A
primera vista, este montaje de Una luna para los desdichados
parece inclinarse por la excentricidad. Para empezar, tenemos una
ambientación que nos descoloca. Parecería que estamos en uno de
esos pueblos perdidos de los Apalaches o del profundo Sur, tipo El camino del tabaco, y sin embargo nos encontramos en Connecticut,
que siempre nos imaginamos como el destino de fin de semana de los
ricos neoyorquinos. También la tierra, que al entrar es verde y
brillante, adquiere un tono lunar y desolado. Destacamos desde ya el
gran trabajo de Elisa Sanz en la escenografía y vestuario, realistas
y a la vez metafóricos sin forzar en ningún aspecto, y también la
iluminación de José Manuel Guerra, precisa y sutil.
Pero
este es solo el primero de los descoloques. La elección de los
actores también es llamativa. Ni Mercè Pons ni Eusebio Poncela
parecerían en principio las opciones más evidentes para encarnar a
Josey y Jim, es como si John Strasberg hubiera querido jugar a la
contra. Y la apuesta le sale bien. Otro toque inesperado es la escena
de Ricardo Moya, un momento de pura comedia casi fuera de contexto,
pero que funciona a la perfección.
Sin
embargo, hay otros aspectos en los que Una luna no es capaz de
salvar los escollos. La última obra de O'Neill parece mostrar el
agotamiento de su creador, y la trama da vueltas una y otra vez sin
parecer ir a ningún sitio (o, al menos, da la sensación de que se
podría haber llegado de manera más directa). La primera escena
entre Pons y José Pedro Carrión es una constante reiteración de un
mismo plan, repetido de tantas maneras que cuando se descubre su
falsedad todo suena a timo no argumental, sino de estilo. Lo peor es
que en la segunda parte se vuelve una vez más al mismo tema y la
segunda escena larga entre padre e hija es de una redundancia casi
extenuante que la versión de Ana Antón Pacheco, en otros aspectos
tan acertada, no ha sabido aligerar.
Afortunadamente,
son bajones puntuales en una obra en la que el juego dramático entre
los actores funciona a la perfección. La complicidad entre Pons y
Carrión es más evidente en su intercambio de miradas y de gestos
que con toda la verborrea del mundo. En cuanto a la gran escena de la
obra, la confesión de Poncela, esta expuesta con una delicadeza
conmovedora. La dirección de Strasberg sabe captar el tono
melancólico y desabrido de sus personajes, conduciendo la evolución
de la obra desde lo más abrupto hacia un humanismo emocional.
Mercè
Pons construye una Josey que, aunque nada concorde a lo descrito por
O'Neill, es capaz de crearse una personalidad propia, esquiva y casi
despojada, aunque sin caer en el horrible estereotipo de la mujer
martir. José Pedro Carrión llena la escena con su personaje
diabólico y santo, intolerante pero débil, que necesita a su hija
pero es incapaz de expresarse más allá de la utilización de
improperios y golpes. Eusebio Poncela, que consigue que su borracho
no sea insoportable, que sería lo más habitual, está perfecto como
el heredero desamparado que lleva el arrepentimiento y la muerte
inscritos en el rostro.
OLE Y GRACIAS, ABRASO
ResponderEliminarAl terminar la representación de 'Tis Pity She's a Whore nos hizo gracia que nada más encenderse las luces alguien soltara un espontáneo y sentido "Ole". Nuestra moderación nos impide esas muestras de entusiasmo, pero espero que la admiración quede clara en nuestro comentario. Enhorabuena por su trabajo.
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