martes, 24 de abril de 2012

Farsas y églogas (Teatro Pavón)


Contado, el proyecto de Nao d'amores parece de lo más loable. Rescatar textos anteriores al Siglo de Oro, poco conocidos y menos representados, y además tratarlos con una puesta en escena esencialista, con un cuidado exquisito por los detalles, la música y la estética, no se merecen otra cosa que el respeto, y nos parece estupendo que la Compañía Nacional de Teatro Clásico apoye esta labor. Ahora bien, cuando se trata de ver el espectáculo, ya es otro cantar.

No sabemos si Ana Zamora es una de estas especialistas que domina tanto una materia que se olvida de que el resto de los mortales no comparten sus conocimientos, o si simplemente si no le importa, pero el resultado viene a ser el mismo: que primero no sabes muy bien lo que te están contando y poco después ya ni te importa.

Que estas Farsas y églogas de Lucas Fernández estén dichas en una mezcla de castellano y portugués desde luego no ayuda al espectador lego, pero con una considerable cantidad de ganas e intención se podría salvar el obstáculo. Lo que es más difícil es que tras la cencerronada inicial y la primera farsa, se siga manteniendo interés por estas desventuras pastoriles de discutible encanto. Algún atrevido podría calificarlas de matrimoniadas del siglo XV, pero nosotros nos moderaremos al calificarlas como bromas de pastores.

Por supuesto, la clave está en el tono. A partir de cierto momento, nos da bastante igual lo que estén diciendo y recuperamos esa familiar sensación que tantas veces hemos experimentado como espectadores de cierto teatro clásico español: la desconexión. Quizá sea algo que impregna el ambiente del feo teatro Pavón (por ser indulgentes), pero ya hemos vivido demasiadas veces eso de sentarte a ver un prodigio de la cultura nacional, y al rato estar pensando en la cena. Porque todo puede ser muy bonito, muy ponderado y exquisito, de igual manera que podría ser espectacular y manirroto, pero si la historia no te engancha, va a ser muy difícil que la consciencia permanezca en sus cabales.

Como decíamos al principio, hay muchas cosas que alabar en el trabajo de Ana Zamora. Se nota que nada está dejado al azar (aunque el que se note, quizá no sea tan bueno); la escenografía de David Faraco (con su aplaudido truco final) es sencilla pero convincente; el vestuario de Deborah Macias está bien pensado en su conjunto y para sus diversas utilidades; y la música dirigida por Alicia Lázaro es la guinda de un espectáculo más esteticista que dramático. También la labor de los actores está exenta de reproches, con una Elena Rayos que desfila por todos los muestrarios de cazurrería y un José Vicente Ramos divertido y más inteligible en su expresión corporal que en la verbal.

Durante todo el espectáculo hubo ocasionales muestras de agrado (reconocemos que alguna nos pillaron in albis: ¿qué ha pasado?) y al final se recogieron importantes ovaciones, así que al parecer nuestra opinión no es mayoritaria. Pero nos preguntamos si un espectador nuevo, alguien que se acerca inocentemente al teatro (como pretendemos hacer nosotros), al ver una obra como estas Farsas y églogas, se plantearía volver a pisar en su vida una platea. No todo el teatro tiene que ser para todos los públicos, faltaría más, pero sí que nos gustaría pasárnoslo mejor. Es nuestra debilidad.

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