domingo, 10 de marzo de 2013

El café, Teatro de La Abadía


¿Qué diferencia una obra mendaz, hortera y vulgar de una obra que refleja un mundo mendaz, hortera y vulgar? Suponemos que la respuesta es “la ironía”, en cualquiera de sus acepciones, ya sea el distanciamiento, la parodia o las diversas graduaciones que marcan la distancia entre una realidad y su representación. Por eso el principal problema (de los múltiples) que tiene El café es que apenas hay resquicio para la ironía, y que cuando esta se muestra, es tan obvia que a su vez cae en lo mendaz, lo hortera o lo vulgar.

A estas alturas no estamos para ofendernos (¡ojalá esta función hubiera logrado provocarnos alguna reacción!), pero seguimos sin entender por qué maltratar una joya de Goldoni de una manera tan desalmada. Una opción es poner en escena la obra. Genial. Otra es no hacerlo. De acuerdo. Pero despreciar el material genuino y brillante por una adaptación mediocre no tiene sentido. Y parece que Goldoni no tiene buena suerte en La Abadía, porque hace unos años ya masacraron Argelino, servidor de dos amos.

Oh, pero si es una versión de Fassbinder. Como si fuera de Brecht: no hay nada en esta “actualización” que la haga superior a la original. Incluso supuestas coartadas sobre la necesidad de una puesta al día son absurdas: la obra de Goldoni es un clásico, y como tal sigue teniendo total vigencia; sin embargo, esta versión está tan definida que no es que no reconozcamos la realidad en ella, es que parece viejísima.

Y es que en esta puesta de Dan Jemmett confirma una de las verdades universales del teatro: no hay nada que pase tan pronto de moda como una obra de vanguardia. Incluso es curioso comprobar cómo, de dar tantos pasos hacia delante, se acaba en el punto de partida. Así, en el primer acto los interpretes actúan a la manera neoclásica, hablando de cara al público y sin apenas mirarse entre ellos. Si se abandonó esa práctica no fue solo para ganar en naturalismo, sino, como este Café revela, porque no funciona. Por cierto, que no diremos nada sobre los actores porque sabemos que algunos de ellos son grandes intérpretes y el hecho de que todos estén aquí asesinables no es culpa suya. 

En otra ocurrencia o gracia sin gracia (a lo mejor es humor alemán), en el último acto a los actores les da por el estilo melodramático y grandilocuente. A estas alturas hasta ellos parecen agotados, y lo que menos le apetece al público es entrar en interpretaciones sobre por qué ahora les ha dado por eso. Será algo antiburgués, o antiteatral, como ese desdeñoso saludo final (si nos hubieran quedado ganas de aplaudir, ese gesto hubiera acabado con ellas: el desdén con el desdén se paga).

Pero si hay algo que defina esta función, es la palabra cansina. Sí, son muy pesados. Como Jemmett no parece andar muy sobrado de ideas, repite dos ocurrencias hasta la extenuación: por una parte está la de convertir los cequiés en dólares, libras y euros. A las quinientas veces de repetirlo ya parece un recurso agotado. Y lo otro es esa insoportable manía de parar las escenas porque parece que los actores se han quedado sin fuelle y miran al horizonte perdidos.

Nosotros miramos al público, que sorprendentemente no daba muestras de enojo, pero llega un momento en el que tampoco sabes muy bien qué hacer (pensar en el significado del gesto es una vez más fútil). Que al final uno de los personajes diga que no va a repetir lo de las monedas y que hasta harto de los parones puede pasar precisamente por ironía, pero a nosotros nos pareció una claudicación: sabemos que esto no hay quien lo soporte, y si nos ponemos posmodernos a lo mejor se justifica. Pues no.

Así las cosas, y aunque pueda parecer un chiste a la altura de la obra, creemos que lo mejor de la representación fue el segundo acto. Mientras los actores se cambian de vestuario y suena música a todo volumen, en la pantalla de fondo se reproduce el texto a gran velocidad. Después saldrá un actor a explicar que con los recortes de presupuesto y tal han tenido que saltarse la escenificación y cuenta un poco la historia, y da igual que no se entienda nada, pasa lo mismo cuando sí hay representación. Total, es una comedia burguesa y en todas siempre pasa lo mismo.

Y lo peor de El café es que salimos del teatro con la sensación de haber perdido el tiempo. Ciertamente no es un entretenimiento, algo que seguro horrorizaría a sus creadores, nosotros no estamos aquí para divertir. Pero es que tampoco aprendemos nada sobre el teatro (como decíamos, sus trucos son más viejos las acotaciones). Y lo que es peor, no aprendemos nada sobre la vida. 

2 comentarios:

  1. Plas, plas, plas, plas, plas. Por fín una crítica honesta y certerísima de este bodrio de obra que tuve la desgracia de ver ayer.

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  2. Suscribo completamente los comentarios. Esta version de Fassbinder es horrible, me parece una tomadura de pelo. Sin cuestionar el buen hacer de los actores creo que no debemos de sucumbir a que toda puesta en escena vanguardista tiene que ser buena. Creo que me ha decepcionado aun mas porque en La Abadia siempre he visto muy buen teatro.

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