Ni
hecho a propósito le habría salido al CDN un programa doble como el
que forman El arte de la entrevista y El viaje a ninguna parte. Ambos
suponen una reflexión sobre la memoria (o su pérdida), un reflejo
de cómo la mente puede crear una historia paralela tan poderosa que
suplantar la realidad. Pero mientras en El arte de la entrevista la
recuperación de sucesos presuntamente olvidados y el deterioro
mental suponen el centro de la trama, en El viaje a ninguna parte el
tema de la manipulación de los recuerdos es más bien un recurso
narrativo y un triste colofón a una historia de rendición
incondicional.
Precisamente
este montaje de El viaje a ninguna parte tiene que batallar con el
recuerdo de la película dirigida por Fernando Fernán Gómez (aunque
también hubo un serial radiofónico y una novela, la interferencia
en estos casos no es tan manifiesta). Ignacio del Moral confiesa
haber intentado ignorar este antecedente en su adaptación hasta el
punto de no volver a ver la película, y si el espectador le acompaña
en el empeño, podría pensar que la historia es puramente teatral.
No ya por su homenaje al oficio, según sus practicantes el más
bonito del mundo y según vemos aquí mismo también uno de los más
duros, sino porque tanto la versión de Del Moral como la dirección
de Carol López ofrecen una puesta estrictamente teatral. Si el cine
es el arte de la elípsis y el encadenado, en el teatro entramos en
el terreno de la evocación, del embrujo, del ver mucho más de lo
que hay en escena.
Sin
embargo, es curioso que al empezar la función el influjo fílmico
nos llegue de la manera más inesperada: la música de Luis MiguelCobo tiene un aire que remite inequívocamente a Nino Rota, y de
repente nos damos cuenta de todo lo que El viaje tiene de felliniano,
de esos personajes de su primera época, abandonados en medio de no
se sabe donde, ya casi sin anhelos, de vuelta de todo. También la
escenografía de Max Glaenzel tiene recovecos peliculeros, en este
caso parece que sacados de una película del oeste, como si los
campos de La Mancha correspondieran al desierto de Sonora. Un western
crepuscular, se diría hoy en día, con esos mercenarios tipo Los
profesionales que lo han visto todo y a los que ya solo les queda una
gota de dignidad.
Para
un actor tiene que ser muy emocionante ponerse en la piel de
cualquiera de los personajes de El viaje. Ellos saben mejor que nadie
los sinsabores de esta profesión, su capacidad ilimitada para crear
emoción y excitación, pero también los reveses cotidianos que
conlleva. Pero al poner en escena esta avalancha de sentimientos hay
que tener cuidado con el tono, si se tira por el lado elegíaco se
puede caer en una actitud rimbombante y hasta ridícula. Si se opta
por la sequedad, se puede perder alma y capacidad de sugestión. En
este sentido la parte más difícil le toca a Antonio Gil, que
transita entre su herido Carlos Galván, todavía dispuesto a darlo
todo por su carrera, cautivo del veneno del teatro, y el viejo
Galván, que ya rendido y desarmado tiene que refugiarse en sus
propias películas mentales para no sumergirse en la desolación.
Con
Tamar Novas se da la paradoja de que interpreta a un actor lamentable
y lo hace con tantísimo talento que da pie a crueles chistes. Pero
no, con una prodigiosa expresividad corporal y un tempo cómico digno
de los grandes actores, Novas ocupa el centro del escenario más
veces de las que en un principio le parecían asignadas. MiguelRellán vuelve a demostrar que tiene una capacidad empática como
pocos actores, dan ganas de darle ánimo en sus bajones, de irse de
celebración con él en los momento de exaltación, de darle la mano
cuando decide que ya está, que se acabó. Camila Viyuela es todo
simpatía y frescura, mientras que Olivia Molina dota de ternura y
convicción a su Juanita. Amparo Fernández no goza de demasiado
texto, pero se luce con Viyuela y Molina en la escena cupletista (en
la que por cierto cobra todo sentido el uso del espejo y el telón,
otra gran idea de escenografía). Andrés Herrera combina a la
perfección sus dos personajes, el falangista en caída libre y el
peliculero aprovechado.
Carol
López ha puesto en este montaje grandes dosis de buen juicio y
sensibilidad, de un amor no cursi por el teatro. La función está
llena de momentos bellísimos, mágicos (como cuando los desolados
campos de La Mancha se convierten en mar), y de una gran sabiduría
al combinar los dos tiempos narrativos, sin que se produzcan cortes
abruptos. El mismo mérito le podríamos atribuir a Ignacio del
Moral, que ha sabido condensar la historia sin caer en una sucesión
de grandes momentos. Ni tan siquiera en las en las escenas que
podrían deslizarse hacia lamentos vacuos o fáciles paralelismos
(¿qué le hemos hecho nosotros al gobierno?) se cae en el patetismo.
El autohomenaje tiene todas las papeletas para convertirse en
baboseo, pero cuando se hace con sinceridad y dignidad no caben
reproches.
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