lunes, 16 de enero de 2012

En la vida todo es verdad y todo es mentira (Teatro Pavón)


No es casualidad que la última vez que pisamos el Pavón fuera para ver otra puesta de Ernesto Caballero, El café. Uno de los motivos de nuestro alejamiento de la Compañía Nacional de Teatro Clásico se debió a que ya fuera Calderón el representado, lo fuera Lope, Tirso o cualquier otro dramaturgo áureo, todo nos sabían igual (y, además, un poco sosos). Pocas esperanzas tenemos de que las cosas cambien bajo la dirección de Helena Pimenta; todo lo contrario sucede con la noticia de que Caballero va a ser el nuevo encargado del Centro Dramático Nacional. No sabemos cómo le irán las cosas de la gestión, pero en cuanto a su proyecto teatral, tiene toda nuestra admiración.

En la vida todo es verdad y todo es mentira (título que hoy no pasaría el primer corte en una sesión de mercadotecnia) empieza con claros ecos de La Tempestad. Sin embargo, el poco favorecedor vestuario de CurtAllen Wilmer hace que el mago Lisipo de Jesús Barranco recuerde más al decano Pelton de Community que al Próspero shakesperiano. No sabemos si en la obra original aparece esta introducción para poner al espectador en antecedentes, pero en cualquier caso el esfuerzo es en vano: cuando aparece Ramón Barea y empieza a contarnos la historia a toda velocidad, nos perdemos casi de inmediato. A lo largo de la obra habrá varios momentos de “¿pero este quién es?”, “¿de dónde ha salido esa?”, “¿entonces qué había pasado antes?”. Por suerte, la situación siempre acaba por encarrilarse y el espectador concluye con un “ah, ahora lo entiendo”.

Pero nos tememos que nos hemos dejado llevar por la confusión. Estábamos con Ramón Barea, que compone un Focas poderoso, aunque un poco acelerado por momentos. Pronto también hace presencia Carmen del Valle, a quien el vestuario le sienta un poco mejor y que sabe imponer su fortaleza a un personaje cuya evolución aparece demasiado cambiante. Junto a ellos hay un grupo de seguidores que triunfa en los momentos de apoyo musical y de músculo, y fracasa cuando se transforman en animales. Siempre nos ha parecido un poco ridículo cuando los actores hacen de perros o gaviotas, o lo que sea, un poco como cuando Yvan Attal hacía de flor en Mi mujer es una actriz.

Tras la aparición de Karina Garantivá (“¿y esa qué quiere?”), ligeramente fuera de tono, se materializa el cogollo de la historia. Tenemos al viejo prudente (convincente José Luis Esteban) y a sus dos asilvestrados muchachos: el felizmente reencontrado Iñaki Rikarte y el muy inquietante Jorge Machín. Aquí es cuando Calderón pone las cartas sobre la mesa: el emperador busca a su hijo y al hijo de su enemigo. Debe matar a uno y entronizar a otro. Pero ¿qué hacer cuando no sabe quién es quién? Buen planteamiento, sí señor. También entonces Caballero pone lo mejor de sí mismo: la escena en la que los dos falsos hermanos y las dos falsas cazadoras se enfrentan pone de manifiesto sin aspavientos, con brillantez, todo el trasfondo de la obra, las apariencias, el juego de espejos, la dificultad para distinguir realidad y ficción.

A este respecto, un muy hábil truco de escenografía de José Luis Raymond (al que se une una excelente iluminación de Paco Ariza) ayuda a involucrar al espectador en esta mise en abyme, sin peligro de que se pierda. Pero, maldición, la obra sin duda invita a la locura, y en un momento dado, Caballero y Raymond se dejan llevar por ella. La escena en el palacio primero abre los ojos del espectador hasta dejarlos secos. Después empezamos a buscar referencias. Una isla perdida, sucesos inexplicables, un oso polar... ¿no estaremos hablando de Perdidos? Y esos personajes que actúan como autómatas, ¿no recuerdan a La invención de Morel? Bueno, más que un sueño, se trata de una pesadilla, y pasa pronto.

Al final todo se acelera. La música, cada vez más presente (y, quizá porque estábamos muy cerca, un poco demasiado alta) adquiere un ritmo infernal y los acontecimientos, como se suele decir, se precipitan. Sería digno de estudio el hecho de que en casi todas las obras del Siglo de Oro, en el último acto, aparece un príncipe pánfilo. En esta ocasión el papelón le toca a Carles Moreu, a cuya credibilidad tampoco ayuda el recurso del micrófono. Llega la batalla, un tipo de escena que casi nunca nos gusta como se resuelve, y este caso no es una excepción, y ya está, la obra ha terminado.

Tras recuperarnos de los diversos shocks que hemos sufrido, llega el momento de recomponer las piezas. Como pasa con tantas obras de Calderón (y en este caso la relación con La vida es sueño es obvia), la cosa no parece tener ni pies ni cabeza. Detrás de una estructura caótica (que no pasaría el primer corte en un curso de escritura dramática), de un verso barroco tan deslumbrante como abrumador, de una puesta valiente, tantas veces acertada como desmedida, de unas actuaciones irregulares con momentos soberbios y otros en los que como que se embarullan, queda la sensación de que la intención del autor y del director ha quedado si no perfectamente plasmada, al menos tan disparatadamente representada como era menester. 

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