Siempre
nos ha parecido que Lola Montes, nuestra película preferida, pese a
tener una narración 100% cinematográfica, posee un incuestionable
fondo teatral. Juan Carlos Rubio debe de compartir tanto nuestra idea
como nuestra admiración, porque su puesta de La monja alférez nos
recuerda en numerosas ocasiones la obra maestra de Max Ophüls. Y bien
asimilada que está.
También
la estructura usada por Domingo Mirás en La monja alférez para contar la historia de
Catalina de Erauso, es la misma que la que utilizó Ophüls para
narrar la vida de Lola Montes, solo que si este dividía cada
capítulo por amante, en el caso de la monja alférez casi cada
episodio corresponde a un crimen. También la utilización de un
circo como escenario remite directamente a la película. Incluso al
final Carmen Conesa explicitará que se siente como un mono de feria,
algo muy parecido a lo que le pasa a Lola.
Su
Ophüls desplegó en su única película en color todo su barroquismo,
estilización y dominio del ritmo, Rubio no se queda atrás en su
manejo de recursos teatrales. Apoyado en una excelente escenografía
de Eduardo Moreno, que no se pierde en espectacularidades y que
aprovecha cada detalle para multiplicar espacios y símbolos, y en la
también circense iluminación de José Manuel Guerra, Rubio da
personalidad propia a cada escena.
A
veces el texto de Mirás se regocija en exceso en cierto
“narrativismo” en el que los hechos son contados más que
mostrados, hasta el punto de que las acotaciones también son leídas.
Pero las ideas escénicas también son abundantes y a menudo
brillantes: el movimiento de las cajas para crear ambientes, el uso
de sombras chinescas, la versatilidad del vestuario de Pedro Moreno... Cada elemento de la puesta en escena facilita que la
historia avance sin perderse en abigarramientos.
No
es casualidad que las mejores escenas de la obra sean aquellas en las
que aparece Nuria González. Es cierto que durante algunos momentos
de la representación echamos en falta algo más de nervio: después
de todo, La monja alférez es una historia de aventuras, pero no le
veíamos ni acción ni sensualidad, dos características
consustanciales a este género. Hasta que le toca el turno a González
de ponerse en las botas del alférez y, ayudada por Daniel Muriel en
un apartado y en Mar del Hoyo en el otro, tenemos todo lo que
queríamos de golpe. Pero ya antes había aparecido como una monja
imparable con una gracia también difícil de acotar y más tarde
será un impresionante Papa en la escena más espectacular del
montaje.
En
la primera escena Carmen Conesa pone las cosas en su sitio, pero la
echaremos de menos hasta que no reaparezca al final, cuando vuelve a
clavar el tono de un alférez ya maduro y de vuelta de todo, que
lleva a su personaje a cuestas y está deseosa de librarse de él.
Junto a ella está Ramón Barea, que durante toda la función hará
un perfecto uso de su voz y que en sus intervenciones acierta en
todas las notas. Por su parte, José Luis Martínez aporta saber
estar y verosimilitud en cada una de sus apariciones, y por contraste
Martiño Rivas añade una faceta más vivaz y resuelta.
Entre
las encarnaciones de la monja alférez destacan Cristina Marcos, en
el momento más dramático, cuando sabe evitar el melodrama y
transmitir una verdadera resolución: más allá de la reivindicación
feminista, una demostración de la fuerza de voluntad; y Ángel Ruiz,
en la divertida escena de la taberna, que vuelve a recuperar un ritmo
feliz a lo película de Errol Flynn.
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