lunes, 3 de marzo de 2014

El caballero de Olmedo (Teatro Pavón)

El espectador habitual de teatro puede desarrollar un peligroso olfato que le permite identificar de entrada si un espectáculo va a ser de su agrado o no. El peligro es que este instinto se equivoque y haya que luchar contra prejuicios que, por muy improvisados que sean, resultan igualmente persistentes. Pero hay otras ocasiones en los que esa extraña percepción, que percibe como por emanación, le instale en la cara una sonrisa previsora (sonrisa por lo que va a disfrutar, no necesariamente por lo que va a reír). Es cierto que esta predisposición también puede nublar juicios: a lo mejor lo que vemos no es tan bueno, pero como ya estamos con la sonrisita puesta, somos más transigentes. Aunque, sinceramente, eso nos da bastante igual. En el caso de El caballero de Olmedo es ver a Rosa Maria Sardá y frotarse las manos: esto va a ser grande.

Con los clásicos también se da otra circunstancia particular. Hemos visto tantas obras iguales, en las que daba lo mismo el autor, la obra o incluso el director, que nuestro gusto dejó de apreciar los matices, todo nos sabía al mismo preparado insípido. Eran (y siguen siendo) trabajos rutinarios en los que faltaba lo más importante del teatro: la pasión, si podemos ponernos un poco sentimentales. Y si algo le sobra a El caballero es pasión. Aquí tenemos a un Lope de Vega reconocible, en su esencia misma. Las elecciones de la puesta en escena pueden ser más o menos acertadas (genial la incursión en el tango, más desconcertante el momento circense), sus intérpretes irregulares, su intención sintética tan agradecida como a veces un poco precipitada; pero si sus logros nos encandilan, podemos pasar por alto sus errores: no queremos ver una puesta perfecta y fría, queremos ver algo de vida, también con sus equivocaciones y patinazos.

Lluís Pasqual, que se las sabe todas, parece un recién llegado. Sin someterse a imperativos del “buen hacer”, sin ese respeto paralizante a los clásicos, con energía y fulgor, consigue que cada mínimo elemento de su puesta en escena sume, que nada chirríe, porque la inocencia es fácilmente perdonable. Su trabajo con los actores, a los que sabe guiar en líneas claras, y su capacidad para ir al grano tanto en el texto como en la acción, propician una obra que no decae en ningún momento y que tiene algunas cotas de gran teatro. Uno de los grandes hallazgos del montaje es la utilización de la música, con la presencia de Pepe Motos y Antonio Sánchez sobre el escenario, de aires muy variados y siempre oportunos. También el vestuario de Alejandro Andújar, que combina prendas casuales con motivos icónicos, y la esencial escenografía de Paco Azorín, se ajustan al espíritu entre cercano y elevado de toda la función.

Como ya hemos dicho, Rosa Maria Sarda nos gana desde que abre la boca. Y cada vez que vuelve a hacerlo, nos devuelve la sonrisa. Su celestina tiene desparpajo, una gracia natural, un saber hacer que se acopla perfectamente a los jóvenes actores que la acompañan. Casi todos ellos tienen un don para el verso que no se encuentra en otros actores más consolidados y quizá más viciados. Tienen la misma naturalidad para moverse que para hablar y en ellos nada parece impostado (menos alguna cosa). El Don Alonso de Javier Beltrán impone su gentileza desde el principio, mostrándose como alguien confiable, corajudo, decidido. Mimi Riera es una Doña Inés frágil, pero dispuesta a cualquier cosa para cumplir sus deseos. Francisco Ortiz es un Don Rodrigo impetuoso, con una gran presencia y fuerza para llegar a los confines del teatro. Quizá la decisión más cuestionable del montaje sea la de haberle endosado a Pol López un acento andaluz que en los momentos de gracioso, aún siendo poco efectivo, puede colar, pero que cuando la cosa se pone dramática canta de mala manera. Paula Blanco y Carlos Cuevas cumplen en sus papeles de apoyo y David Verdaguer se marca un tango memorable.


Ahora mismo se puede asistir en los teatros madrileños a una escenificación de las teorías de Peter Brook sobre teatro mortal y teatro inmediato, y en ambos casos con Lope de Vega como protagonista. En un caso podemos ver una representación de impecable factura académica, limpia, rigurosa y, para nosotros, mortal de necesidad por sobredosis de respeto y ataque agudo de aburrimiento. También podemos ver un caso de teatro radiante, descarado, emocionante. Puede que nos tomemos el teatro demasiado a la ligera, pero es el único método para que el teatro pueda volar. 

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