martes, 19 de marzo de 2013

A cielo abierto, Teatro Español


Que una obra como A cielo abierto, estructurada alrededor de largas discursos, a veces casi monólogos, e intercambios de ideas que bordean lo retórico, alcance su punto álgido en sus momentos de silencio, no solo muestra que estamos ante teatro de verdad y no un simple sermón comprometido, sino que José María Pou ha logrado elevarse por encima de regodeos declamatorios y forzadas declaraciones políticas para construir un relato emocionante y vivo.

Porque hay que reconocer que de inicio la empresa parece arriesgada, casi heroica. Como decía un crítico francés durante el apogeo del intelectualismo engagné, en el teatro de ideas suele haber más ideas que teatro. No hay nada más aburrido que personajes declamando sus principios, y por lo demás es un ejercicio totalmente estéril, pues como es sabido lo normal es que estos predicamentos solo lleguen a los ya convencidos.

Pero David Hare es demasiado inteligente como para caer en estos vicios, peor que ineficaces: pasados de moda. Al contrario que en ciertas piezas de Jean-Claude Brisville, no estamos aquí ante una de esas obras en las que hay un personaje genial, brillante y con el que siempre estamos de acuerdo y otro que solo sirve para darle pie y para caernos fatal. Es cierto que también aquí Kyra se lleva la simpatía del público, pero no sin dejar al descubierto algunos puntos oscuros (a nosotros en particular nos carga un poco su inflamación evangelizadora). Por otra parte, aunque Tom podría haber caído fácilmente en lo grotesco, es defendido con pasión e inteligencia: no pocas veces nos sorprendemos dándole la razón en sus diatribas.

Como es natural, gran parte de la responsabilidad en la humanización de los personajes recae en el trabajo de los actores. Nathalie Poza empieza algo fría, como su apartamento. Pero poco a poco va imponiéndose. Pasa de evitar la batalla, casi transmitiendo una ausencia mental, a remangarse y devolver directo con directo (por cierto, parece que a Pou le ha quedado un poso de su reciente versión de ¿Quién teme a Virginia Woolf?). Poza no manifiesta su intensidad a base de gritos o espasmos, sino de una manera recogida, de explosión lenta. Pero cuando tiene que defender su punto de vista, ay, cualquiera se pone en medio.

Hacía tiempo que no disfrutábamos de un Pou tan inmenso. Aparte de algún experimento que preferimos olvidar, sus últimas interpretaciones nos habían parecido algo conformistas. Aquí sin embargo tiene el valor de defender al personaje antipático y de prestarle su alma con todas las consecuencias. Es divertido cuando tiene que serlo, a veces encantador (consigue que nos creamos que Kyra se enamoré de él pese a todos sus defectos), pero también aterrador y odioso precisamente cuando parece ser más él mismo.

En su papel de director y adaptador no se muestra menos diestro. Con los elementos justos, consigue unos resultados de una riqueza boyante. Tanto el ritmo, que evita el atropello mediante pausas medidas al milímetro, como el cuidado por los detalles hacen que la obra fluya sin altibajos. De alguna manera consigue que el maridaje imposible entre obra de tesis e historia de amor converjan sin que ninguna de las dos quede descompensada o fuera de tono.

La última escena es un nuevo desafío de casi imposible resolución. Tras un clímax de esos que te dejan tiritando, se vuelven a encender las luces. Tras la lucha de titanes, llega Sergi Torrecilla, que en su primera aparición no nos había acabado de convencer en su hiperactividad. Además, parece que vamos a caer en cierto simbolismo, lo cual es todavía más ineficaz y demodé que el teatro con mensaje. Y sin embargo, la emoción sigue ahí, literalmente, no solo la estás sintiendo, sino que puedes verla. Lo que decíamos, teatro por encima de todo.

Pero algo malo tenemos que decir de la función, y es que fue escandalosa. Pero no en el buen y habitual buen sentido, sino en el ruidoso. Hasta cuatro móviles pudimos oír, y uno incluso fue respondido. Sabemos del recorte de presupuestos generalizado, pero no estaría mal establecer una guardia de emergencia que a la salida de los teatros se encargara de fusilar a la gentuza a la que todavía le suena el móvil en el teatro y a los que se van durante la ronda de aplausos. Seguro que habría muchos voluntarios (no tan seguro sería el valor ejemplarizante de la medida, la estulticia de los sujetos cuyos aparatos son más smart que ellos no tiene límites). Pero es que durante la obra también se produjo un bombardeo constante de toses (habrá que adaptar la sentencia de James Agate según la cual nadie va al teatro en Inglaterra a menos que tenga bronquitis), la inevitable y torpe desenvoltura de un par de caramelos y hasta conversaciones explicativas sobre qué ha dicho ella y por qué. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario