El
arte moderno (o de vanguardia, o romántico, o como se le quiera
llamar a ese estilo en perpetua dicotomía histórica con el arte
clásico o realista) está bien para que las mentes jóvenes y poco
formadas tengan un motivo por el que apasionarse y diferenciarse
(además de generar una caudalosa fuente de arrepentimiento o burla
una vez se ha madurado), pero el problema llega cuando esos
movimientos modernos que parecían el culmen de lo transgresor, un
electrochoque al que se sometía a las convenciones, se revisita
tiempo después y se percibe como algo ridículo, desfasado y
artísticamente famélico.
En
Salvator Rosa se nos dice no menos de cincuenta veces que Gezabel, la
hija del chamarilero es mala, muy mala, malísima. Se lo dice su
padre, se lo repiten sus amigas, lo reitera ella con satisfacción.
Es muy mala. Al principio es rara tanta insistencia, luego hasta hace
gracia, y al final acaba por cansar. De igual manera, es muy grueso y tonto decir en
una reseña, una o mil veces, que una obra de teatro es mala, y no
nos gusta nada hacerlo, pero es que Salvator Rosa es mala. Y lo
decimos de manera objetiva. Incluso en algunos momentos nos pareció
que es deliberadamente mala, vocacionalmente mala. Ahora tenemos que
matizar que decir que una obra mala no es siempre negativo. Más allá
de que las obras malas sean necesarias para poder apreciar las buenas
y de que hay obras tan malas que son buenas, una obra mal construida,
con diálogos artificiosos, actuaciones desmadradas y tan inverosímil
como falsa, teatrera en el peor sentido, puede tener encanto. No es
el caso.
El
problema de Salvator Rosa, obviamente, se encuentra ya en la
escritura. Francisco Nieva, ilustre representante de ese teatro de
vanguardia que tan demodé ha quedado, pareció plantearse aquí
construir una historia con todos los elementos para fastidiar al
personal. Tiene su parte de teatro simbólico (¡y la dirección no
nos ahorra unas flores que surgen del suelo al final!), su lado de
teatro de tesis (que sí, que el arte no tiene por qué ser siempre
realista, que no me lo repitas otra vez), su faceta de teatro
autoparódico (hello, Sixties) y una vena teatral de esas que le
pillan a un despistado y le alejan de las salas durante un lustro. O
peor, que provoca ganas de linchamiento indiscriminado (al parecer ya
conocido en el Nápoles del XVII).
Y
sí, la dirección está a tono. Lo peor es que tenemos que lamentar
el derroche de una escenografía pesada y exhibicionista para una
función tan inmerecedora de tamaño despliegue. Por ahí está
Carlos Lorenzo, al que recientemente disfrutamos en Un cuento de invierno y que nos laceraba con el recuerdo de lo mucho que se puede
hacer con poco y lo poco que se puede hacer con mucho. También la
música tiene un tono cargante entre moderno (de ayer) y burlón
demasiado subrayado. Y las actuaciones... pues qué van a hacer. Por
mucho talento que tengan los actores, un despropósito así no hay
Laurence Olivier que lo salve. Así que, la cosa queda clara, ya se
encargó Nieva de recalcárnoslo, pero con teatro así, flaco favor
hizo a sus tesis.
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