lunes, 8 de febrero de 2016

La Respiración (Teatro de La Abadía)

Íñigo cuenta que acaba de ver a su ex besándose con otro cerca de la plaza de Santo Domingo. Pero lo más extraño no es esta casualidad (ya le habían advertido de que iba a producirse), sino que al observar la escena ha sentido como si él fuera el protagonista, durante un microsegundo eterno le ha parecido que era él quien besaba a su mujer, aunque lo estuviera viendo al mismo tiempo desde fuera. Este es el proceso que siguen muchos autores dramáticos que combinan la distancia del autor que crea una obra nueva (como si tal cosa fuera posible) con la implicación máxima de situarse en el centro de la acción (sí, pero no lo soy). El peligro de tal dislocación es caer en el ensimismamiento: la historia puede ser vital para el escritor, pero al espectador le puede parecer que transforma una banalidad en una cuestión de gravedad cósmica. Y aquí está la magia de Alfredo Sanzol, quien consigue que todo lo que nos cuente nos ataña, que ninguna de sus neuras nos sean ajenas. Pero, ojo, esto no significa caer en el golpe bajo de la identificación. No hace falta haber pasado por las vivencias de Nagore en La Respiración para sentir como ella siente, para comprender su desajuste con la realidad. El secreto que conoce Sanzol es el del corazón humano, esa mirada comprensiva y tierna hacia sus personajes que hace sus obras inmediatamente nuestras.

Pero en La Respiración el reto de exponer un asunto privado a la consideración general no es el único obstáculo que Sanzol se impone. Desechando cualquier construcción dramática convencional, dejándose llevar por el momento, Sanzol camina por el resbaladizo sendero del todo vale, lo que habitualmente conduce al sinsentido y la gratuidad del vale todo. Pero el autor sabe que no es lo mismo una cosa que otra, que las normas siempre son importantes, y se marca unas reglas, pese a las apariencias, todavía más sólidas que las exigidas por la tradición. En realidad el mundo de La Respiración, pese a que parece regirse por el libre albedrío y el capricho, se encuadra en un marco limitado en el que sus personajes tienen sus propias limitaciones (hasta la magia se acaba). La comprensión, el reconocimiento, la asunción de las propias limitaciones serán las que, a fin de cuentas, permitan la verdadera liberación.


Sanzol ha poblado este mundo mental y fantástico de criaturas que en un primer momento bordean el arquetipo para revelarse enseguida como totalmente originales. Nuria Mencía parece la actriz ideal para encarnar a Nagore, una de esas elecciones que a toro pasado no solo parecen evidentes, sino inevitables. Con su mezcla de fragilidad y entusiasmo, con una bipolaridad extrema, expresa con la misma convicción tanto sus momentos de bajonazo como sus explosiones de energía, pero siempre sin subrayados, con una línea clara y sutil que va más de fuera hacia dentro que al contrario. Gloria Muñoz  está, como siempre, majestuosa, aquí aportando los toques apropiados de sofisticación y locura, como un hada madrina que tiene todas las soluciones, pero que hará que te las tengas que ganar. Pietro Olivera es uno de esos farsantes que se creen hasta tal punto sus propias supercherías que consiguen hacerlas reales (ahora que me doy cuenta, esta podría ser la definición del buen actor). Pau Durà es uno de esos actores que siempre parecen acertar con el tono justo, y aquí una vez más demuestra que la clave está en hacerlo (parecer) fácil. Martiño Rivas está muy divertido en su papel de entrenador personal y, al igual que Camila Viyuela convence como otro más de estos náufragos en busca de, si no la salvación, un respiro. 

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