Entre
las múltiples trampas que pueblan el campo de minas que supone la
puesta en escena de un clásico de la categoría de La tempestad, se
encuentra una cuestión de actitud. Muchos directores de escena se
paralizan ante la visión de una montaña inabarcable y se conforman
con realizar una versión totalmente respetuosa, pero mustia debido a
esta misma admiración. Es lo que Peter Brook llama “el teatro
mortal”. Pero cuando se pierde por completo la perspectiva, se
produce la confusión entre falta de prejuicios y falta de respeto,
el director se pone por encima del autor y el resultado es peor si
cabe: por favor, que no invoquen el nombre de Shakespeare (o de
Calderón, o de Chéjov, o...) como coartada para sus numeritos.
Pero
que no cunda el pánico: esta puesta de la compañía El Barco Pirata
evita todas estas trampas y ofrece una visión lúdica, viva y,
también, respetuosa. Desde que se entra en el Teatro Galileo cinco
minutos antes de que comience la función, se tiene la sensación de
que ahí se está cociendo algo con buen gusto. Porque quizá esta
versión de La tempestad que ha perdido su artículo no sea la más
académica, tampoco la más ambiciosa, pero sí que con los recursos
disponibles supone una descarga de energía y de saber hacer.
La
trama y los diálogos de la obra de Shakespeare han sido reducidos
casi hasta el esquema, pero sin perder de vista el corazón de la
obra. También los recursos metateatrales, a menudo tan molestos,
están aquí utilizados con gracia y casi siempre de manera efectiva,
como el uso del vídeo y los cambios sutiles entre personajes y
actores que hacen de actores que hacen de dos o tres personajes... Y
aquí está uno de los secretos de que la obra funcione tan bien:
pese a la acumulación de interpretaciones y al juego de recursos
constante, la línea es clara y el espectador nunca se pierde en los
enredos.
De
hecho, nos parece que esta sería un montaje ideal para introducir a
un público joven en Shakespeare: no es tan abrumador como puede
serlo un montaje erudito y totalmente fiel, es divertidísimo y
contagia una pasión teatral que puede crear una afición teatral
mucho más efectiva que cuando esos grupos de adolescentes tienen que
ver la enésima visión de El sí de las niñas con trajes de época.
La
sensación de juego privado, de estar pasándoselo fenomenal, no
puede ser impostada, y los actores de Tempestad logran que el
espectador disfrute más gracias a esa felicidad que transmiten.
Victor Duplá parece un director de los 70, consciente de la
importancia de su labor y que ve en el teatro más una misión que un
trabajo. Por eso apenas hay transición cuando se convierte en
Próspero. Quique Fernández y Xavier Murúa como Miranda y Ferdinand
forman una pareja improbable pero de gran comicidad, aún a costa de
menor emoción. Antonio Galeano, Pepe Lorente y Eduardo Ruiz combinan
con agilidad su labor musical con su interpretación de un Ariel
travieso e inquieto. Agustín Sasián da la nota de inquietud como
Sebastián y Javier Tolosa destaca en su creación de un Calibán
desbordante, derrotado, ebrio y finalmente redimido.
Otro
punto fuerte es la dirección de Sergio Peris-Mencheta, repleta de una emoción transmitida
más a través de las imágenes que de la verbalización explícita.
Es el caso de la escena de la tempestad, de las imágenes del barco,
de la llegada a la isla, de la maleta, del mise en abyme del tramo
final, de la última imagen ... Una vez finalizada, y ante un público
incomprensiblemente escaso, Quique Fernández recordó el deber de
las fuerzas públicas de proteger el arte y repitió la sentencia de
García Lorca según la cual “un pueblo que descuida su teatro, si
no está muerto, está moribundo”. No es una profecía, es una
constatación.
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