El
espectador habitual de teatro puede desarrollar un peligroso olfato
que le permite identificar de entrada si un espectáculo va a ser de
su agrado o no. El peligro es que este instinto se equivoque y haya
que luchar contra prejuicios que, por muy improvisados que sean,
resultan igualmente persistentes. Pero hay otras ocasiones en los que
esa extraña percepción, que percibe como por emanación, le instale
en la cara una sonrisa previsora (sonrisa por lo que va a disfrutar,
no necesariamente por lo que va a reír). Es cierto que esta
predisposición también puede nublar juicios: a lo mejor lo que
vemos no es tan bueno, pero como ya estamos con la sonrisita puesta,
somos más transigentes. Aunque, sinceramente, eso nos da bastante
igual. En el caso de El caballero de Olmedo es ver a Rosa Maria Sardá
y frotarse las manos: esto va a ser grande.
Con
los clásicos también se da otra circunstancia particular. Hemos
visto tantas obras iguales, en las que daba lo mismo el autor, la
obra o incluso el director, que nuestro gusto dejó de apreciar los
matices, todo nos sabía al mismo preparado insípido. Eran (y siguen
siendo) trabajos rutinarios en los que faltaba lo más importante del
teatro: la pasión, si podemos ponernos un poco sentimentales. Y si
algo le sobra a El caballero es pasión. Aquí tenemos a un Lope de Vega reconocible, en su esencia misma. Las elecciones de la puesta en
escena pueden ser más o menos acertadas (genial la incursión en el
tango, más desconcertante el momento circense), sus intérpretes
irregulares, su intención sintética tan agradecida como a veces un
poco precipitada; pero si sus logros nos encandilan, podemos pasar
por alto sus errores: no queremos ver una puesta perfecta y fría,
queremos ver algo de vida, también con sus equivocaciones y
patinazos.
Lluís Pasqual, que se las sabe todas, parece un recién llegado. Sin
someterse a imperativos del “buen hacer”, sin ese respeto
paralizante a los clásicos, con energía y fulgor, consigue que cada
mínimo elemento de su puesta en escena sume, que nada chirríe,
porque la inocencia es fácilmente perdonable. Su trabajo con los
actores, a los que sabe guiar en líneas claras, y su capacidad para
ir al grano tanto en el texto como en la acción, propician una obra
que no decae en ningún momento y que tiene algunas cotas de gran
teatro. Uno de los grandes hallazgos del montaje es la utilización
de la música, con la presencia de Pepe Motos y Antonio Sánchez
sobre el escenario, de aires muy variados y siempre oportunos.
También el vestuario de Alejandro Andújar, que combina prendas
casuales con motivos icónicos, y la esencial escenografía de Paco Azorín, se ajustan al espíritu entre cercano y elevado de toda la
función.
Como
ya hemos dicho, Rosa Maria Sarda nos gana desde que abre la boca. Y
cada vez que vuelve a hacerlo, nos devuelve la sonrisa. Su celestina
tiene desparpajo, una gracia natural, un saber hacer que se acopla
perfectamente a los jóvenes actores que la acompañan. Casi todos
ellos tienen un don para el verso que no se encuentra en otros
actores más consolidados y quizá más viciados. Tienen la misma
naturalidad para moverse que para hablar y en ellos nada parece
impostado (menos alguna cosa). El Don Alonso de Javier Beltrán
impone su gentileza desde el principio, mostrándose como alguien
confiable, corajudo, decidido. Mimi Riera es una Doña Inés frágil,
pero dispuesta a cualquier cosa para cumplir sus deseos. Francisco
Ortiz es un Don Rodrigo impetuoso, con una gran presencia y fuerza
para llegar a los confines del teatro. Quizá la decisión más
cuestionable del montaje sea la de haberle endosado a Pol López un
acento andaluz que en los momentos de gracioso, aún siendo poco
efectivo, puede colar, pero que cuando la cosa se pone dramática
canta de mala manera. Paula Blanco y Carlos Cuevas cumplen en sus
papeles de apoyo y David Verdaguer se marca un tango memorable.
Ahora
mismo se puede asistir en los teatros madrileños a una
escenificación de las teorías de Peter Brook sobre teatro mortal y
teatro inmediato, y en ambos casos con Lope de Vega como
protagonista. En un caso podemos ver una representación de impecable
factura académica, limpia, rigurosa y, para nosotros, mortal de
necesidad por sobredosis de respeto y ataque agudo de aburrimiento.
También podemos ver un caso de teatro radiante, descarado,
emocionante. Puede que nos tomemos el teatro demasiado a la ligera,
pero es el único método para que el teatro pueda volar.
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