Antes
de empezar con la reseña de El tiempo y los Conway, creemos
justo hacer mención a dos aspectos que han podido influir en nuestra
valoración de la obra. Por una parte, y pese a nuestras intenciones,
la hemos visto inmediatamente después de Agosto, y era
difícil que nos encontráramos tan pronto con una obra que pudiera
aguantar la comparación (además, es curioso que ambas obras
comparten bastantes puntos en común, como lo que le sucede al padre
o la relación de las hijas con una madre terrible). Por otro lado,
casi al comenzar el segundo acto se fue la luz en el escenario y la
representación estuvo parada unos diez minutos. No dudamos que en
este caso los más perjudicados son los propios actores, pero el
público también corre el peligro de salirse (mentalmente) de la
función. Intentamos (y creemos conseguir) que estas circunstancias
no sesguen nuestra apreciación, pero por si acaso dejamos constancia
de los hechos.
Quizá
sea casualidad, o quizá una nueva percepción de la obra de
Priestley, pero el hecho es que después de estar en el limbo de los
dramaturgos durante muchos años, en poco tiempo se han estrenado en
Madrid dos obras suyas. Si acerca de Llama un inspector ya
expusimos nuestras reservas, en el caso de El tiempo y los Conway,
tenemos que decir, quizá con inconsciencia, que nos parece una mala
obra. Pero no lo decimos en el sentido de que esté mal escrita o
construida, sino como diríamos de alguien que es una mala persona.
Y
es que el autor parece complacerse en amargar a sus personajes, en
torturarlos, en acabar con todas sus esperanzas. Quizá seamos
ingenuos, pero no entendemos esta saña por destruir almas. Parece
como si Priestley hubiera disfrutado creando grandes expectativas
para sus criaturas, solo por el placer de sumirlos en el fracaso más
tarde. ¿Por qué ser tan miserable?, ¿por qué crear una obra tan
negativa? ¿Quizá se debe a que los personajes de la obra pertenecen
a la clase alta y se merecen un correctivo? No pensamos que esa sea
la intención.
Es
curioso que estando detrás de esta producción quienes están, el
más despreciable de todos los personajes sea ese advenedizo de
derechas (interpretado como si de un vampiro sediento de sangre se tratara por Román Sánchez Gregory) que representa al nuevo capitalista que va a acabar
con la vieja clase dominante para imponer sus nuevos planes. Ya
sabemos que Priestley no destaca precisamente por su sutileza y que
puede caer en el maniqueísmo más pedestre. Pero es que aquí hay
para todos: para la socialista con grandes ideas, para la novelista
ambiciosa, para la bella, para el hombre de negocios, para el
funcionario, incluso el personaje más positivo, el inocente, tiene
su castigo.
Lo
que El tiempo y los Conway podría haber sido: un relato de
fantasmas (la puesta solo tira por ahí en la breve escena del
escondite, y la verdad es que el resultado no es muy convincente) en
el que el pasado y el futuro se entremezclan. Un poco al estilo de
Anthony Powell, un poco al de Retorno a Brideshead. Pero con
todas las opciones que la historia planteaba (después de todo, una
de las cosas más fascinantes que tiene el teatro es su capacidad
para jugar con el tiempo), el autor no quiso (aunque nos tememos que
no pudo) imbricar los diferentes tiempos y se limitó a una sucesión
de presentes que más que ofrecer una fluidez narrativa (aunque no
lineal), se divide en compartimentos estancos que solo se
entremezclan cuando al autor le viene bien, y a través de los peores
recursos: referencias casi paranormales y reiteración de motivos.
Lo
que El tiempo y los Conway es. Al parecer Juan Carlos Pérez de la Fuente llevaba mucho tiempo detrás de esta obra, y quizá la
ha pensado demasiado, porque esto también puede pasar: las escenas
están demasiado marcadas, como si cada una de ellas funcionara por
su lado. Y por el contrario, nos da la sensación de que el tiempo
para los ensayos ha sido demasiado escaso. Los actores no funcionan
como conjunto, sino que parece como si cada uno fuera por su lado.
Luisa Martín (por cierto, muy ágil en el momento del apagón, y muy
graciosa en las disculpas finales) sabe que tiene un buen personaje,
pero en los momentos en los que necesita el apoyo de los otros
intérpretes se encuentra demasiado ajena, como si ella sí fuera un
espectro. Nuria Gallardo se lleva la parte más importante de la
función, pero mientras su Kay adulta es capaz de mostrar su
frustración y su desengaño, en los momentos de veinteañera les
falta convicción. El resto del reparto también tiene dificultades
para un cambio de registros a la vez demasiado obvio (para las
intenciones del autor) y bastante mal explicado (está bien que el
espectador tenga que intuir algunas tramas subterráneas, pero lo que
no se le puede pedir es que se las apañe él solo para adivinar todo
lo que ha pasado).
La
versión de Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño nos sorprende por
su tono demasiado... “españolizado”. Sí, no vamos a caer en la
pretensión de que la obra mantenga su inglesidad en la puesta en
escena española, pero con un espacio y un tiempo tan marcados, nos
esperaríamos al menos una elevación de tono, aunque quedara
pretérita, que esta actualización casi castiza. La escenografía de
Pérez de la Fuente es quizá un poco evidente en su propuesta de
relato metateatral (por cierto, otro camino interesante abandonado),
y el vestuario de Javier Artiñano está entre lo mejor de toda la
función. De la iluminación mejor no hablamos...
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