lunes, 13 de mayo de 2013

La monja Alférez (Teatro María Guerrero)


Siempre nos ha parecido que Lola Montes, nuestra película preferida, pese a tener una narración 100% cinematográfica, posee un incuestionable fondo teatral. Juan Carlos Rubio debe de compartir tanto nuestra idea como nuestra admiración, porque su puesta de La monja alférez nos recuerda en numerosas ocasiones la obra maestra de Max Ophüls. Y bien asimilada que está.

También la estructura usada por Domingo Mirás en La monja alférez para contar la historia de Catalina de Erauso, es la misma que la que utilizó Ophüls para narrar la vida de Lola Montes, solo que si este dividía cada capítulo por amante, en el caso de la monja alférez casi cada episodio corresponde a un crimen. También la utilización de un circo como escenario remite directamente a la película. Incluso al final Carmen Conesa explicitará que se siente como un mono de feria, algo muy parecido a lo que le pasa a Lola.

Su Ophüls desplegó en su única película en color todo su barroquismo, estilización y dominio del ritmo, Rubio no se queda atrás en su manejo de recursos teatrales. Apoyado en una excelente escenografía de Eduardo Moreno, que no se pierde en espectacularidades y que aprovecha cada detalle para multiplicar espacios y símbolos, y en la también circense iluminación de José Manuel Guerra, Rubio da personalidad propia a cada escena.

A veces el texto de Mirás se regocija en exceso en cierto “narrativismo” en el que los hechos son contados más que mostrados, hasta el punto de que las acotaciones también son leídas. Pero las ideas escénicas también son abundantes y a menudo brillantes: el movimiento de las cajas para crear ambientes, el uso de sombras chinescas, la versatilidad del vestuario de Pedro Moreno... Cada elemento de la puesta en escena facilita que la historia avance sin perderse en abigarramientos.

No es casualidad que las mejores escenas de la obra sean aquellas en las que aparece Nuria González. Es cierto que durante algunos momentos de la representación echamos en falta algo más de nervio: después de todo, La monja alférez es una historia de aventuras, pero no le veíamos ni acción ni sensualidad, dos características consustanciales a este género. Hasta que le toca el turno a González de ponerse en las botas del alférez y, ayudada por Daniel Muriel en un apartado y en Mar del Hoyo en el otro, tenemos todo lo que queríamos de golpe. Pero ya antes había aparecido como una monja imparable con una gracia también difícil de acotar y más tarde será un impresionante Papa en la escena más espectacular del montaje.

En la primera escena Carmen Conesa pone las cosas en su sitio, pero la echaremos de menos hasta que no reaparezca al final, cuando vuelve a clavar el tono de un alférez ya maduro y de vuelta de todo, que lleva a su personaje a cuestas y está deseosa de librarse de él. Junto a ella está Ramón Barea, que durante toda la función hará un perfecto uso de su voz y que en sus intervenciones acierta en todas las notas. Por su parte, José Luis Martínez aporta saber estar y verosimilitud en cada una de sus apariciones, y por contraste Martiño Rivas añade una faceta más vivaz y resuelta.

Entre las encarnaciones de la monja alférez destacan Cristina Marcos, en el momento más dramático, cuando sabe evitar el melodrama y transmitir una verdadera resolución: más allá de la reivindicación feminista, una demostración de la fuerza de voluntad; y Ángel Ruiz, en la divertida escena de la taberna, que vuelve a recuperar un ritmo feliz a lo película de Errol Flynn

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