Hay
dos cosas que hemos sido incapaces de evitar al ver Deseo en
el teatro Alcazar: la primera es pensar en Los
huerfanitos.
Sí, a partir de ahora, cada vez que pisemos ese local va ser
imposible no recordar los hermanos Susmozas y su tropa; la segunda es
evocar La
verdad,
vista en este mismo lugar hace poco, y con la que Deseo que
podría formar un programa doble muy estimulante: mientras la obra
dirigida por Flotats era
un vodevil franco y ligero, esta creación de Miguel
del Arco es
su anverso oscuro y maléfico.
Si
algo hemos reprochado a del Arco en varias de sus anteriores puestas
era su falta de sutileza, su reiterada caída en el brochazo y la
obviedad. Por eso no nos sumamos a la al parecer generalizada
admiración que ha conseguido tan rápida como incondicionalmente.
Sin embargo, en Deseo precisamente
lo que más valoramos es su ambigüedad, su turbiedad, el que en
ningún momento nos sintamos cómodos.
Al
principio la cosa parece que va de comedia algo chabacana (por
cierto, que en La
verdad también
hay una escena de dos amigos, esta vez masculinos, en un gimnasio),
pero poco a poco, el ambiente se va enrareciendo. Los personajes, que
a primera vista parecían arquetipos típicamente arquianos, van
adquiriendo matices. Sus reacciones no son las esperadas. Sus maneras
descolocan al espectador que espera un desarrollo convencional.
Pero
por un momento tenemos una duda fundamental: ¿es que esto va a ser
una sesión de moralina? Espera un segundo, si hasta tenemos a la
rubia angelical y a la morena malvada. ¿De verdad hemos vuelto a
“eso”? (Y nuestras sospechas se acrecientan cuando una
espectadora de las de “ese es el doctor Mateo” suelta “eso le
pasa por mala”). Pero por suerte solo era una pista falsa más, lo
que en realidad hay por detrás es algo mucho más perturbador.
Para
crear este ambiente entre pesadillesco y asfixiante tienen un papel
clave la iluminación de Juanjo
Llorens que
consigue recrear un ambiente etéreo, por momento irreal, en el que
lo que estamos viendo puede ser un recuerdo, una invención o un mal
sueño. También es de una gran efectividad el decorado de Eduardo
Moreno,
hay algo psicótico en ese girar y girar de los paneles y una gran
precisión en su utilidad.
Jugar
con unos personajes que se mueven entre el estereotipo y el cambio
instantáneo de registro no es nada fácil, y el reparto cumple de
sobra con las exigencias. Emma
Suárez tiene
el personaje más débil, pero eso no impide que acabe por
convertirse en el centro de toda la trama y en el principal foco de
atracción del espectador. Gonzalo
de Castro apechuga
con un tipo ambivalente y casi siempre repulsivo, pero lo hace con
soltura y una resaltable capacidad para transmitir que él es el
primer sorprendido ante todo lo que está sucediendo. Luis
Merlo atraviesa
la obra como un cohete lleno de fuerza y con combustible inacabable,
mientras que Belén
López no
logra desprender a su personaje del todo de su antipatía, aunque en
algunos momentos se vislumbre también su doble condición de víctima
y verdugo.
En
nuestra habitual reseña sobre el público, tenemos que decir que nos
llamó la atención su capacidad para reírse del todo. Tú vas a ver
lo que crees que es una comedia y te ríes, incluso de lo que no
tiene gracia, no hay problema. Total, a nosotros no nos hicieron
gracia casi ninguna de las salidas de la obra y no nos reímos en los
momentos prescritos (en eso todavía le pillamos el punto a Miguel
del Arco). Pero lo preocupantes es que en algunas de las frases
bestiales de Luis Merlo, las carcajadas eran abundantes. Cierto, nos
molestaba que la obra pudiera ponerse moralista y luego nosotros
salimos con esto, pero es que verdaderamente hay risas
escalofriantes.
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