y con este montaje nos pasa, por motivos diferentes, algo
similar: nos permanece ajena, como fuera de contexto. Si nos ponemos
medio platónicos medio aristotélicos (!?), en escena vemos la idea
de Sócrates, pero no su persona.
Por
eso nuestras dos escenas favoritas de la función son aquellas en las
que los personajes se hacen más humanos. Una es aquella en la que
Amparo Pamplona, como Jantipa, la mujer de Sócrates, habla de este
como marido y como padre, de cómo podía sacarla de quicio con sus
manías (siempre buscando la verdad, tenía que ser muy estresante),
pero también cómo podía ser cariñoso y justo. El otro momento
especial de la representación es cuando aparece Carles Canut y se
sienta junto a su viejo amigo para ofrecerle la posibilidad de
escaparse antes de que se ejecute su pena. Aquí vemos la ternura y
la camaradería entre dos compañeros de toda la vida que se conocen,
se comprenden y se aman. En cualquier caso, ver una obra
protagonizada por José María Pou es garantía de asistir a un
recital de interpretación, y más allá de las pegas que hemos
expresado sobre el montaje, la actuación de Pou sí que se impone a
cualquier reticencia. Pou está brillante, divertido, convincente,
exhibicionista (con un gesto) o retraído (con una mirada). Si la
votación que condenó a Sócrates resulta chocante, después de
verle defendido por Pou tal decisión es todavía más inverosímil:
con este hombre iríamos hasta el infierno.
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