lunes, 6 de mayo de 2013

Feelgood (Matadero Madrid)


Antes de entrar en la Sala 2 del Matadero nos llamó la atención la considerable cola que esperaba a las puertas de la vecina Cineteca. No queremos elaborar teorías a partir de un hecho que podría ser fortuito (día festivo, entradas más baratas, cierta moda del documental, buena tarea en la promoción), pero esta imagen nos sirve para confirmar una sensación cada vez más palmaria: tras una larga hegemonía del entretenimiento de evasión, estamos de vuelta en el realismo.

Hasta tal punto que el realismo ha dejado de ser visto como algo pasado de moda y aburrido. En épocas convulsas el público puede tender al refugio, a buscar escapadas que le permitan olvidar durante un par de horas una situación personal depresiva. Algo totalmente comprensible y justificado. Pero llega un momento en el que la fantasía no es suficiente, un momento previo a la reacción en la que ya no valen los sueños y los sentimientos. Un momento en el que ya no queremos ver en las pantallas o en los escenarios recreaciones de mundos fantásticos que nunca conoceremos, sino un reflejo de la realidad que nos rodea y que nos muestre a unos personajes con los que podamos identificarnos.

Y por fin llegamos a Feelgood, la obra Alistair Beton que, como otras funciones recientes, nos enseñan la actualidad como si fuera un espejo no demasiado deformante. Por suerte no se trata de una de esas creaciones que se limitan a exclamar un ¡qué mal va todo! y que se valen de su supuesto compromiso para evitar cualquier crítica. Por el contrario, Beaton consigue que una situación que hasta no hace demasiado podría parecer inconcebible y que ahora puede pasar por costumbrista, mantenga durante gran parte de su desarrollo una constante inventiva y una gracia genuina.

La primera parte de la función es antológica. Visto desde fuera, a veces parece que escribir teatro es lo más fácil del mundo. En estas ocasiones, cuando todo parece sencillo, es cuando mejor se ha hecho el trabajo, pero también cuando más difícil sería realizarlo de verdad. Los diálogos de Beaton, el crescendo de la narración, la combinación de las diferentes tramas, es sencillamente prodigiosa.

Por eso es una lástima, aunque hasta cierto punto comprensible, que tras el primer acto el bajón sea notable. La escena en la habitación del hotel se vuelve menos explosiva y más explicativa. Si la comicidad casi desaparece, la complicidad entre los dos personajes que centrar ahora la acción no acaba de cuajar y el ritmo pierde fuelle. Una prueba que pondría a prueba la estructura: ¿perdería algo la obra si se omitiera esta escena?

Cuando vuelven a aparecer el resto de los personajes la obra readquiere algo de su pujanza, pero ya no volveremos a disfrutar de la misma feliz sorpresa del primer acto. En cuanto a la resolución, nos parece discutible. Una vez más, la actualidad se alía con la creación dramática y el hecho insólito de que tengamos un presidente plasmático hace que las lecturas de este colofón adquieran nuevas dimensiones. Pero que en una obra de teatro un papel importante se reserve a una aparición filmada siempre nos parece un acto fallido.

Alberto Castrillo-Ferrer ha ideado un montaje con empuje y alegría, bien planteado en el cambio de actos. Más cómodo en la parte de comedia loca a lo Primera plana que cuando la cosa se pone seria, saborea los momentos equívocos pero no acierta del todo al rematar, aunque sí logra aportar una gran vivacidad en su dirección de actores.

Estos se muestran en general a una gran altura, con un Fran Perea que se sobrepone a su personaje, que quizá exigiría un actor algo mayor, gracias a un derroche de energía y contundencia. Javier Márquez tiene que lidiar con el carácter “íntegro” que a veces suena a pegote “concienciado”, pero salva sus intervenciones con serenidad. Jorge Usón también tiene un personaje típico, en este caso el bufón, y logra que sus líneas tengan gracia incluso cuando no la tienen. Ainhoa Santamaría está quirúrjica en sus intervenciones, mientras que Manuela Velasco, como Perea en un papel en el que en principio no encaja, saca adelante la escena más floja con soltura. Pero la gran creación Feelgood es la de Jorge Bosch, el político bobo que con toda facilidad podía haber caído en el brochazo, pero al que Bosch dota de una comicidad desarmante. Desde su risa hasta su capacidad para soltar las mayores barbaridades sin inmutarse, Bosch despliega una gracia irresistible que, si bien no humaniza al político, al menos lo hace entrañable. Ya quisieran muchos. 

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