lunes, 30 de marzo de 2015

Constelaciones (Teatro Lara)


En su prólogo a Muchos mundos en uno, libro en el que intenta explicar de manera comprensible el concepto de multiverso, Alex Vilenkin habla del fenomenal éxito del libro que, de la noche a la mañana, le ha hecho pasar de respetable científico y multimillonaria celebridad... en algún mundo paralelo. Seguramente en algún otro universo Nick Payne ha tenido el mismo destino gracia a Constelaciones, pero tampoco se puede quejar de cómo le ha ido en este, con su obra representada con éxito y grandes intérpretes entre otros lugares en Inglaterra, Estados Unidos y ese universo tan raro y particular que es España.

Sin ponernos a divagar en consideraciones científicos (entre otras cosas porque están más allá de nuestras posibilidades), lo cierto es que la idea del multiverso, por muy atractiva que sea, nunca nos ha parecido demasiado convincente. Aparte de que sea totalmente antiintuitiva, lo cierto es que de primeras puede parecer una chorrada (por usar términos puramente científicos), y eso que libros como el de Vilenkin o El paisaje cósmico de Leonard Susskind nos han demostrado que investigadores con todas las acreditaciones y argumentos de peso creen muy plausible la veracidad de esta teoría. En cualquier caso, nosotros siempre hemos pensado que hay un lugar en el que los multiversos tienen una manifestación innegable, y es precisamente en el teatro.

Para explicar la idea que hay detrás del multiverso a los de letras se les suele dar el ejemplo de El jardín de los senderos que se bifurcan, pero tratándose de teatro nos parece mucho más oportuno citar una obra menos conocida pero igualmente fascinante: Céline y Julie van en barco, una de las películas teatrales de Jacques Rivette. En ella vemos como la aparente rutina de la representación teatral no es más que una convención: obviamente, no hay dos funciones iguales. Por muy ensayada que esté una obra, por muy interiorizados que estén los mecanismos de la puesta en escena, cada vez que se levanta el telón se da paso a lo impredecible. Tan cerca de la gloria como del desastre, la trayectoria de una obra teatral es lo más cerca que estaremos de ver ante nuestros ojos el despliegue de un multiverso.

Y sin embargo Payne no hace uso de estas referencias metatreales para construir su espectáculo, quizá porque la cosa ya es lo suficientemente compleja por sí misma como para incluir más elementos de confusión (y, aún así, estamos seguros de que una parte del público no lo pilla, nos gustaría saber cuál es su interpretación de todo lo que pasa en escena). La construcción de Constelaciones, al principio de apariencia absurda pero enseguida clarificada (muy sutilmente introduce una escena de explicación, de esas que suelen ser tan pesadas, a través de una cómica borrachera) se estructura a través de dos recursos básicos: la reiteración de situaciones que por una parte llevan a un punto muerto, mientras que en otras versiones abren el camino a la continuación del argumento; y el avance fragmentado de escenas con la flecha del tiempo en sentido inverso y que anticipan el final (esto es más sencillo de lo que parece, limitaciones de expresión propias no achacables a Payne).

Aunque en el desarrollo de las escenas echamos en falta algo más de explicación causal (todo parece basado en la divergencia de caracteres, cuando el determinismo que plantea la teoría del multiverso negaría explícitamente el libre albedrío), lo cierto es que el autor logra llegar a la esencia a través de elementos mínimos. En perfecta armonía con esta esencialidad, la dirección de Fernando Soto se ajusta a la contención limitándose (y no es poco) a facilitar la fluidez y continuidad de la historia a través de pequeñas intervenciones, casi imperceptibles, a través de la música y el sonido. Porque Constelaciones puede parecer mucho (una narración que desafía el convencionalismo de la historia lineal) o muy poco (una comedia romántica como tantas), y sin embargo logra la conjunción perfecta, la medida humana. Y lo hace en gran medida gracias a sus excelentes actores.


Como apuntábamos al principio, intérpretes de gran prestigio han decidido comprometerse con esta obra de apariencia modesta (aunque implicaciones desbordantes). Y no es de extrañar, pues no se trata solo de un reto por el que merece la pena arriesgarse, sino que también ofrece posibilidades de afrontar una amplia gama de registros sin salirse del personaje. Entre la pareja que forman Inma Cuevas y Fran Calvo hay un fuerte contraste de estilos, y sin embargo prevalece la empatía. Calvo mantiene a lo largo de toda la representación una constancia que prevalece sobre los vaivenes argumentales, dotando a su personaje de una coherencia que lo hace reconocible en todo momento. Por el contrario, Cuevas, quien tiene que cambiar de registro en cuestión de nanosegundos, pasa de ser una chica encantadora a una borde sin sentimientos en un parpadeo, y lo hace sin exhibicionismo, con esa convicción que hace que el actor se transforme en persona, muchas personas en una.

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