Recientemente Íñigo Domínguez hablaba en su estupendo blog sobre la importancia superlativa que se da en Italia a las apariencias, a menudo tratadas con mucho más respeto (y sin duda ingenio) que la realidad que tratan de ocultar. No creemos que se trate de una característica puramente italiana, pero quizá ellos han convertido el fingimiento en una de las bellas artes, y quizá por eso no hay quien los gane en cuanto a actores -actores (es decir, actores que hacen de actores que hacen de lo que sea). Y gracias a estas complejidades podemos de disfrutar de talentos tan brillantes como el de Eduardo de Filippo.
Ya hemos dicho en otras ocasiones que nos molestan algunos trucos supuestamente modernos como meter a los actores entre el público, así que antes del inicio de Con derecho a fantasma ya empezamos con mal pie: los actores subían y bajaban del escenario llevando bultos como si estuvieran en plena mudanza. Por si no fuera suficiente, se ponen a hablar con el público e incluso en un momento dado uno de los gemelos Gálvez se nos quedó mirando como si supiera lo que íbamos a decir. Pero en fin, las luces se apagaron y comenzó una comedia con fantasma, así que nos preparamos para pasar una buena tarde.
Y la función se inicia como un tiro. Manel Dueso compone un italianísimo portero fanfarrón, chulesco, taimado, ladrón y mentiroso (dicho así, se podría decir que también es españolísimo, un capitán Fracasa de barrio). Cuando se junta con Tony Laudadio, la función empieza a carburar de tal manera que parece que no va a haber manera de pararla. De ahí que sea tan drástico el parón que se produce cuando entran en escena Marta Domingo y Xavier Boada. Si antes estábamos en una comedia napolitana a lo de Sica con la irrupción de los personajes de María y Alfredo nos vemos de pronto inmersos en un melodrama de Juan de Orduña. No se trata (solamente) de una carencia de los actores, sino que por algún motivo se ha decidido llevarlos por una vía que va a contracorriente del espíritu de la función. Un anticlímax brutal que es difícil de superar.
Toda la obra tendrá los mismos vaivenes que en ningún momento acaban de cuajar. Tan pronto pasamos por escenas redondas (el famoso monólogo del café, la “improvisación” coral del Nessun Dorma, o la cima cómica del final del segundo acto) como caemos en valles en los que es fácil desconectar de una reiteración de clichés folletinescos. No es sencillo compaginar la torrencial (y una vez más muy italiana) aparición de Pilar Pla con la figura un poco de relleno que le toca encarnar a Armand Villen, y Oriol Broggi, muy imaginativo a lo largo de toda la puesta en escena, fracasa al unificar las interpretaciones.
Poco antes de terminar la función, pudimos asistir a un momento “ser o no ser”. Cuando Laudadio estaba en pleno monólogo final, alguien se levantó en mitad de una fila para abandonar el teatro. El actor dio muestras de su cuajo cuando no movió ni una ceja, ni tan siquiera en el momento en el que el fugitivo se cayó al intentar escapar y dio de bruces en el suelo del pasillo.
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