Antes
de entrar en la Sala 2 del Matadero nos llamó la atención la
considerable cola que esperaba a las puertas de la vecina Cineteca.
No queremos elaborar teorías a partir de un hecho que podría ser
fortuito (día festivo, entradas más baratas, cierta moda del
documental, buena tarea en la promoción), pero esta imagen nos sirve
para confirmar una sensación cada vez más palmaria: tras una larga
hegemonía del entretenimiento de evasión, estamos de vuelta en el
realismo.
Hasta
tal punto que el realismo ha dejado de ser visto como algo pasado de
moda y aburrido. En épocas convulsas el público puede tender al
refugio, a buscar escapadas que le permitan olvidar durante un par de
horas una situación personal depresiva. Algo totalmente comprensible
y justificado. Pero llega un momento en el que la fantasía no es
suficiente, un momento previo a la reacción en la que ya no valen
los sueños y los sentimientos. Un momento en el que ya no queremos
ver en las pantallas o en los escenarios recreaciones de mundos
fantásticos que nunca conoceremos, sino un reflejo de la realidad
que nos rodea y que nos muestre a unos personajes con los que podamos
identificarnos.
Y
por fin llegamos a Feelgood, la obra Alistair Beton que, como otras
funciones recientes, nos enseñan la actualidad como si fuera un
espejo no demasiado deformante. Por suerte no se trata de una de esas
creaciones que se limitan a exclamar un ¡qué mal va todo! y que se
valen de su supuesto compromiso para evitar cualquier crítica. Por
el contrario, Beaton consigue que una situación que hasta no hace
demasiado podría parecer inconcebible y que ahora puede pasar por
costumbrista, mantenga durante gran parte de su desarrollo una
constante inventiva y una gracia genuina.
La
primera parte de la función es antológica. Visto desde fuera, a
veces parece que escribir teatro es lo más fácil del mundo. En
estas ocasiones, cuando todo parece sencillo, es cuando mejor se ha
hecho el trabajo, pero también cuando más difícil sería
realizarlo de verdad. Los diálogos de Beaton, el crescendo de la
narración, la combinación de las diferentes tramas, es
sencillamente prodigiosa.
Por
eso es una lástima, aunque hasta cierto punto comprensible, que tras
el primer acto el bajón sea notable. La escena en la habitación del
hotel se vuelve menos explosiva y más explicativa. Si la comicidad
casi desaparece, la complicidad entre los dos personajes que centrar
ahora la acción no acaba de cuajar y el ritmo pierde fuelle. Una
prueba que pondría a prueba la estructura: ¿perdería algo la obra
si se omitiera esta escena?
Cuando
vuelven a aparecer el resto de los personajes la obra readquiere algo
de su pujanza, pero ya no volveremos a disfrutar de la misma feliz
sorpresa del primer acto. En cuanto a la resolución, nos parece
discutible. Una vez más, la actualidad se alía con la creación
dramática y el hecho insólito de que tengamos un presidente
plasmático hace que las lecturas de este colofón adquieran nuevas
dimensiones. Pero que en una obra de teatro un papel importante se
reserve a una aparición filmada siempre nos parece un acto fallido.
Alberto Castrillo-Ferrer ha ideado un montaje con empuje y alegría, bien
planteado en el cambio de actos. Más cómodo en la parte de comedia
loca a lo Primera plana que cuando la cosa se pone seria, saborea los
momentos equívocos pero no acierta del todo al rematar, aunque sí
logra aportar una gran vivacidad en su dirección de actores.
Estos
se muestran en general a una gran altura, con un Fran Perea que se
sobrepone a su personaje, que quizá exigiría un actor algo mayor,
gracias a un derroche de energía y contundencia. Javier Márquez
tiene que lidiar con el carácter “íntegro” que a veces suena a
pegote “concienciado”, pero salva sus intervenciones con
serenidad. Jorge Usón también tiene un personaje típico, en este
caso el bufón, y logra que sus líneas tengan gracia incluso cuando
no la tienen. Ainhoa Santamaría está quirúrjica en sus
intervenciones, mientras que Manuela Velasco, como Perea en un papel
en el que en principio no encaja, saca adelante la escena más floja
con soltura. Pero la gran creación Feelgood es la de Jorge Bosch, el
político bobo que con toda facilidad podía haber caído en el
brochazo, pero al que Bosch dota de una comicidad desarmante. Desde
su risa hasta su capacidad para soltar las mayores barbaridades sin
inmutarse, Bosch despliega una gracia irresistible que, si bien no
humaniza al político, al menos lo hace entrañable. Ya quisieran
muchos.
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