El
método de la entrevista ha dado pie a todo un género (o al menos
subgénero) teatral con jugosos resultados. Ya sea utilizando a
personajes históricos dramatizados o a puras invenciones (no pocas
veces simbólicas), en los últimos años este juego ha tenido una
gran repercusión a través de las películas escritas por el
dramaturgo Peter Morgan, cuya Frost/Nixon, primero obra teatral, es
explícitamente citada en El arte de la entrevista. Pero el
intercambio de preguntas y respuestas, que como diría Fernán-Gómez
más valdría calificar como interrogatorio que como entrevista, se
remonta, tal como explica uno de los personajes de esta obra, a
Sócrates. Sin duda, a través de la entrevista podemos alcanzar un
mayor conocimiento, empezar a entrever lo que se esconde tras la
máscara con la que las personas ocultamos ante los demás nuestro
propio ser. Pero se trata de un juego que puede llevar a engaño. Y,
como vemos en El arte de la entrevista, al más intrincado de los
engaños: el autoengaño.
No
queremos dar más relevancia de la debida a la formación filosófica
de Juan Mayorga, pero es curioso que Sócrates también pueda tomarse
como referencia para otro de los ejes que atraviesan la obra: para el
filósofo griego los recuerdos quedaban grabados en la mente de una
manera indeleble y podíamos regresar a ellos con plena confianza.
Sin embargo, ahora sabemos que la memoria no es en absoluto fiable:
no solo creamos falsos recuerdos con una facilidad y un realismo
asombrosos, sino que cada vez que “visitamos” un recuerdo lo
estamos cambiando de manera imperceptible: recordamos el recuerdo del
recuerdo, y cada vez que volvemos allí estamos manipulando nuestra
realidad. En el caso de El arte de la entrevista, Rosa, su
protagonista, ha tenido el recuerdo que centra la trama apartado en
algún rincón poco iluminado de su decadente memoria. Por eso
cuando regresa lo hace con enorme intensidad, con una fuerza capaz de
cambiar no solo su percepción de la realidad, sino lo que todos los
que creían conocerla van a pensar de ella. Al traer el pasado al
presente, ese mismo pasado cambia completamente de sentido. Y este es
un trastorno que va a ser muy difícil de asimilar.
Pero
lo que hace fascinante el desarrollo de El arte de la entrevista es
que el espectador nunca llegará a saber qué hay de cierto en todo
lo que le están contando. Puede que el recuerdo sea una fabulación,
o puede ser totalmente cierto y que la falsedad se introduzca en el
presente, en la representación misma a la que estamos asistiendo.
Hay un extraño momento en el que un personaje dice que lo importante
está aquí (señalándose a la cabeza). Cuando se le pide que lo
repita, es otro personaje el que recalca ese en apariencia lugar
común intrascendente. Es un momento perturbador que más adelante
nos hará preguntarnos por la veracidad de toda la historia. En el
juego de convenciones que es el teatro, una grieta puede echar al
traste todas las certezas que teníamos asumidas. Y aquí tenemos
otra de las claves de la función: la brecha, ese camino inexplorado
que la entrevista puede abrir, ese punto débil que nos puede dar
paso a lo inaccesible, un pequeño vacío que deja de ser simbólico
para ser casi físico y que puede engullir nuestro concepto mismo de
la realidad.
Los
párrafos anteriores pretenden incidir en la densidad del texto de
Mayorga, pero no queremos dar la impresión de que se trate de un
mejunje pretencioso e indigesto. Todo lo contrario, El arte de la
entrevista tiene la pureza dramática de una historia bien contada,
con personajes de carne y hueso, no meros medios de expresión
metafórica. La dirección de Juan José Afonso ha esclarecido lo que
el libreto pueda tener de enredado para ofrecer una solución limpia,
abierta a interpretaciones, sin cargar las tintas ni guiar al
espectador. En otros textos Mayorga había cuestionado la eficacia de
las reglas del teatro clásico, pero en esta ocasión se atiene a las
normas aristotélicas de unidad de espacio, tiempo y acción (al
menos aparentemente). Afonso se maneja con soltura dentro de estas
restricciones y sin violar estas rígidas condiciones logra imprimir
variedad y entidad propia a cada escena. A favor de la claridad
también juegan una bonita escenografía de Elisa Sanz y una sutil
iluminación de Carlos Alzueta.
Si
la obra no fuera tan rica y estimulante como es, aún valdría la
pena solo por ver a Alicia Hermida. Con un personaje al borde del
abismo, tan cercano a veces como incomprensible otras, Hermida evita
caer en la tentación del ternurismo, que tan fácil resultaría y
tan bien sería acogido, para construir un personaje mucho más
esquivo. Si al principio casi parece cómica en su desparpajo y sus
despistes, poco a poco se mostrará inmisericorde. Pero sin dar
muestras de dureza, de intención vengativa. Simplemente se ha
abierto la brecha y ya no podrá poner freno al caudal desbordado de
la memoria. Hará daño, pero sin querer. Junto a Hermida está Luisa Martín, todo naturalidad y matices. Desde la decidida mujer del
principio hasta la desconcertante hija perdida del final, Martín irá
sacudiendo al espectador en cada uno de sus giros, imprevisibles pero
llenos de sentido cuando se ven en su conjunto. Elena Rivera también
tendrá una evolución diáfana en su zigzagueo, redicha primero,
insegura más tarde, autoconsciente al terminar. Ramón Esquinas es
una especie de respiradero, la oportunidad para regenerarse, la
ilusión ciega (optimista). Quizá por eso su presencia siempre será
vista como la de un elemento extraño.
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