martes, 4 de marzo de 2014

El arte de la entrevista (Teatro María Guerrero)

El método de la entrevista ha dado pie a todo un género (o al menos subgénero) teatral con jugosos resultados. Ya sea utilizando a personajes históricos dramatizados o a puras invenciones (no pocas veces simbólicas), en los últimos años este juego ha tenido una gran repercusión a través de las películas escritas por el dramaturgo Peter Morgan, cuya Frost/Nixon, primero obra teatral, es explícitamente citada en El arte de la entrevista. Pero el intercambio de preguntas y respuestas, que como diría Fernán-Gómez más valdría calificar como interrogatorio que como entrevista, se remonta, tal como explica uno de los personajes de esta obra, a Sócrates. Sin duda, a través de la entrevista podemos alcanzar un mayor conocimiento, empezar a entrever lo que se esconde tras la máscara con la que las personas ocultamos ante los demás nuestro propio ser. Pero se trata de un juego que puede llevar a engaño. Y, como vemos en El arte de la entrevista, al más intrincado de los engaños: el autoengaño.

No queremos dar más relevancia de la debida a la formación filosófica de Juan Mayorga, pero es curioso que Sócrates también pueda tomarse como referencia para otro de los ejes que atraviesan la obra: para el filósofo griego los recuerdos quedaban grabados en la mente de una manera indeleble y podíamos regresar a ellos con plena confianza. Sin embargo, ahora sabemos que la memoria no es en absoluto fiable: no solo creamos falsos recuerdos con una facilidad y un realismo asombrosos, sino que cada vez que “visitamos” un recuerdo lo estamos cambiando de manera imperceptible: recordamos el recuerdo del recuerdo, y cada vez que volvemos allí estamos manipulando nuestra realidad. En el caso de El arte de la entrevista, Rosa, su protagonista, ha tenido el recuerdo que centra la trama apartado en algún rincón poco iluminado de su decadente memoria. Por eso cuando regresa lo hace con enorme intensidad, con una fuerza capaz de cambiar no solo su percepción de la realidad, sino lo que todos los que creían conocerla van a pensar de ella. Al traer el pasado al presente, ese mismo pasado cambia completamente de sentido. Y este es un trastorno que va a ser muy difícil de asimilar.

Pero lo que hace fascinante el desarrollo de El arte de la entrevista es que el espectador nunca llegará a saber qué hay de cierto en todo lo que le están contando. Puede que el recuerdo sea una fabulación, o puede ser totalmente cierto y que la falsedad se introduzca en el presente, en la representación misma a la que estamos asistiendo. Hay un extraño momento en el que un personaje dice que lo importante está aquí (señalándose a la cabeza). Cuando se le pide que lo repita, es otro personaje el que recalca ese en apariencia lugar común intrascendente. Es un momento perturbador que más adelante nos hará preguntarnos por la veracidad de toda la historia. En el juego de convenciones que es el teatro, una grieta puede echar al traste todas las certezas que teníamos asumidas. Y aquí tenemos otra de las claves de la función: la brecha, ese camino inexplorado que la entrevista puede abrir, ese punto débil que nos puede dar paso a lo inaccesible, un pequeño vacío que deja de ser simbólico para ser casi físico y que puede engullir nuestro concepto mismo de la realidad.

Los párrafos anteriores pretenden incidir en la densidad del texto de Mayorga, pero no queremos dar la impresión de que se trate de un mejunje pretencioso e indigesto. Todo lo contrario, El arte de la entrevista tiene la pureza dramática de una historia bien contada, con personajes de carne y hueso, no meros medios de expresión metafórica. La dirección de Juan José Afonso ha esclarecido lo que el libreto pueda tener de enredado para ofrecer una solución limpia, abierta a interpretaciones, sin cargar las tintas ni guiar al espectador. En otros textos Mayorga había cuestionado la eficacia de las reglas del teatro clásico, pero en esta ocasión se atiene a las normas aristotélicas de unidad de espacio, tiempo y acción (al menos aparentemente). Afonso se maneja con soltura dentro de estas restricciones y sin violar estas rígidas condiciones logra imprimir variedad y entidad propia a cada escena. A favor de la claridad también juegan una bonita escenografía de Elisa Sanz y una sutil iluminación de Carlos Alzueta.


Si la obra no fuera tan rica y estimulante como es, aún valdría la pena solo por ver a Alicia Hermida. Con un personaje al borde del abismo, tan cercano a veces como incomprensible otras, Hermida evita caer en la tentación del ternurismo, que tan fácil resultaría y tan bien sería acogido, para construir un personaje mucho más esquivo. Si al principio casi parece cómica en su desparpajo y sus despistes, poco a poco se mostrará inmisericorde. Pero sin dar muestras de dureza, de intención vengativa. Simplemente se ha abierto la brecha y ya no podrá poner freno al caudal desbordado de la memoria. Hará daño, pero sin querer. Junto a Hermida está Luisa Martín, todo naturalidad y matices. Desde la decidida mujer del principio hasta la desconcertante hija perdida del final, Martín irá sacudiendo al espectador en cada uno de sus giros, imprevisibles pero llenos de sentido cuando se ven en su conjunto. Elena Rivera también tendrá una evolución diáfana en su zigzagueo, redicha primero, insegura más tarde, autoconsciente al terminar. Ramón Esquinas es una especie de respiradero, la oportunidad para regenerarse, la ilusión ciega (optimista). Quizá por eso su presencia siempre será vista como la de un elemento extraño. 

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