Es curioso el nuevo relieve que ha adquirido la figura de Juan Negrín en tan poco tiempo. No hace muchos años, la figura central de la mitología republicana era sin ninguna duda Manuel Azaña, ejemplo intachable de persona honrada. Negrín, por el contrario, y a pesar de haber sido presidente del Gobierno, quedaba un poco apartado, seguramente oculto por la visión dudosa que todavía se tenía de él por su papel en la Guerra Civil y su supuesta debilidad, cuando no rendición ante los elementos más extremistas del gobierno. Pero lo que nos interesa no son los avatares políticos de estos personajes, sino el motivo indescifrable y quizá pendular por el que últimamente Negrín se ha convertido en un nuevo referente, en el socialista bueno que mantuvo su integridad hasta el final (lamentablemente para su memoria, ahora es Largo Caballero quien ocupa del papel de malo). La colmena científica es la expresión teatral de esta nueva visión, aunque por suerte es mucho más.
Cuando hablamos de Babilonia ya nos referimos a la tendencia de José Ramón Fernández a narrativizar en exceso sus obras, él típico decir en lugar de mostrar. En El café de Negrín nos encontramos de nuevo con esta característica, aunque esta vez algo limada por la puesta en escena de Ernesto Caballero. La estructura de la obra se sigue basando en diálogos entre dos personajes que más que contarse cosas las relatan como si fueran cuentos (aquí el mayor peso lo lleva un estupendo y como muy de la época José L. Esteban encarnando a José Moreno Villa, por cierto personaje también destacado en La noche de los tiempos y que podría estar viviendo una rehabilitación similar a la de Negrín, en este caso en el terreno artístico). Estos diálogos tienen algo de artificiales, lo cual no es malo, pero también de artificiosos y forzados, lo que está peor. A menudo se salvan por su fuerza evocadora al apelar a unos sentimientos que seguramente comparte la mayoría del público, pero que fácilmente se pueden deslizar hacia la autocomplacencia.
Precisamente otro de los problemas de la función es incidir en ese aspecto de la República como una época dorada (en este caso estamos un poco antes de su proclamación, pero el espíritu es el mismo). Suena jazz en la radio, la edad de plata cultural y científica está en su esplendor, todos son jóvenes y brillantes, el café es irrepetible. Al fin y al cabo la producción es un encargo de la Residencia de Estudiantes, y al fin y al cabo disfrutamos la obra, pero también hay algo en toda esta glorificación rememorativa que nos chirría.
Pese al nombre de Negrín en el título, como decíamos el papel más extenso lo tiene Moreno Villa. David Luque, como Negrín, no tiene su misma credibilidad, es difícil encarnar a un ser tan perfecto. A Iñaki Rekarte, como Severo Ochoa, también le haría falta un poco más de poderío, aunque seguramente estemos mezclando al joven doctor con la imagen por la que ha pasado a la posteridad. En cualquier caso, el reparto cumple perfectamente a la hora de recrear una atmósfera cálida y confortable con la que el público pareció sentirse identificado y emocionado.
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