Que
una obra como A cielo abierto, estructurada alrededor de largas
discursos, a veces casi monólogos, e intercambios de ideas que
bordean lo retórico, alcance su punto álgido en sus momentos de
silencio, no solo muestra que estamos ante teatro de verdad y no un
simple sermón comprometido, sino que José María Pou ha logrado
elevarse por encima de regodeos declamatorios y forzadas
declaraciones políticas para construir un relato emocionante y vivo.
Porque
hay que reconocer que de inicio la empresa parece arriesgada, casi
heroica. Como decía un crítico francés durante el apogeo del
intelectualismo engagné, en el teatro de ideas suele haber más
ideas que teatro. No hay nada más aburrido que personajes declamando
sus principios, y por lo demás es un ejercicio totalmente estéril,
pues como es sabido lo normal es que estos predicamentos solo lleguen
a los ya convencidos.
Pero
David Hare es demasiado inteligente como para caer en estos vicios,
peor que ineficaces: pasados de moda. Al contrario que en ciertas
piezas de Jean-Claude Brisville, no estamos aquí ante una de esas
obras en las que hay un personaje genial, brillante y con el que
siempre estamos de acuerdo y otro que solo sirve para darle pie y
para caernos fatal. Es cierto que también aquí Kyra se lleva la
simpatía del público, pero no sin dejar al descubierto algunos
puntos oscuros (a nosotros en particular nos carga un poco su
inflamación evangelizadora). Por otra parte, aunque Tom podría
haber caído fácilmente en lo grotesco, es defendido con pasión e
inteligencia: no pocas veces nos sorprendemos dándole la razón en
sus diatribas.
Como
es natural, gran parte de la responsabilidad en la humanización de
los personajes recae en el trabajo de los actores. Nathalie Poza
empieza algo fría, como su apartamento. Pero poco a poco va
imponiéndose. Pasa de evitar la batalla, casi transmitiendo una
ausencia mental, a remangarse y devolver directo con directo (por
cierto, parece que a Pou le ha quedado un poso de su reciente versión
de ¿Quién teme a Virginia Woolf?). Poza no manifiesta su intensidad
a base de gritos o espasmos, sino de una manera recogida, de
explosión lenta. Pero cuando tiene que defender su punto de vista,
ay, cualquiera se pone en medio.
Hacía
tiempo que no disfrutábamos de un Pou tan inmenso. Aparte de algún
experimento que preferimos olvidar, sus últimas interpretaciones nos
habían parecido algo conformistas. Aquí sin embargo tiene el valor
de defender al personaje antipático y de prestarle su alma con todas
las consecuencias. Es divertido cuando tiene que serlo, a veces
encantador (consigue que nos creamos que Kyra se enamoré de él pese
a todos sus defectos), pero también aterrador y odioso precisamente
cuando parece ser más él mismo.
En
su papel de director y adaptador no se muestra menos diestro. Con los
elementos justos, consigue unos resultados de una riqueza boyante.
Tanto el ritmo, que evita el atropello mediante pausas medidas al
milímetro, como el cuidado por los detalles hacen que la obra fluya
sin altibajos. De alguna manera consigue que el maridaje imposible
entre obra de tesis e historia de amor converjan sin que ninguna de
las dos quede descompensada o fuera de tono.
La
última escena es un nuevo desafío de casi imposible resolución.
Tras un clímax de esos que te dejan tiritando, se vuelven a encender
las luces. Tras la lucha de titanes, llega Sergi Torrecilla, que en
su primera aparición no nos había acabado de convencer en su
hiperactividad. Además, parece que vamos a caer en cierto
simbolismo, lo cual es todavía más ineficaz y demodé que el teatro
con mensaje. Y sin embargo, la emoción sigue ahí, literalmente, no
solo la estás sintiendo, sino que puedes verla. Lo que decíamos,
teatro por encima de todo.
Pero
algo malo tenemos que decir de la función, y es que fue escandalosa.
Pero no en el buen y habitual buen sentido, sino en el ruidoso. Hasta
cuatro móviles pudimos oír, y uno incluso fue respondido. Sabemos
del recorte de presupuestos generalizado, pero no estaría mal
establecer una guardia de emergencia que a la salida de los teatros
se encargara de fusilar a la gentuza a la que todavía le suena el
móvil en el teatro y a los que se van durante la ronda de aplausos.
Seguro que habría muchos voluntarios (no tan seguro sería el valor
ejemplarizante de la medida, la estulticia de los sujetos cuyos
aparatos son más smart que ellos no tiene límites). Pero es que
durante la obra también se produjo un bombardeo constante de toses
(habrá que adaptar la sentencia de James Agate según la cual nadie
va al teatro en Inglaterra a menos que tenga bronquitis), la
inevitable y torpe desenvoltura de un par de caramelos y hasta
conversaciones explicativas sobre qué ha dicho ella y por qué.
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