lunes, 20 de abril de 2015

¿A quién te llevarías a una isla desierta? (Teatro Lara)

No es por ponernos en plan críticos severos (no somos ni una cosa ni la otra), pero si ¿A quién te llevarías a una isla desierta? ha podido con nosotros, sin duda puede con cualquiera. Y decimos “ha podido” en el sentido de que nos ha vencido, nos ha conquistado, nos ha quitado el caparazón que cubre nuestro corazón... alto ahí. (Re)capitulemos. Íbamos ilusionados, como siempre, pero enseguida aparecieron los recelos (lo cual tampoco es del todo inhabitual); la función empieza con un monólogo bien desarrollado y bien defendido, pero no muy lejano al canónico monólogo de comedia que tira del ¿nunca te ha pasado eso de...? y de referencias fácilmente extensibles al respetable. Y a mí no me vengas con identificaciones que yo soy muy mío. También está lo de la comedia generacional, pareja que cuando va unida es tan detestable como otros famosos duetos tipo “documento necesario” o “ confesión desgarradora” o “drama honesto” (¡ni tan siquiera honrado!), parejas que ya van de sí y que no necesitan nuestra compañía. Otra cosa es el aire a película indie, de esas de sentimientos y gente hablando hasta dejarte la cabeza como un bombo. Y, para más inri, los personajes parecen unos niñatos, de esos que se quejan por los desastres de la peluquería, lo que les ha dejado con una pinta horrible para ir a la asamblea donde tenían planeado quejarse a lo grande.

Como se ve muchas, muy diferentes y de muy diverso calado reticencias que Jota Linares y Paco Anaya van desactivando una a una, no sin dejar víctimas por el camino. Porque los personajes no son en absoluto esos estereotipos más o menos guays creados por “artistas” autosatisfechos que se regodean en la propia gloria (a menudo camuflada en reivindicaciones ingenuas y pretenciosas), sino gente real, con sus grandezas y debilidades, más como tú que como yo. Otro punto que no habíamos señalado en la lista de agravios es la grima que nos dan los treintañeros nostálgicos, vertiente por la que parece caer la función al principio, pero en realidad no estamos ante estos jóvenes adultos ya cansinos que viven en la indeterminación privilegiada, sino personas que padecen una muy comprensible desilusión, en un estado de melancolía no por lo que fue, sino por lo que no llego a ser. De tal manera que si en la primera parte podemos reírnos con ellos y comprender un estado de ánimo cercano a la derrota pero todavía resistente, en el cambio de tono de la segunda parte vemos que también tienen su lado oscuro, que pueden llegar a ser unos mierdas, dicho crudamente.

En ese peligroso campo de minas en el que se mueven Linares y Anaya no faltan ciertos tópicos y algunas expresiones de autoayuda que los autores desarman por dos vías, una fácil y otra mucho más estimulante. El camino fácil es la autoconsciencia, la referencia explícita a los manuales de autoayuda como diciendo “no nos queremos poner pretenciosos ni cursis, es broma”. Pero es mucho más interesante cuando afrontan los problemas de cara y dicen, sí, hay momentos en los que hay que tomar decisiones, y no es nada sencillo. Como esa gran escena en la que la actriz se da cuenta de que quizá no sea una elegida, de que el tiempo de los sueños ha acabado y ha llegado el momento de la responsabilidad, esa palabra maldita. Porque los personajes de ¿A quién te llevarías a una isla desierta? son especiales, pero como todo el mundo.

Este clima desazón que sobrevuela durante toda la primera parte se hace apabullante a partir del juego de la verdad, que desata todos los rencores, los miedos y las decepciones. Aquí se produce un giro dramático que no por intuido (y esto es digno de encomio, los autores no juegan con la sorpresa ni el sensacionalismo), deja de ser un poco inverosímil. Era necesaria la eclosión, el punto de no retorno, pero quizá el motivo elegido parece demasiado literario, chocante con el naturalismo expresado hasta entonces. Por suerte el bache es transitorio y la función recupera vuelo en una parte final casi onírica pero que no despega los pies del suelo, un “tres años después” que demuestra que ya nada será como antes, pero que hay que asumir los cambios y que nada termina para siempre, ni tan siquiera la ilusión.

Por supuesto, para transmitir esta cercanía, esta simpatía tan conmovedora, hacen falta unos actores que no representen, sino que vivan. Y ahí tenemos a Abel Zamora, ese Eze al principio un poco moñas, un triste, como le dicen, pero al que acabaremos por entender, atrapado en su inseguridad, incapaz de tomar decisiones, de abrirse, y que cuando lo haga desencadenará el desastre. A su lado la Celeste de Maggie Civantos es una explosión de carisma, una actriz que quiere ser Marilyn pero que está a punto de darse por vencida. Al contrario que su personaje, Civantos es una extraordinaria actriz, irresistible en los momentos cómicos y empática en el drama, tan arrolladora cuando la fe brilla en sus ojos como desoladora al final del camino. Beatriz Arjona es Marta, de primeras un bicho desestabilizador, la intrusa que destroza la familia feliz, pero que a fin de cuentas es la víctima de un mundo en el que nunca ha podido integrarse. Su manera de ser directa y sin subterfugios no cuadra en unas relaciones basadas en la impostura y la mentira, por lo que no extraña que salga escaldada, aunque finalmente, y a su manera, triunfante. Por su parte, el Marcos de Juan Blanco parece desganado, sumiso a lo que tenga que pasar, se mueve como si estuviera en las nubes, pero en realidad la carga que soporta es demasiado pesada para que pueda llevarla sin sufrir daños. Su estallido de maldad será la forma que tome su necesidad de escapar al miedo que le atenaza, aunque sepa que la caída será el resultado más probable.


Sea por cuestiones de identificación o por las excelencias de la construcción dramática, lo cierto es que el público se mostró a favor desde el inicio de la función, acompañando las gracias con carcajadas explosivas, las alusiones privadas con un perceptible reconocimiento, y aún más: en cierto momento se produjo un tipo de conexión que pocas veces hemos visto en un teatro: un “ahhhhh” espontáneo y colectivo, que más allá de lo anecdótico muestra la imbricación entre los espectadores y los personajes, ese sentimiento de que lo que está pasando ahí delante nos está hablando de manera directa, sin artificios de juegos malabares. Ni tan siquiera hace falta que nos hayamos sentido así alguna vez (ese nocivo solipsismo de parte del arte actual), sino que lo que le pasa a estos personajes realmente nos atañe, nos preocupa, nos duele y nos emociona. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario