Contado,
el proyecto de Nao d'amores parece de lo más loable. Rescatar textos
anteriores al Siglo de Oro, poco conocidos y menos representados, y
además tratarlos con una puesta en escena esencialista, con un
cuidado exquisito por los detalles, la música y la estética, no se
merecen otra cosa que el respeto, y nos parece estupendo que la
Compañía Nacional de Teatro Clásico apoye esta labor. Ahora bien,
cuando se trata de ver el espectáculo, ya es otro cantar.
No
sabemos si Ana Zamora es una de estas especialistas que domina tanto
una materia que se olvida de que el resto de los mortales no
comparten sus conocimientos, o si simplemente si no le importa, pero
el resultado viene a ser el mismo: que primero no sabes muy bien lo
que te están contando y poco después ya ni te importa.
Que
estas Farsas y églogas de Lucas Fernández estén dichas en
una mezcla de castellano y portugués desde luego no ayuda al
espectador lego, pero con una considerable cantidad de ganas e
intención se podría salvar el obstáculo. Lo que es más difícil
es que tras la cencerronada inicial y la primera farsa, se siga
manteniendo interés por estas desventuras pastoriles de discutible
encanto. Algún atrevido podría calificarlas de matrimoniadas del
siglo XV, pero nosotros nos moderaremos al calificarlas como bromas
de pastores.
Por
supuesto, la clave está en el tono. A partir de cierto momento, nos
da bastante igual lo que estén diciendo y recuperamos esa familiar
sensación que tantas veces hemos experimentado como espectadores de
cierto teatro clásico español: la desconexión. Quizá sea algo que
impregna el ambiente del feo teatro Pavón (por ser indulgentes),
pero ya hemos vivido demasiadas veces eso de sentarte a ver un
prodigio de la cultura nacional, y al rato estar pensando en la cena.
Porque todo puede ser muy bonito, muy ponderado y exquisito, de igual
manera que podría ser espectacular y manirroto, pero si la historia
no te engancha, va a ser muy difícil que la consciencia permanezca
en sus cabales.
Como
decíamos al principio, hay muchas cosas que alabar en el trabajo de
Ana Zamora. Se nota que nada está dejado al azar (aunque el que se
note, quizá no sea tan bueno); la escenografía de David Faraco (con
su aplaudido truco final) es sencilla pero convincente; el vestuario
de Deborah Macias está bien pensado en su conjunto y para sus
diversas utilidades; y la música dirigida por Alicia Lázaro es la
guinda de un espectáculo más esteticista que dramático. También
la labor de los actores está exenta de reproches, con una Elena Rayos que desfila por todos los muestrarios de cazurrería y un José Vicente Ramos divertido y más inteligible en su expresión corporal
que en la verbal.
Durante
todo el espectáculo hubo ocasionales muestras de agrado (reconocemos
que alguna nos pillaron in albis: ¿qué ha pasado?) y al final se
recogieron importantes ovaciones, así que al parecer nuestra opinión
no es mayoritaria. Pero nos preguntamos si un espectador nuevo,
alguien que se acerca inocentemente al teatro (como pretendemos hacer
nosotros), al ver una obra como estas Farsas y églogas, se
plantearía volver a pisar en su vida una platea. No todo el teatro
tiene que ser para todos los públicos, faltaría más, pero sí que
nos gustaría pasárnoslo mejor. Es nuestra debilidad.
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