viernes, 20 de abril de 2012

Una luna para los desdichados (Matadero Madrid)


A primera vista, este montaje de Una luna para los desdichados parece inclinarse por la excentricidad. Para empezar, tenemos una ambientación que nos descoloca. Parecería que estamos en uno de esos pueblos perdidos de los Apalaches o del profundo Sur, tipo El camino del tabaco, y sin embargo nos encontramos en Connecticut, que siempre nos imaginamos como el destino de fin de semana de los ricos neoyorquinos. También la tierra, que al entrar es verde y brillante, adquiere un tono lunar y desolado. Destacamos desde ya el gran trabajo de Elisa Sanz en la escenografía y vestuario, realistas y a la vez metafóricos sin forzar en ningún aspecto, y también la iluminación de José Manuel Guerra, precisa y sutil.

Pero este es solo el primero de los descoloques. La elección de los actores también es llamativa. Ni Mercè Pons ni Eusebio Poncela parecerían en principio las opciones más evidentes para encarnar a Josey y Jim, es como si John Strasberg hubiera querido jugar a la contra. Y la apuesta le sale bien. Otro toque inesperado es la escena de Ricardo Moya, un momento de pura comedia casi fuera de contexto, pero que funciona a la perfección.

Sin embargo, hay otros aspectos en los que Una luna no es capaz de salvar los escollos. La última obra de O'Neill parece mostrar el agotamiento de su creador, y la trama da vueltas una y otra vez sin parecer ir a ningún sitio (o, al menos, da la sensación de que se podría haber llegado de manera más directa). La primera escena entre Pons y José Pedro Carrión es una constante reiteración de un mismo plan, repetido de tantas maneras que cuando se descubre su falsedad todo suena a timo no argumental, sino de estilo. Lo peor es que en la segunda parte se vuelve una vez más al mismo tema y la segunda escena larga entre padre e hija es de una redundancia casi extenuante que la versión de Ana Antón Pacheco, en otros aspectos tan acertada, no ha sabido aligerar.

Afortunadamente, son bajones puntuales en una obra en la que el juego dramático entre los actores funciona a la perfección. La complicidad entre Pons y Carrión es más evidente en su intercambio de miradas y de gestos que con toda la verborrea del mundo. En cuanto a la gran escena de la obra, la confesión de Poncela, esta expuesta con una delicadeza conmovedora. La dirección de Strasberg sabe captar el tono melancólico y desabrido de sus personajes, conduciendo la evolución de la obra desde lo más abrupto hacia un humanismo emocional.

Mercè Pons construye una Josey que, aunque nada concorde a lo descrito por O'Neill, es capaz de crearse una personalidad propia, esquiva y casi despojada, aunque sin caer en el horrible estereotipo de la mujer martir. José Pedro Carrión llena la escena con su personaje diabólico y santo, intolerante pero débil, que necesita a su hija pero es incapaz de expresarse más allá de la utilización de improperios y golpes. Eusebio Poncela, que consigue que su borracho no sea insoportable, que sería lo más habitual, está perfecto como el heredero desamparado que lleva el arrepentimiento y la muerte inscritos en el rostro.

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Al terminar la representación de 'Tis Pity She's a Whore nos hizo gracia que nada más encenderse las luces alguien soltara un espontáneo y sentido "Ole". Nuestra moderación nos impide esas muestras de entusiasmo, pero espero que la admiración quede clara en nuestro comentario. Enhorabuena por su trabajo.

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