Después
de nuestros últimos fiascos, pensamos que ir a la Zarzuela era una
buena opción. Y no solo por la metamorfosis estética en progreso
que empezamos a sentir: aquí podríamos encontrar algo sólido, una
historia bien forjada, una puesta en escena repleta de recursos y
profesionales que se toman muy en serio su trabajo. Por desgracia,
con Marina nos volvimos a llevar un chasco.
No
sabemos por qué los responsables de la Zarzuela habrán elegido una
obra como Marina, sobre todo en su versión operística, pero nos
parece un error. Coincidimos con Kraus (Karl, habrá que especificar)
en que la ópera, por muy sublime que sea, siempre tiene un punto de
grandilocuencia que nos impide tomárnosla del todo en serio. Pero
ese es un problema que ni la opereta ni la zarzuela comparten. Por
eso, el hecho de dopar esta Marina la coloca, por usar una odiosa
expresión, por encima de sus posibilidades.
Porque
seamos sinceros, a nadie le importa mucho el argumento de una
zarzuela, pero de ahí a poder sobrellevar con dignidad la historias
de Marina hay un trecho. Es del tipo “no le amo, le adoro”,
“¿pero por qué ella no me quiere?”, “me tendré que casar con
el otro”, “ah, pero si le de que le querías tanto se lo decías
a tu padre”, “bueno, pues entonces nos casamos”. De acuerdo, en
peores nos hemos visto. Pero es que literariamente la obra es un
bodrio.
Que Miguel Ramos Carrión, autor del libreto, esté también detrás de
Agua, azucarillos y aguardiente y de Los sobrinos del capitán Grant
nos haría sospechar que todo es una gran broma, que en realidad se
tratara de una parodia de la zarzuela original de Francisco Camprodón. Pero no hay nada en la puesta en escena que nos confirme
esa teoría. Incluso el personaje cómico, tan necesario en cualquier
obra canónica, aquí está desaprovechado y no tiene demasiada
gracia. Y es que no hay camino más directo que el ponerse estupendo
para acabar en que ni chicha ni limoná.
Puede
ser que la situación del teatro actual no permita el despliegue de efectos a los que hemos asistido otras veces en la Zarzuela, pero
también es cierto que no es necesario un presupuesto gigantesco para
encontrar soluciones imaginativas y brillantes. Sin embargo, la
puesta de Ignacio García es plana y sin inventiva, nada que ver con las sorpresas que ideó para Las meninas. Los decorados de
Juan Sanz y Miguel Ángel Coso son bonitos, cierto, pero tampoco se
les saca mucho partido. La iluminación de Paco Ariza nos pareció
innecesariamente oscura, frente a un vestuario de Pepe Corzo en su
punto.
Como
somos prácticamente sordos, no vamos a ponernos a entrar en
valoraciones musicales, pero sí que tenemos que decir que nos
pareció que Arrieta abusaba del 2x3, es decir, que cada dos por tres
recurre al truco del crescendo para acabar con un chimpum y la salva
de aplausos correspondientes. Lo que más nos gustó, sin que hubiera
una reacción perceptible por parte del público, fue la música que
suena para celebrar el compromiso, en el que los actores bailan con
delicadeza y sin cantar.
Sin
ninguna duda, y aquí no habrá el más mínimo reproche, el punto
fuerte de la función está en sus cantantes, lo que por otra parte
hace más lamentable que no les hayan propuesto un desafío a la
altura de sus posibilidades. En la representación que vimos
destacaba sobre todo Sonia de Munck, que en algunos momentos incluso
nos hizo preocuparnos porque parecía que iba a explotar. En la parte
final, cuando ya nos habíamos olvidados de tramas y enredos para
centrarnos en lo musical, incluso consiguió transmitirnos esa
elevación que solo la gran lírica logra.
El
público no perdonó casi ninguna oportunidad para dar su aprobación
y al final se dio el gustazo de estallar en aplausos y bravos
apabullantes. Nosotros, sin encontrar el punto al conjunto de la
representación, agradecimos el esfuerzo y el talento de técnicos y
artistas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario