Todos
los años pasa lo mismo. Y no sería tan malo si cada ritual no
viniera acompañado por su lista de tópicos. Y luego las quejas
sobre los tópicos. Y ya estamos inmersos en un mise
en abyme
del que será mejor que salgamos cuanto antes. Era por Halloween. Que
cada último día de octubre tenemos que escuchar los mismos lamentos
(por cierto, que invariablemente se pronuncia mal “Halloween”:
algún día podremos convertirnos en una colonia del Imperio, pero
jamás conseguiremos hablar bien el inglés). Y siempre surge alguna
voz que clama, teniendo el carnaval, ¿para qué necesitamos importar
esta chuminada? Y, ay, es verdad, es una lástima que se haya perdido
el espíritu del carnaval. Este que recién se ha terminado, como si
nunca hubiera pasado. Habrá mil explicaciones, como que si el
carnaval representaba un paréntesis de libertad para una sociedad
oprimida, en un mundo en el que todo esta permitido ya no tiene
sentido, y todo eso, ya se sabe, incluidas las réplicas cínicas.
Pero el carnaval tiene tantas posibilidades simbólicas (duh!), ha
servido a tantos historiadores y exégetas para elaborar teorías,
que es una verdadera pena que haya quedado limitado a esa cosa que se
hace en Río.
Cierto,
excesiva introducción para hablar de Carnaval barroco, pero lo
cierto es que Le Poème Harmonique también utiliza el carnaval como
una excusa bastante superficial para montar su espectáculo y no
tenemos nada que reprocharles. Como en el carnaval, ya lo decíamos,
está permitido todo, la compañía dirigida por Vincent Dumestre y Cécile Roussat se
refugia en su ambiente liberador para mezclar géneros sin mayores
preocupaciones. Porque en apariencia no resultaría nada fácil aunar
música barroca y números circenses, pero de alguna manera se las
arreglan para que no haya disensión, sino fluidez y coherencia.
Aunque si es cierto que hubo un ganador en esta batalla entre alta
cultura y cultura popular: el público se decantó claramente por
esta última. Chacun à son gôut.
De
hecho, al principio nos temimos que iba a suceder algo parecido a lo
que pasó en El burgués gentilhombre: que no iba a haber ni un
aplauso tras cada número. Maldición, estos de Le Poème no vuelven
por Madrid. Porque el inicio de Carnaval barroco es bellísimo, tanto
estéticamente como en lo referente a la música de Fasolo y Maletti,
escenas en las que además ya se introducen algunos sencillos trucos
de magia para animar el ambiente. Pero nada. Y pensar que en el
Congreso... Pero bueno, luego empezaron los malabares y las gracias
de los zannis, y surgió algún tímido intentó. Poco a poco, la
bancada de la derecha comenzó a animarse, y para cuando llegaron los
equilibristas, ya el teatro pasó de no aplaudir nada a aplaudirlo
todo. Los niños disfrutan con los mimos, los adultos se pregunta
cómo es capaz el cuerpo humano de hacer esas cosas. Hasta que...
Sí,
nosotros también lo notamos. El climax de la función se produce
cuando los músicos abandonan por un momento sus dulces melodías y
se produce un crescendo
acústico que acompaña un impresionante número acrobático en el
que parece que los artistas van a romperse la crisma. Todo finaliza
felizmente, empieza a sonar la tarantela del Gargano y no se puede
contener la euforia. Solo faltaría ver al obispo de Madrid en el
centro del coro dando algunos pasos de baile (como se hacía en los
viejos tiempos). El público ya está rendido, quiere sacar a los
cómicos en hombros. Y entonces todo se para. Los zannis se ponen a
montar un pequeño escenario y parecen tomarse más tiempo del
necesario. Y vuelven los cantantes. Casi se palpó la resignación.
Pero
la cosa no podía quedar ahí (y eso que la función solo dura hora y
media). Vuelven los graciosos, descubrimos que con el diábolo se
pueden hacer auténticas virguerías, hay explosiones, saltos y
auténtico espíritu festivo. Esto es memorable, nos repetimos para
no olvidarlo. Un teatro trabajado al detalle para que nada falle y en
el que no debe notarse el esfuerzo. En el que cualquier cosa es
posible, que no inventa nada, pero que reivindica el valor de la
tradición para demostrar que esto sí que es arte. Es tan fácil
sentirse hechizado por su deslumbrante belleza que podríamos pasar
por alto el riesgo y el valor de una propuesta tan a contracorriente.
Es lo que tiene la felicidad.
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