Si
la condición ideal para ir (¡nunca asistir!) al teatro es la pureza
inmaculada del total desconocimiento, lo cierto es que cada vez es
más difícil sentarse a disfrutar de una función sin antes conocer
al detalle el argumento, las intenciones del autor, las motivaciones
de los actores, las opiniones de personas de diversa calaña e
incluso las (lamentables) condiciones económicas de la puesta en pie
del proyecto (hay cierto director al que cada vez que hemos escuchado
o leído una entrevista cuenta que con sus montajes pierde dinero, y
encima es muy prolífico...). Y todo esto sin pretenderlo, incluso
procurando evitar contaminaciones.
Pero,
en cualquier caso, con Invernadero las previsiones y las prevenciones
son inútiles. Aunque se conozca la obra, la sorpresa permanece
inalterada. Ni tan siquiera después de verla se tiene muy claro algo
tan básico cómo de qué va o a qué genero pertenece. Sin duda
tiene algo de comedia, y divertídísima que es. También crueldad,
con elementos turbadores, desasosegantes. Y pizcas de misterio, una
intriga de esas en las que no se sabe no ya quién ha matado a quién,
sino ni tan siquiera cuál es el crimen. Pero más allá de amplias
generalizaciones, como el abuso de poder, la irracionalidad de la
burocracia, la opresión del Estado moderno (oh
là là),
la intención de Harold Pinter permanece esquiva. Quizá porque esa es
precisamente su intención, trasladar ese sentimiento de inquietud,
de no saber qué está pasando pero saber que no es nada bueno.
Mario
Gas consigue transmitir a la perfección ese temblor de inseguridad
manteniendo el difícil equilibrio entre comedia absurda y amenaza
persistente, como si el espectador fuera uno más de los pacientes de
esa clínica de reposo tan particular que vemos en escena. También
la personal y chispeante versión de Eduardo Mendoza contribuye a
incidir en un aturdimiento a través del cual Pinter evita que el espectador se instale en
la confortabilidad de los terrenos ya conocidos, sino que le mantiene
a la expectativa, solo consciente de que puede pasar cualquier cosa.
La escenografía de Juan Sanz y Miguel Ángel Coso, mantiene
explícitamente la dualidad de la historia (entre jefes y empleados,
doctores y pacientes, integrados y marginados, sanos y locos), pero
frente a la solidez del decorado quedan un poco rudimentario los
cambios de escena, y sobre todo la utilización de luces para
deslumbrar al público.
Desde
la primera escena de Invernadero Gonzalo de Castro y Tristán Ulloa forman un dúo
cómico / siniestro en el que ya están claras algunas de las claves
de la función. De Castro incide en la vertiente más divertida de su
Roote, un antiguo militar que se esfuerza por mantener el respeto y
la obediencia y solo consigue parecer ridículo. Aunque, según
avance la función y la situación se haga cada vez más tensa,
también será capaz de mostrar su lado más perverso. Uno puede
tomarse a choteo la autoridad, pero cuando esta se pone firme es
mejor saber de a qué atenerse. Frente a la expansión de Gonzalo de
Castro, Ulloa explota su contención. Su Gibbs parece un psicópata
de libro, frío y manipulador, siempre sabe situarse en la posición
más adecuada para lograr sus objetivos y no duda en utilizar a los
demás para cumplir sus planes. La combinación letal entre estos dos
actores da los mejores momentos de la obra y aunque en ningún
momento hay una intención didáctica, sus interpretaciones ayudan a
comprender mejor este juego cruel y finalmente dramático.
El
Lush de Jorge Usón no muestra más humanidad que su aborrecido
Gibbs, pero su extraña relación con este y con Roote también da
pie a escenas memorables, como la de la tarta. Es un canalla con
encanto al que Usón también sabe dotar de una vertiente sarcástica
que no esconde la maldad de su interior. El Lamb (aquí la simbología
del nombre es bastante evidente) de Carlos Martos parece el único
personaje inocente de la obra, sacrificado más que por el bien de la
ciencia por el placer masoquista de sus superiores. En la dura escena
del electroshock Martos pasa con naturalidad de la violencia más
intensa a la indolencia de la víctima voluntaria. Isabelle Stoffel,
una discutible elección de reparto, juega entre el estereotipo de la
mujer fatal y el de la mujer sumisa. Javivi Gil Valle (el único
subalterno o paciente que tiene presencia en la obra) y Ricardo Moya
(el jefe utilizado para explicar sucintamente los últimos
acontecimientos) tienen dos breves pero justificadas apariciones en
las que saben añadir intensidad y claridad.
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