No es casualidad que la última
vez que pisamos el Pavón fuera para ver otra puesta de Ernesto Caballero, El café. Uno de los motivos de nuestro alejamiento de la
Compañía Nacional de Teatro Clásico se debió a que ya fuera
Calderón el representado, lo fuera Lope, Tirso o cualquier otro
dramaturgo áureo, todo nos sabían igual (y, además, un poco
sosos). Pocas esperanzas tenemos de que las cosas cambien bajo la
dirección de Helena Pimenta; todo lo contrario sucede con la noticia
de que Caballero va a ser el nuevo encargado del Centro Dramático
Nacional. No sabemos cómo le irán las cosas de la gestión, pero en
cuanto a su proyecto teatral, tiene toda nuestra admiración.
En la vida todo es verdad y todo es mentira (título que hoy no pasaría el primer corte en
una sesión de mercadotecnia) empieza con claros ecos de La
Tempestad. Sin embargo, el poco favorecedor vestuario de CurtAllen Wilmer hace que el mago Lisipo de Jesús Barranco recuerde más
al decano Pelton de Community que al Próspero shakesperiano. No
sabemos si en la obra original aparece esta introducción para poner
al espectador en antecedentes, pero en cualquier caso el esfuerzo es
en vano: cuando aparece Ramón Barea y empieza a contarnos la
historia a toda velocidad, nos perdemos casi de inmediato. A lo largo
de la obra habrá varios momentos de “¿pero este quién es?”,
“¿de dónde ha salido esa?”, “¿entonces qué había pasado
antes?”. Por suerte, la situación siempre acaba por encarrilarse y
el espectador concluye con un “ah, ahora lo entiendo”.
Pero nos tememos que nos hemos
dejado llevar por la confusión. Estábamos con Ramón Barea, que
compone un Focas poderoso, aunque un poco acelerado por momentos.
Pronto también hace presencia Carmen del Valle, a quien el vestuario
le sienta un poco mejor y que sabe imponer su fortaleza a un
personaje cuya evolución aparece demasiado cambiante. Junto a ellos
hay un grupo de seguidores que triunfa en los momentos de apoyo
musical y de músculo, y fracasa cuando se transforman en animales.
Siempre nos ha parecido un poco ridículo cuando los actores hacen de
perros o gaviotas, o lo que sea, un poco como cuando Yvan Attal hacía
de flor en Mi mujer es una actriz.
Tras
la aparición de Karina Garantivá (“¿y esa qué quiere?”),
ligeramente fuera de tono, se materializa el cogollo de la historia.
Tenemos al viejo prudente (convincente José Luis Esteban) y a sus
dos asilvestrados muchachos: el felizmente reencontrado Iñaki Rikarte y el muy inquietante Jorge Machín. Aquí es cuando Calderón
pone las cartas sobre la mesa: el emperador busca a su hijo y al hijo
de su enemigo. Debe matar a uno y entronizar a otro. Pero ¿qué
hacer cuando no sabe quién es quién? Buen planteamiento, sí señor.
También entonces Caballero pone lo mejor de sí mismo: la escena en
la que los dos falsos hermanos y las dos falsas cazadoras se
enfrentan pone de manifiesto sin aspavientos, con brillantez, todo el
trasfondo de la obra, las apariencias, el juego de espejos, la
dificultad para distinguir realidad y ficción.
A
este respecto, un muy hábil truco de escenografía de José Luis Raymond (al que se une una excelente iluminación de Paco Ariza)
ayuda a involucrar al espectador en esta mise en abyme, sin peligro
de que se pierda. Pero, maldición, la obra sin duda invita a la
locura, y en un momento dado, Caballero y Raymond se dejan llevar por
ella. La escena en el palacio primero abre los ojos del espectador
hasta dejarlos secos. Después empezamos a buscar referencias. Una
isla perdida, sucesos inexplicables, un oso polar... ¿no estaremos
hablando de Perdidos? Y esos personajes que actúan como autómatas,
¿no recuerdan a La invención de Morel? Bueno, más que un sueño,
se trata de una pesadilla, y pasa pronto.
Al
final todo se acelera. La música, cada vez más presente (y, quizá
porque estábamos muy cerca, un poco demasiado alta) adquiere un
ritmo infernal y los acontecimientos, como se suele decir, se
precipitan. Sería digno de estudio el hecho de que en casi todas las
obras del Siglo de Oro, en el último acto, aparece un príncipe
pánfilo. En esta ocasión el papelón le toca a Carles Moreu, a cuya
credibilidad tampoco ayuda el recurso del micrófono. Llega la
batalla, un tipo de escena que casi nunca nos gusta como se resuelve,
y este caso no es una excepción, y ya está, la obra ha terminado.
Tras recuperarnos de los diversos shocks que hemos sufrido, llega el momento de recomponer las piezas. Como pasa con tantas obras de Calderón (y en este caso la relación con La vida es sueño es obvia), la cosa no parece tener ni pies ni cabeza. Detrás de una estructura caótica (que no pasaría el primer corte en un curso de escritura dramática), de un verso barroco tan deslumbrante como abrumador, de una puesta valiente, tantas veces acertada como desmedida, de unas actuaciones irregulares con momentos soberbios y otros en los que como que se embarullan, queda la sensación de que la intención del autor y del director ha quedado si no perfectamente plasmada, al menos tan disparatadamente representada como era menester.
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