En
Vida en escena tenemos tantos prejuicios como el que más; sin
embargo, cuando comienza una función ponemos nuestra doctrina
crítica a cero y esperamos que nos convenzan. Por eso obras como
esta muy libre adaptación de La Regenta de Marina Bollaín y
Vanessa Montfort nos lo pone tan difícil: nos ha gustado mucho, pero
no sabemos explicarnos muy bien por qué.
Para
empezar, la obra tarda mucho en carburar. Lo primero que tiene que
hacer el espectador es olvidarse de que se trata de una adaptación,
pues aparte de los nombres y de algunos mimbres dramáticos, todo lo
demás, desde la modernización (a veces demasiado remarcada, como
las continuas referencias a twitter, facebook o skype), hasta las
relaciones de los personajes han sido modificadas a conciencia. Se
suele decir que lo importante es mantener el espíritu, pero aquí lo
que Bollaín y Monfort han intentado ha sido centrarse, más que en
el drama de Ana Ozores, pensamos, en el tema de la hipocresía, que
es el verdadero carácter de todos los personajes y del medio social
en el que se mueven.
Decíamos
que la obra arranca lenta, y nos hemos desviado para hacerle honor.
Creemos que el espectador tarda en implicarse porque la función se
divide en dos estilos muy diferenciados: por un lado está el show
televisivo, que va por la vertiente más farsesca; divertida, es
cierto, pero que también cae en la vulgaridad de los modelos que
imita. Por otra parte, está la verdadera acción, los episodios casi
esquemáticos que llevan a Ana Ozores de una leve crisis de identidad
a situarse al borde del ataque de nervios. Las transiciones entre
ambas esferas está bien conseguida, pero es inevitable el choque
entre dos tonos casi opuestos. Parece que Bollaín no sabía por cuál
de los dos decidirse y al final ha optado por tirar por el camino de
en medio.
Otro
motivo para la reticencia es el trabajo de Mariona Ribas como Ana.
Quizá el problema no es tanto suyo, que sabe moldear el personaje y
hacerlo evolucionar paso a paso, aunque con cierta falta de
intensidad, como de su papel. Obviamente la Regenta es el centro de
la obra, pero a menudo parece tener falta de entidad, como si todo
ocurriera a su alrededor sin que se dé cuenta. Solo al final, cuando
la desolación y el desamparo son ya totales, la fragilidad que ha
mostrado a lo largo de la función se hacen más comprensibles.
Esta
ambivalencia también se hace notar en otros personajes. David Luque
logra hacerse con esa atención que le pertenecía a Ribas
construyendo un Fermín del Pas cínico y manipulador, muy elegante
en sus maneras y muy canalla en sus propósitos. El pero viene en
ciertas obviedades: sin en cine a veces un primer plano hace
demasiado evidentes las intenciones, en teatro una mirada retorcida
de más puede echar por tierra la sutileza exigible.
Chiqui Fernández, como periodista sin escrúpulos, tiene mucha gracia y consigue que las partes del plató de televisión tengan ritmo y soltura, pero también cae a veces en la vulgaridad que comentábamos, como en sus exageradas carcajadas. Ángel Savin tiene que apechugar con el papel de mariquita mala, muy gracioso en sus apuntes, pero cuyo papel queda un poco desvaído, como si no se supiera muy bien qué hace ahí. Alberto Vázquez y Paca López tiene papeles casi de comparsa, sobre todo el primero, un monigote que, como al final, casi podría haberse quedado en off, mientras que Raúl Sanz asume muy convincentemente el papel de actor de cine chulesco y venido a menos, aunque le falta convicción en sus momentos con Ribas.
El juego escénico entre el hortera plató de televisión y el círculo exterior que sirve para las diferentes escenas íntimas está muy bien resuelto gracias a la eficaz escenografía de Ricardo Sánchez-Cuerda y la cambiante iluminación de Felipe Ramos. También merece mención el sugerente vestuario de Rosa García Andújar.
Mientras veíamos el espectáculo, tan pronto encontrábamos pegas a muchas de las soluciones de Bollaín y a las opciones interpretativas como nos dábamos cuenta de que estábamos disfrutando con lo que veíamos. El final llegó mucho antes de que nos lo esperáramos y teníamos esa sensación de que nos había gustado mucho lo que habíamos visto. ¿Por qué? Habrá que preguntárselo al terapéuta.
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