Íñigo
cuenta que acaba de ver a su ex besándose con otro cerca de la plaza
de Santo Domingo. Pero lo más extraño no es esta casualidad (ya le
habían advertido de que iba a producirse), sino que al observar la
escena ha sentido como si él fuera el protagonista, durante un
microsegundo eterno le ha parecido que era él quien besaba a su
mujer, aunque lo estuviera viendo al mismo tiempo desde fuera. Este
es el proceso que siguen muchos autores dramáticos que combinan la
distancia del autor que crea una obra nueva (como si tal cosa fuera
posible) con la implicación máxima de situarse en el centro de la
acción (sí, pero no lo soy). El peligro de tal dislocación es caer
en el ensimismamiento: la historia puede ser vital para el escritor,
pero al espectador le puede parecer que transforma una banalidad en
una cuestión de gravedad cósmica. Y aquí está la magia de Alfredo
Sanzol, quien consigue que todo lo que nos cuente nos ataña, que
ninguna de sus neuras nos sean ajenas. Pero, ojo, esto no significa
caer en el golpe bajo de la identificación. No hace falta haber
pasado por las vivencias de Nagore en La Respiración
para sentir como ella siente, para comprender su desajuste con la
realidad. El secreto que conoce Sanzol es el del corazón humano, esa
mirada comprensiva y tierna hacia sus personajes que hace sus obras
inmediatamente nuestras.
Pero
en
La Respiración
el reto de exponer un asunto privado a la consideración general no
es el único obstáculo que Sanzol se impone. Desechando cualquier
construcción dramática convencional, dejándose llevar por el
momento, Sanzol camina por el resbaladizo sendero del todo vale, lo
que habitualmente conduce al sinsentido y la gratuidad del vale todo.
Pero el autor sabe que no es lo mismo una cosa que otra, que las
normas siempre son importantes, y se marca unas reglas, pese a las
apariencias, todavía más sólidas que las exigidas por la
tradición. En realidad el mundo de La
Respiración,
pese a que parece regirse por el libre albedrío y el capricho, se
encuadra en un marco limitado en el que sus personajes tienen sus
propias limitaciones (hasta la magia se acaba). La comprensión, el
reconocimiento, la asunción de las propias limitaciones serán las
que, a fin de cuentas, permitan la verdadera liberación.
Sanzol
ha poblado este mundo mental y fantástico de criaturas que en un
primer momento bordean el arquetipo para revelarse enseguida como
totalmente originales. Nuria Mencía parece la actriz ideal para
encarnar a Nagore, una de esas elecciones que a toro pasado no solo
parecen evidentes, sino inevitables. Con su mezcla de fragilidad y
entusiasmo, con una bipolaridad extrema, expresa con la misma
convicción tanto sus momentos de bajonazo como sus explosiones de
energía, pero siempre sin subrayados, con una línea clara y sutil
que va más de fuera hacia dentro que al contrario. Gloria Muñoz está, como siempre, majestuosa, aquí aportando los toques
apropiados de sofisticación y locura, como un hada madrina que tiene
todas las soluciones, pero que hará que te las tengas que ganar.
Pietro Olivera es uno de esos farsantes que se creen hasta tal punto
sus propias supercherías que consiguen hacerlas reales (ahora que me
doy cuenta, esta podría ser la definición del buen actor). Pau Durà
es uno de esos actores que siempre parecen acertar con el tono justo,
y aquí una vez más demuestra que la clave está en hacerlo
(parecer) fácil. Martiño Rivas está muy divertido en su papel de
entrenador personal y, al igual que Camila Viyuela convence como otro
más de estos náufragos en busca de, si no la salvación, un
respiro.
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