lunes, 16 de marzo de 2015

Salvator Rosa (Teatro María Guerrero)

El arte moderno (o de vanguardia, o romántico, o como se le quiera llamar a ese estilo en perpetua dicotomía histórica con el arte clásico o realista) está bien para que las mentes jóvenes y poco formadas tengan un motivo por el que apasionarse y diferenciarse (además de generar una caudalosa fuente de arrepentimiento o burla una vez se ha madurado), pero el problema llega cuando esos movimientos modernos que parecían el culmen de lo transgresor, un electrochoque al que se sometía a las convenciones, se revisita tiempo después y se percibe como algo ridículo, desfasado y artísticamente famélico.

En Salvator Rosa se nos dice no menos de cincuenta veces que Gezabel, la hija del chamarilero es mala, muy mala, malísima. Se lo dice su padre, se lo repiten sus amigas, lo reitera ella con satisfacción. Es muy mala. Al principio es rara tanta insistencia, luego hasta hace gracia, y al final acaba por cansar. De igual manera, es muy grueso y tonto decir en una reseña, una o mil veces, que una obra de teatro es mala, y no nos gusta nada hacerlo, pero es que Salvator Rosa es mala. Y lo decimos de manera objetiva. Incluso en algunos momentos nos pareció que es deliberadamente mala, vocacionalmente mala. Ahora tenemos que matizar que decir que una obra mala no es siempre negativo. Más allá de que las obras malas sean necesarias para poder apreciar las buenas y de que hay obras tan malas que son buenas, una obra mal construida, con diálogos artificiosos, actuaciones desmadradas y tan inverosímil como falsa, teatrera en el peor sentido, puede tener encanto. No es el caso.

El problema de Salvator Rosa, obviamente, se encuentra ya en la escritura. Francisco Nieva, ilustre representante de ese teatro de vanguardia que tan demodé ha quedado, pareció plantearse aquí construir una historia con todos los elementos para fastidiar al personal. Tiene su parte de teatro simbólico (¡y la dirección no nos ahorra unas flores que surgen del suelo al final!), su lado de teatro de tesis (que sí, que el arte no tiene por qué ser siempre realista, que no me lo repitas otra vez), su faceta de teatro autoparódico (hello, Sixties) y una vena teatral de esas que le pillan a un despistado y le alejan de las salas durante un lustro. O peor, que provoca ganas de linchamiento indiscriminado (al parecer ya conocido en el Nápoles del XVII).


Y sí, la dirección está a tono. Lo peor es que tenemos que lamentar el derroche de una escenografía pesada y exhibicionista para una función tan inmerecedora de tamaño despliegue. Por ahí está Carlos Lorenzo, al que recientemente disfrutamos en Un cuento de invierno y que nos laceraba con el recuerdo de lo mucho que se puede hacer con poco y lo poco que se puede hacer con mucho. También la música tiene un tono cargante entre moderno (de ayer) y burlón demasiado subrayado. Y las actuaciones... pues qué van a hacer. Por mucho talento que tengan los actores, un despropósito así no hay Laurence Olivier que lo salve. Así que, la cosa queda clara, ya se encargó Nieva de recalcárnoslo, pero con teatro así, flaco favor hizo a sus tesis. 

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