Ante
la pareja Machí-Baró, el resto del reparto podría haber dado un
paso atrás y dejar a las fieras que se despedacen, pero ni mucho
menos es así. La parte masculina del reparto ocupa un lugar mucho
más discreto, y pese a la buena escena introductoria de Miguel Palenzuela y las ocasionales intervenciones, siempre intentando
templar gaitas, siempre conciliadoras, de Abel Vitón, lo cierto es
que si hubieran eliminado los personajes masculinos por completo casi
ni nos daríamos cuenta.
Mucha
más importancia tiene Alicia Borrachero, con un personaje que va y
viene, pero que cada vez que aparece clava su se debilidad, su miedo,
su sumisión y, finalmente, su esperanza. Marina Seresesky tiene otro
personaje lateral, pero de una imporatancia capital, como demuestra
su participación al principio y al final de la obra. Clara Sanchis
falla en una presentación un poco salida de tono, como demasiado
frívola, pero cuando llega su gran momento, con la maleta, sabe
salvar una situación que se había puesto dramatúrgicamente
complicada y eleva otra vez el tono. Irene Escolar sorprende con eso
tan difícil que es hacer de niña (y encima repelente y cinéfila)
sin caer en el ridículo ni en lo caricaturesco. Por último, pero si
hubiera tenido más papel casi merecería estar al principio,
Sonsoles Benedicto hace otro monstruo terrible lleno de fuerza y de
(maldita) gracia.
Quizá
lo que más nos cautivó de una obra que casi durante cuatro horas
mantuvo nuestro entusiasmo, fue la capacidad de Vera para enlazar
unos cambios de tono tan drásticos con total fluidez. A nosotros lo
más difícil en obras de las ambiciones de Agosto nos parece
combinar un tono cómico, a veces salvajemente despendolado, con
punzadas de un dramatismo que se acerca a la tragedia más
desgarrada. Si esto es difícil hacerlo de una escena a otra, cómo
será intentar las transiciones de una frase a la siguiente. Y Vera y
sus actrices lo hacen no una vez o dos, sino continuamente,
embarcando al espectador en un sube-y-baja emocional del que sale
practicamente noqueado.
Salta
a la vista que lo más llamativo de Agosto son sus
intérpretes, pero no sería justo pasar por alto otras facetas de la
puesta en escena que consiguen que la obra no sea simplemente un
artefacto al servicio de sus actores, sino un milagro escénico. Más
allá de la tarea unificadora de Vera, la versión de Luis García Montero es de una limpieza ejemplar. Los diálogos se suceden con una
claridad y una fluidez que facilitan que el espectador si integre en
la historia casi de manera automática. Todo suena real, vívido,
casi costumbrista, y si mucho de esto es gracias a los actores,
también su parte de mérito es de Montero. La escenografía de Max Glaenzel comparte esta nitidez. Con la necesidad de mantener varios
espacios simultáneos para desarrollar la acción (a veces hasta
tres), la disposición escénica de Glaenzel facilita la comprensión
y que las tramas paralelas se sigan con total facilidad.
También
hay un par de cosas que no nos gustaron, un par de ocasiones en las
que el argumento toma una dirección peligrosa que es hábilmente
salvada, algún actor que no está a la altura del resto del reparto,
pero después de todo lo que disfrutamos y de todo lo que hemos
dicho, nos parece poca cosa, apenas astillas que pulir y que en el
conjunto aparecen sin importancia, casi como la demostración de que
el teatro, por muy alto que vuele, es cosa de seres humanos, y por
tanto proclive a los errores.
Poco
antes de entrar a ver la función, creíamos que se nos iba a
escapar, y solo un (otro) milagro de última hora hizo posible que
viéramos uno de los espectáculos más grandiosos a los que hemos
asistido. Aunque no lo íbamos a cumplir, tras salir del Valle-Inclán
dijimos que no volveríamos al teatro en un año. Tras haber
disfrutado de una experiencia como Agosto, creemos que
tardaremos mucho en encontrar algo que satisfaga nuestros anhelos de
vivir algo similar. Pero también sabemos que, cuando lleguen los
malos tiempos y volvamos a preguntarnos por qué nos gusta el teatro,
recordaremos Agosto.
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