Una
ópera basada en la novela epistolar de Juan Valera que todos hemos
leído hace ya veinte años, con música de Isaac Albéniz (que no
tiene culpa de nada) y libreto del barón Francis Money-Coutts
(inverosímil pero verdadero nombre, más comprensible si se tiene en
cuenta que venía de familia de banqueros), parece un proyecto lo
suficientemente excéntrico para que el innombrable se tome las cosas
con tranquilidad y no la monte.
Y
bueno, es cierto que nadie se pone un cubo en la cabeza, y en la
primera escena la puesta es tan estática que parece que a Federico
Gallar le ha dado un calambre y no se puede mover. Durante esta
primera fase de aburrimiento, nos preguntamos que a qué vendrá
tanta sosería. El decorado se conforma con una idea conceptual sin
desarrollo (los armarios que ocultan miserias, qué audacia), e
incluso la iluminación es inusitadamente sosa. Los intérpretes, que
se dirá que cantan muy bien, se conforman con hacer algunas monerías
pero ni el menor rastro de pasión puede ser encontrado por muy
potente que sea el foco que los señala. ¿Se habrá sosegado esta
fuerza de la naturaleza que es el rompedor director de vanguardia?
Pues no, porque según avanza la acción, se va animando y van
apareciendo sus ocurrencias.
La
primera nota de color quizá sea un duelo entre un curita y un
chulito a crucifijo limpio. Aunque nos preguntamos si esta idea no
tendrá su origen en los inmortales versos de Mecano “cruz de
navajas por una mujer”. Mientras tanto, los intérpretes siguen
cantando en lo que supuestamente es inglés, pero francamente, ni los
entendemos ni hace ya un buen rato nos importa lo que dicen. Si al
director no le interesa, imagínate a nosotros.
En
la segunda fase de aburrimiento, o segundo acto, empiezan a surgir
los agentes provocadores. Hace más gracia escribirlo que verlo,
porque todo parece tan anticuado, tan insustancial. Los fuegos de
artificio habituales en este director ya solo son pólvora mojada que
no escandalizan a nadie ni son capaces de provocar más reflexión
que un “hay que ver lo que hay que ver”. Vetusta posmodernidad,
lo llamó Jordi Costa refiriéndose a una película de Gonzalo
Suárez.
Mientras,
la exquisita música apenas sirve para distraernos de lo que estamos
viendo: unos presos que despliegan unas banderas con el aguilucho
(¡qué fuerte!); un coro de niños asesinable, valga la redundancia;
la aparición de una virgen (madre de Dios, nunca mejor dicho). Y el
final ya no nos lo podemos creer: todos los armarios se abren y los
amantes se funden en un abrazo. Sí, es tan cursi que hay que usar
expresiones como “se funden en un abrazo”. Si es sincero, un
horror, y si es una ironía, no tiene ni pizca de gracia. Es
simplemente una bobada.
Podemos
jurar que durante la representación escuchamos a alguien del público
decir “¿pero esto qué es?”, y no en el sentido cínico en que
lo diríamos nosotros, sino de verdad, qué estaba pasando en el
escenario. Creemos que es la pregunta más honrada que se puede hacer
respecto al teatro de este director. Sin embargo, al finalizar la
función los aplausos fueron abrumadores y el mayor número de bravos
se los llevó el director de escena. Suponemos que el porcentaje de
invitaciones se acercaba al 90% de los asistentes, pero no somos
nadie para cuestionar su sinceridad.
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