Si
el mero anuncio de una ópera minimalista es suficiente para asustar
a los niños (¡que viene John Cage!), que como director aparezca el
nombre de Paco Mir es suficiente para tranquilizar los ánimos. Ya en
Candide vimos su valía para crear grandes espectáculos con recursos
limitados, pero en La ópera de las cuatro notas se supera y, muy en
el espíritu de la composición, usa la menor cantidad posible de
elementos (aunque, eso sí, de la máxima calidad) para presentar una
obra de aire didáctico con pequeñas pretensiones pero que provoca
un enorme divertimento.
Se
podría pensar que la intención del compositor Tom Johnson fue
elaborar una iconoclasta ópera que transgrediera los buenos usos y
costumbres del arte operístico a través de la traición a la
tradición y el desbarajuste de esquemas. Pero en realidad nos
pareció que el propósito de Johnson estaba más relacionado con los
juegos lingüísticos de Raymond Queneau en Ejercicios de estilo,
aquí obviamente adaptados a la música. Porque Johnson se impone
unas férreas reglas (empezando con la limitación al uso de solo
cuatro notas) que debe superar en cada escena como un tour de force
que detrás de su espíritu juguetón esconde un ambicioso reto.
Que
la obra de Johnson siga representándose en todo el mundo cuarenta
años después de su estreno da fe no solo de su calidad, sino de su
capacidad para atraer a muy distintos tipos de público. Y es que si
La ópera de las cuatro notas puede servir para introducir en el
mundo operístico a niños (los mismos que huirían de Cage) o
personas totalmente ajenas a este arte, también puede servir para
que los entendidos se regocijen con las bromas internas, que van más
allá de esos chistes con los que empieza la función y se
desarrollan a lo largo de todo el espectáculo, con guiños más o
menos sutiles y constantes autorreferencias que convierten la obra en
un mecanismo metaoperístico y sin embargo nada pretencioso, como
quien se ríe de sí mismo con buen talante.
Es
más, en este intento por ampliar el espectro de público al que
puede interesar la obra, Mir realiza una adaptación muy particular
en el que se aprovecha de los pocos resquicios que deja el armazón
de la obra para incorporar algunas ideas propias que dotan a la
producción de una mayor cercanía y actualidad. Su entendimiento con
Manuel Coves es absoluto, lo que permite que la integración entre
música y texto siempre parezca natural, connivente. Porque la
composición de Johnson puede parecer sencilla, pero indica de una
manera muy marcada los límites de la representación, y es necesario
una buena conjunción para que el equilibrio no se desestabilice.
En
este sentido, también es clave la elección del reparto, que ha sido
otro gran acierto. Los intérpretes tienen que ser cantantes
cualificados, pero también actores con la suficiente vis cómica
para sentirse a gusto en sus papeles y exprimir todas las
posibilidades de la partitura. Ruth Iniesta es la soprano egocéntrica
(valga la redundancia), Ana Cristina Marco la contralto por debajo de
sus posibilidades (como mezzosoprano que es), Francisco Sánchez el
tenor lastimero (que solo tiene un aria), Axier Sánchez el barítono
prepotente (y bien potente) y Francisco Crespo el bajo infrautilizado
(como su caja china). Junto a ellos, el pianista Javier Carmena que
se lo pasa en grande jugando con sus muñequitos. Todos parecen
encantados de encontrarse en una obra que deja de lado cualquier
tentación de pomposidad pero que les permite dar unas cuantas
lecciones de canto y demostrar que también pueden actuar con
soltura. Su joie de vibre se contagia fácilmente a un público que
nunca había disfrutado tanto con el “aburrimiento” y las
“repeticiones”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario