Hay
una escena en Needles and Opium en la que Miles Davis, tras su
fracasada historia de amor con Juliette Greco en París, regresa a
Nueva York y se sumerge en un abismo de drogas y autodestrucción,
sin querer ponernos melodramáticos. Es un momento de una belleza
sublime en el que la combinación de música e imágenes nos hace
vislumbrar un tipo de teatro insólito capaz de dejar boquiabierto al
espectador más impasible (como la insufrible del móvil, que incluso
puede prescindir de su juguete durante unos minutos). Y sin embargo,
hélas
pour moi,
la escena adolece de una falsedad insalvable. Porque todo queda muy
bonito, es cautivador, trascendente, pero no nos lo creemos.
Y
he aquí el punto fuerte y a la vez la carencia más importante del
teatro de Robert Lepage. Visualmente es deslumbrante, si el
espectador se deja llevar, descubrirá un mundo nuevo fascinante y no
se creerá lo que ve. Pero... literalmente: no nos lo creemos. La
construcción dramática de Needles and Opium, si se puede calificar
así, es tan superficial y magra que nos quedamos famélicos.
Devorada por el despliegue escénico, la materia argumental se queda
en esbozos a veces con apariencia de relleno (como cuando en la
sesión de desintoxicación sentimental el protagonista se pone a
hablar de los avatares del Quebec). Y eso que la ambiciones no son
modestas, amor y muerte, en genérico, o historias de soledad y
desesperación, más en concreto. Pero si lo que vemos en escena nos
fulmina las neuronas, lo que escuchamos nos expela el sentimiento.
Un
problema particular (nuestro) es que Jean Cocteau nos cae gordo (cfr.
sus películas), y después de esta obra su reputación no es que
haya mejorado ante nuestros ojos. Lo cierto es que Miles Davis
tampoco es que fuera un encanto de persona y tenía un carácter de
esos que mejor verlos desde el burladero, pero eso poco importa
cuando se escucha su música. Sin embargo el histriónico Cocteau,
además de tener una de esas personalidades un poco repelentes y unas
actitudes más bien discutibles (como las que mantuvo durante la
Ocupación), tiene una obra que vista hoy hace que se caiga el alma a
los pies. Y cuando los ves aquí, en Needles and Opium, aparte de las
ganas de estrangularlo, pocos sentimientos más poéticos despierta.
Y
eso que Marc Labrèche hace un trabajo más que notable, aunque mejor
cuando se pone en la piel de Robert. Puede estar tan gracioso para al
momento caer en el patetismo (como en la escena del doblaje), hablar
por teléfono con una empatía muy difícil de conseguir, más si
tenemos en cuenta que nunca tiene el apoyo de la réplica, y
transmitir su sufrimiento de una manera mucho más directa que la que
se filtra a través del texto. Además, todo esto, hay que tenerlo en
cuenta, mientras hace acrobacias y tiene que seguir las difíciles
pautas y ritmos de la puesta en escena. En este terreno también se
desempeña con soltura y elegancia Wellesley Robertson III,
consiguiendo que todo lo artificioso de la creación parezca
sencillo.
Al
final del espectáculo, y muy merecidamente, salieron a saludar los
técnicos y se llevaron la mayor ovación, lo que no deja de ser
sintomático. El sonido, la iluminación, las proyecciones, los
cambios de escena dentro del cubo mágico son prodigiosos y fluidos.
Un verdadero tour
de force
saldado con éxito y que, para cierto tipo de teatro, podría
considerarse un logro mayúsculo. Tenemos que decir que asistir de
vez en cuando a este tipo de funciones es necesario y gratificante,
como volver a apreciar, o quizá descubrir, todas las posibilidades
de una puesta en escena inventiva y fantasiosa. Pero, en el fondo,
creemos que con un simple perchero se puede alcanzar más pureza
teatral que con todos los trucos del mejor prestidigitador.
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