No
es por presumir, pero cada vez sé menos de teatro (parafraseando a
Vázquez Cereijo). Sin ir más lejos, la semana pasada fuimos a una
obra que han visto millones de personas en todo el mundo con
aclamación general y que a nosotros nos dejó totalmente fríos. Por
eso, si alguien nos pidiera que explicáramos qué es el teatro, lo
tendríamos difícil para encontrar una definición, pero sin embargo
la demostración práctica sería sencilla: el teatro es Incendios.
Muchas veces nos hemos preguntado por qué sigue habiendo gente que
escribe teatro y, quizá todavía más misterioso, por qué sigue
habiendo gente que va al teatro. Pues bien, Incendios también es la
solución a estos enigmas: porque esperamos que se produzca este
milagro, esa obra en la que todo cobra sentido, en la que la historia
y la vida se presenta ante nuestros ojos de una manera que ni la
literatura y ni tan siquiera el cine podrían hacerlo.
Ahora
llega el momento de confesar otra incapacidad: ¿cómo hablar de una
obra como Incendios,
tan ambiciosa, tan compleja, tan rica que parece infinita? Ni tan
siquiera yendo escena por escena podría alcanzar la perspectiva
suficiente para establecer una visión que haga justicia al desafío
planteado por Wajdi Mouawad. Ni tan siquiera puedo decir: “para
empezar”, porque la historia de Incendios
es una de esas historias que no parecen tener principio ni fin. Pese
a estar perfectamente localizada (y eso que en ningún momento hay
mención explícita a lugares concretos), la tragedia de Incendios
es atemporal y universal, no en vano enlaza de manera obvia con la
tragedia griega y transforma una historia particular en una mitología
que nos ha acompañado siempre y que sigue marcando nuestra forma de
entender el mundo.
Si
tuviera que elegir un tema como el centro de la obra, sin duda este
sería el de la verdad, el de su búsqueda y su capacidad para volver
el mundo del revés. Según el viejo adagio, la verdad siempre es
revolucionaria, pero en este contexto la revolución significa
trastocar de manera definitiva nuestra posición ante la vida. La
Verdad y la Historia, convertidos a través de la experiencia de las
personas que habitan Incendios
en la verdad y la historia, conceptos abstractos transformados en
puñetazos directos que seremos incapaces de evitar. Al escribir esto
no puedo evitar pensar en una de las personas que mejor me ha
enseñado en qué consiste el teatro: Juan Mayorga (algunas
referencias matemáticas en Incendios
hacen todavía más evidente esta conexión). Como pasa con las obras
de Mayorga, Incendios
obliga al espectador a involucrarse de manera total ante lo que está
viendo en el escenario, a dejarse llevar y convertirse en un
personaje más con la obligación de completar la experiencia. Pero
existe una gran dificultad para poder penetrar en este mundo: la
violencia que explota ante nuestra mirada. La novela de Mouawad Ánima
es una de las experiencias lectoras más brutales que he padecido,
obligando en más de una ocasión a saltarse párrafos enteros debido
al salvajismo de sus descripciones. Esta violencia también está
presente en Incendios,
pero en esta ocasión es imposible apartar la mirada del escenario,
porque queremos saberlo todo, aunque duela. Lo que vemos no es solo
doloroso porque somos humanos y no podemos permanecer ajenos a la
tragedia de unos semejantes, sino porque también nosotros estamos
incluidos en esta invitación a reflexionar e interiorizar el drama.
Una
obra con la grandeza de Incendios
necesita una puesta en escena a la altura, y pocos hombres de teatro
hay tan capacitados como Mario Gas para hacer frente al envite. La
multitud de niveles a los que funciona Incendios
hace de su ejecución un difícil juego de equilibrios en los que,
con que falle un eje, todo el montaje se viene abajo. No se trata ya
solo de lograr la convergencia de espacios y tiempos, sino de
alcanzar una fluidez que dé unidad y coherencia a una historia que
puede salir disparada en cualquier dirección. Y lo que consigue Gas
es que la complejidad de la obra se transforme en pura sencillez, que
los afluentes desemboquen con perfecta naturalidad, que todo sea
comprensible. Apoyado en una escenografía de apariencia simple obra
de Carl Fillion y Anna Tussell, unos vídeos perfectamente integrados
de Álvaro Luna y una iluminación precisa de Felipe Ramos, el
escenario se transforma en un campo de batalla, un cementerio del que
es necesario escapar para alcanzar la vida. Y Gas sitúa al
espectador en el centro de esta tragedia, sin permitirle ni un
segundo de sosiego durante las tres horas de función. Si en el
teatro todo es metáfora, en este Incendios
hasta las metáforas tienen alma.
Pero
la dirección de Gas no se queda en la puesta en escena, solo su gran
labor puede explicar el extraordinario nivel de todas las
interpretaciones, de los actores que ya son mitos en sí y de
aquellos que no conocíamos. ¿Qué se puede decir de Ramón Barea o
Nuria Espert? Tópico: que solo por verlos ya merecería la pena
pagar la entrada. Hipérbole: que sus interpretaciones permanecerán
para siempre. Pero es que así lo sentimos, más allá de que
Incendios
sea una de las grandes obras de lo que llevamos de siglo XXI, este
montaje permanecerá como una de las cumbres interpretativas de estos
actores a los que no les faltan momentos de gloria. Y, como decíamos,
el resto del reparto no se queda atrás. Llenos de fuerza (¿cómo
terminarán después de cada función? Representar Incendios
debe de ser más duro que estar tres horas remando), de profundidad,
de matices, los actores de Incendios
lo ponen todo para conseguir que esta obra sea todavía más que una
excelente obra de teatro. Lo que decía, hacen que Incendios
sea el teatro.