En
su prólogo a Muchos
mundos en uno,
libro en el que intenta explicar de manera comprensible el concepto
de multiverso, Alex Vilenkin habla del fenomenal éxito del libro
que, de la noche a la mañana, le ha hecho pasar de respetable
científico y multimillonaria celebridad... en algún mundo paralelo.
Seguramente en algún otro universo Nick Payne ha tenido el mismo
destino gracia a Constelaciones, pero tampoco se puede quejar de cómo le ha ido en este, con
su obra representada con éxito y grandes intérpretes entre otros
lugares en Inglaterra, Estados Unidos y ese universo tan raro y
particular que es España.
Sin
ponernos a divagar en consideraciones científicos (entre otras cosas
porque están más allá de nuestras posibilidades), lo cierto es que
la idea del multiverso, por muy atractiva que sea, nunca nos ha
parecido demasiado convincente. Aparte de que sea totalmente
antiintuitiva, lo cierto es que de primeras puede parecer una
chorrada (por usar términos puramente científicos), y eso que
libros como el de Vilenkin o El
paisaje cósmico
de Leonard Susskind nos han demostrado que investigadores con todas
las acreditaciones y argumentos de peso creen muy plausible la
veracidad de esta teoría. En cualquier caso, nosotros siempre hemos
pensado que hay un lugar en el que los multiversos tienen una
manifestación innegable, y es precisamente en el teatro.
Para
explicar la idea que hay detrás del multiverso a los de letras se
les suele dar el ejemplo de El jardín de los senderos que se
bifurcan, pero tratándose de teatro nos parece mucho más oportuno
citar una obra menos conocida pero igualmente fascinante: Céline
y Julie van en barco,
una de las películas teatrales de Jacques Rivette. En ella vemos
como la aparente rutina de la representación teatral no es más que
una convención: obviamente, no hay dos funciones iguales. Por muy
ensayada que esté una obra, por muy interiorizados que estén los
mecanismos de la puesta en escena, cada vez que se levanta el telón
se da paso a lo impredecible. Tan cerca de la gloria como del
desastre, la trayectoria de una obra teatral es lo más cerca que
estaremos de ver ante nuestros ojos el despliegue de un multiverso.
Y
sin embargo Payne no hace uso de estas referencias metatreales para
construir su espectáculo, quizá porque la cosa ya es lo
suficientemente compleja por sí misma como para incluir más
elementos de confusión (y, aún así, estamos seguros de que una
parte del público no lo pilla, nos gustaría saber cuál es su
interpretación de todo lo que pasa en escena). La construcción de
Constelaciones, al principio de apariencia absurda pero enseguida
clarificada (muy sutilmente introduce una escena de explicación, de
esas que suelen ser tan pesadas, a través de una cómica borrachera)
se estructura a través de dos recursos básicos: la reiteración de
situaciones que por una parte llevan a un punto muerto, mientras que
en otras versiones abren el camino a la continuación del argumento;
y el avance fragmentado de escenas con la flecha del tiempo en
sentido inverso y que anticipan el final (esto es más sencillo de lo
que parece, limitaciones de expresión propias no achacables a
Payne).
Aunque
en el desarrollo de las escenas echamos en falta algo más de
explicación causal (todo parece basado en la divergencia de
caracteres, cuando el determinismo que plantea la teoría del
multiverso negaría explícitamente el libre albedrío), lo cierto es
que el autor logra llegar a la esencia a través de elementos
mínimos. En perfecta armonía con esta esencialidad, la dirección
de Fernando Soto se ajusta a la contención limitándose (y no es
poco) a facilitar la fluidez y continuidad de la historia a través
de pequeñas intervenciones, casi imperceptibles, a través de la
música y el sonido. Porque Constelaciones puede parecer mucho (una
narración que desafía el convencionalismo de la historia lineal) o
muy poco (una comedia romántica como tantas), y sin embargo logra la
conjunción perfecta, la medida humana. Y lo hace en gran medida
gracias a sus excelentes actores.
Como
apuntábamos al principio, intérpretes de gran prestigio han
decidido comprometerse con esta obra de apariencia modesta (aunque
implicaciones desbordantes). Y no es de extrañar, pues no se trata
solo de un reto por el que merece la pena arriesgarse, sino que
también ofrece posibilidades de afrontar una amplia gama de
registros sin salirse del personaje. Entre la pareja que forman Inma
Cuevas y Fran Calvo hay un fuerte contraste de estilos, y sin embargo
prevalece la empatía. Calvo mantiene a lo largo de toda la
representación una constancia que prevalece sobre los vaivenes
argumentales, dotando a su personaje de una coherencia que lo hace
reconocible en todo momento. Por el contrario, Cuevas, quien tiene
que cambiar de registro en cuestión de nanosegundos, pasa de ser una
chica encantadora a una borde sin sentimientos en un parpadeo, y lo
hace sin exhibicionismo, con esa convicción que hace que el actor se
transforme en persona, muchas personas en una.
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