Ante
el inesperado aluvión de estrenos apetecibles tuvimos que hacer algo
que nos da ataques de pánico: elegir. Lo peor no era que, debido a
nuestra experiencia, supusiéramos que eligiéramos la obra que
fuera, luego siempre íbamos a pensar que nos habíamos equivocado,
sino que en el teatro la decisión no tiene remedio. Una película
puedes volver a verla en cualquier momento, un cuadro casi seguro que
te lo puedes encontrar más tarde en algún museo. Un grupo volverá
a reunirse tarde o temprano. Pero con el teatro, si pierdes la
oportunidad, no hay marcha atrás. Auque eso también es parte de su
magia. En cualquier caso, después de decantarnos por José K. Torturado,
y por una vez, no nos sentimos defraudados.
Cierto
que, casi sin querer, hemos seguido la carrera de Carles Alfaro desde
aquel estupendo montaje de La caída
en la Abadía hace casi ocho años. También es verdad que el tema de
la obra no puede ser más interesante. Y que la programación del
Teatro Español tiene la máxima garantía. Pero no nos engañemos,
si al final decidimos ver esta obra fue por la presencia de Pedro Casablanc. A pocos actores podemos imaginárnoslos en un papel tan
complejo como el de José K. (quizá Francesc Orella, al que
descubrimos gracias a Alfaro, por cierto, sea uno de ellos). Y, si no
otra cosa, este montaje es una oportunidad para ver a Casablanc en
todo su esplendor.
Nada
de expresión corporal. Nada de interacción con otros intérpretes.
Ni el más mínimo resquicio para el lucimiento exhibicionista. Desde
que se apagan las luces, solo tenemos a Casablanc, metido en una
pequeña jaula de cristal, desnudo y atado de pies y manos. Para
contar la terrible historia que nos ha preparado solo dispone de su
gestualidad y de su voz. No es poca cosa. Al principio Casablanc
habla en un tono bajo, pausado, parece casi imposible que se le
entienda con tanta claridad (a pesar de algunas inoportunas toses).
Después se enciende una pantalla con un gran primer plano de la cara
del actor. En principio no somos muy amigos del uso de vídeos en
teatro (ya se sabe, eso de que se llevan toda la atención), pero en
este caso, la verdad es que no encontramos otra alternativa. Poco a
poco, la jaula se va empañando y, por mucho que uno quiera evitarlo,
acaba por centrarse casi exclusivamente en la pantalla.
Lo
cierto es que cada uno de los recursos de la puesta en escena nos
parece el adecuado (bueno, con la excepción del uso de la música:
se utiliza poco y es leve, pero por nosotros, ni eso). La disposición
escénica, las luces, la pantalla... todo nos parece bien. Y sin
embargo, después de todo, nosotros solo comentamos la obra. Por muy
satisfechos que estemos con el resultado, de un director se podría
exigir más imaginación, que nos llevara más allá de lo esperado.
Pero suponemos que son ganas de poner pegas, no estamos contentos ni
cuando las cosas se hacen a nuestra medida.
Una
vez más demasiado tarde, llegamos al texto. Javier Ortiz sí que
supo evitar todos los peligros de un monólogo plagado de trampas. En
un principio el espectador piensa en Los justos
(curioso que aparezca por segunda vez Camus en este texto), pero si
es aquella obra los protagonistas dudaban de todo, aquí José K. no
vacila ni por un instante ante la determinación de ser un
terrorista. El busilis del asunto está precisamente en que José
K., por muy monstruoso que sea, tiene sus razones, que no se pueden
obviar con un simple posicionamiento de superioridad moral. Es
difícil para las mentes biempensantes encontrar un término medio
entre su odio al terrorista y el rechazo a la tortura; entre la
conciencia de un mundo injusto y su complacencia comodona. Todo esto
tenemos que tragárnoslo sin poder apartar la mirada.
Porque,
y volvemos a Casablanc, qué convicción tiene José K., qué de
certezas, qué claridad de pensamiento. Y todo ello manifestado en la
más horribles de las acciones, el asesinato indiscriminado. Qué
fuerza tiene que tener Casablanc para transmitir todo esto sin tan
siquiera poder mover las manos (pregunta inoportuna: ¿cómo haría
un actor italiano este papel?). Odio, furia, determinación,
inteligencia, venganza, autoconciencia, idealismo, amor, humor,
patetismo... Prácticamente todas los sentimientos pasan por esos ojos que nos miran sin piedad. Hasta la renuncia final.
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