No
es por ponernos en plan críticos severos (no somos ni una cosa ni la
otra), pero si ¿A quién te llevarías a una isla desierta? ha
podido con nosotros, sin duda puede con cualquiera. Y decimos “ha
podido” en el sentido de que nos ha vencido, nos ha conquistado,
nos ha quitado el caparazón que cubre nuestro corazón... alto ahí.
(Re)capitulemos. Íbamos ilusionados, como siempre, pero enseguida
aparecieron los recelos (lo cual tampoco es del todo inhabitual); la
función empieza con un monólogo bien desarrollado y bien defendido,
pero no muy lejano al canónico monólogo de comedia que tira del
¿nunca te ha pasado eso de...? y de referencias fácilmente
extensibles al respetable. Y a mí no me vengas con identificaciones
que yo soy muy mío. También está lo de la comedia generacional,
pareja que cuando va unida es tan detestable como otros famosos
duetos tipo “documento necesario” o “ confesión desgarradora”
o “drama honesto” (¡ni tan siquiera honrado!), parejas que ya
van de sí y que no necesitan nuestra compañía. Otra cosa es el
aire a película indie, de esas de sentimientos y gente hablando
hasta dejarte la cabeza como un bombo. Y, para más inri, los
personajes parecen unos niñatos, de esos que se quejan por los
desastres de la peluquería, lo que les ha dejado con una pinta
horrible para ir a la asamblea donde tenían planeado quejarse a lo
grande.
Como
se ve muchas, muy diferentes y de muy diverso calado reticencias que
Jota Linares y Paco Anaya van desactivando una a una, no sin dejar
víctimas por el camino. Porque los personajes no son en absoluto
esos estereotipos más o menos guays creados por “artistas”
autosatisfechos que se regodean en la propia gloria (a menudo
camuflada en reivindicaciones ingenuas y pretenciosas), sino gente
real, con sus grandezas y debilidades, más como tú que como yo.
Otro punto que no habíamos señalado en la lista de agravios es la
grima que nos dan los treintañeros nostálgicos, vertiente por la
que parece caer la función al principio, pero en realidad no estamos
ante estos jóvenes adultos ya cansinos que viven en la
indeterminación privilegiada, sino personas que padecen una muy
comprensible desilusión, en un estado de melancolía no por lo que
fue, sino por lo que no llego a ser. De tal manera que si en la
primera parte podemos reírnos con ellos y comprender un estado de
ánimo cercano a la derrota pero todavía resistente, en el cambio de
tono de la segunda parte vemos que también tienen su lado oscuro,
que pueden llegar a ser unos mierdas, dicho crudamente.
En
ese peligroso campo de minas en el que se mueven Linares y Anaya no
faltan ciertos tópicos y algunas expresiones de autoayuda que los
autores desarman por dos vías, una fácil y otra mucho más
estimulante. El camino fácil es la autoconsciencia, la referencia
explícita a los manuales de autoayuda como diciendo “no nos
queremos poner pretenciosos ni cursis, es broma”. Pero es mucho más
interesante cuando afrontan los problemas de cara y dicen, sí, hay
momentos en los que hay que tomar decisiones, y no es nada sencillo.
Como esa gran escena en la que la actriz se da cuenta de que quizá
no sea una elegida, de que el tiempo de los sueños ha acabado y ha
llegado el momento de la responsabilidad, esa palabra maldita. Porque
los personajes de ¿A quién te llevarías a una isla desierta? son
especiales, pero como todo el mundo.
Este
clima desazón que sobrevuela durante toda la primera parte se hace
apabullante a partir del juego de la verdad, que desata todos los
rencores, los miedos y las decepciones. Aquí se produce un giro
dramático que no por intuido (y esto es digno de encomio, los
autores no juegan con la sorpresa ni el sensacionalismo), deja de ser
un poco inverosímil. Era necesaria la eclosión, el punto de no
retorno, pero quizá el motivo elegido parece demasiado literario,
chocante con el naturalismo expresado hasta entonces. Por suerte el
bache es transitorio y la función recupera vuelo en una parte final
casi onírica pero que no despega los pies del suelo, un “tres años
después” que demuestra que ya nada será como antes, pero que hay
que asumir los cambios y que nada termina para siempre, ni tan
siquiera la ilusión.
Por
supuesto, para transmitir esta cercanía, esta simpatía tan
conmovedora, hacen falta unos actores que no representen, sino que
vivan. Y ahí tenemos a Abel Zamora, ese Eze al principio un poco
moñas, un triste, como le dicen, pero al que acabaremos por
entender, atrapado en su inseguridad, incapaz de tomar decisiones, de
abrirse, y que cuando lo haga desencadenará el desastre. A su lado
la Celeste de Maggie Civantos es una explosión de carisma, una
actriz que quiere ser Marilyn pero que está a punto de darse por
vencida. Al contrario que su personaje, Civantos es una
extraordinaria actriz, irresistible en los momentos cómicos y
empática en el drama, tan arrolladora cuando la fe brilla en sus
ojos como desoladora al final del camino. Beatriz Arjona es Marta, de
primeras un bicho desestabilizador, la intrusa que destroza la
familia feliz, pero que a fin de cuentas es la víctima de un mundo
en el que nunca ha podido integrarse. Su manera de ser directa y sin
subterfugios no cuadra en unas relaciones basadas en la impostura y
la mentira, por lo que no extraña que salga escaldada, aunque
finalmente, y a su manera, triunfante. Por su parte, el Marcos de
Juan Blanco parece desganado, sumiso a lo que tenga que pasar, se
mueve como si estuviera en las nubes, pero en realidad la carga que
soporta es demasiado pesada para que pueda llevarla sin sufrir daños.
Su estallido de maldad será la forma que tome su necesidad de
escapar al miedo que le atenaza, aunque sepa que la caída será el
resultado más probable.
Sea
por cuestiones de identificación o por las excelencias de la
construcción dramática, lo cierto es que el público se mostró a
favor desde el inicio de la función, acompañando las gracias con
carcajadas explosivas, las alusiones privadas con un perceptible
reconocimiento, y aún más: en cierto momento se produjo un tipo de
conexión que pocas veces hemos visto en un teatro: un “ahhhhh”
espontáneo y colectivo, que más allá de lo anecdótico muestra la
imbricación entre los espectadores y los personajes, ese sentimiento
de que lo que está pasando ahí delante nos está hablando de manera
directa, sin artificios de juegos malabares. Ni tan siquiera hace
falta que nos hayamos sentido así alguna vez (ese nocivo solipsismo
de parte del arte actual), sino que lo que le pasa a estos personajes
realmente nos atañe, nos preocupa, nos duele y nos emociona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario