martes, 14 de abril de 2015

La ópera de las cuatro notas (Teatros del Canal)

Si el mero anuncio de una ópera minimalista es suficiente para asustar a los niños (¡que viene John Cage!), que como director aparezca el nombre de Paco Mir es suficiente para tranquilizar los ánimos. Ya en Candide vimos su valía para crear grandes espectáculos con recursos limitados, pero en La ópera de las cuatro notas se supera y, muy en el espíritu de la composición, usa la menor cantidad posible de elementos (aunque, eso sí, de la máxima calidad) para presentar una obra de aire didáctico con pequeñas pretensiones pero que provoca un enorme divertimento.

Se podría pensar que la intención del compositor Tom Johnson fue elaborar una iconoclasta ópera que transgrediera los buenos usos y costumbres del arte operístico a través de la traición a la tradición y el desbarajuste de esquemas. Pero en realidad nos pareció que el propósito de Johnson estaba más relacionado con los juegos lingüísticos de Raymond Queneau en Ejercicios de estilo, aquí obviamente adaptados a la música. Porque Johnson se impone unas férreas reglas (empezando con la limitación al uso de solo cuatro notas) que debe superar en cada escena como un tour de force que detrás de su espíritu juguetón esconde un ambicioso reto.

Que la obra de Johnson siga representándose en todo el mundo cuarenta años después de su estreno da fe no solo de su calidad, sino de su capacidad para atraer a muy distintos tipos de público. Y es que si La ópera de las cuatro notas puede servir para introducir en el mundo operístico a niños (los mismos que huirían de Cage) o personas totalmente ajenas a este arte, también puede servir para que los entendidos se regocijen con las bromas internas, que van más allá de esos chistes con los que empieza la función y se desarrollan a lo largo de todo el espectáculo, con guiños más o menos sutiles y constantes autorreferencias que convierten la obra en un mecanismo metaoperístico y sin embargo nada pretencioso, como quien se ríe de sí mismo con buen talante.

Es más, en este intento por ampliar el espectro de público al que puede interesar la obra, Mir realiza una adaptación muy particular en el que se aprovecha de los pocos resquicios que deja el armazón de la obra para incorporar algunas ideas propias que dotan a la producción de una mayor cercanía y actualidad. Su entendimiento con Manuel Coves es absoluto, lo que permite que la integración entre música y texto siempre parezca natural, connivente. Porque la composición de Johnson puede parecer sencilla, pero indica de una manera muy marcada los límites de la representación, y es necesario una buena conjunción para que el equilibrio no se desestabilice.

En este sentido, también es clave la elección del reparto, que ha sido otro gran acierto. Los intérpretes tienen que ser cantantes cualificados, pero también actores con la suficiente vis cómica para sentirse a gusto en sus papeles y exprimir todas las posibilidades de la partitura. Ruth Iniesta es la soprano egocéntrica (valga la redundancia), Ana Cristina Marco la contralto por debajo de sus posibilidades (como mezzosoprano que es), Francisco Sánchez el tenor lastimero (que solo tiene un aria), Axier Sánchez el barítono prepotente (y bien potente) y Francisco Crespo el bajo infrautilizado (como su caja china). Junto a ellos, el pianista Javier Carmena que se lo pasa en grande jugando con sus muñequitos. Todos parecen encantados de encontrarse en una obra que deja de lado cualquier tentación de pomposidad pero que les permite dar unas cuantas lecciones de canto y demostrar que también pueden actuar con soltura. Su joie de vibre se contagia fácilmente a un público que nunca había disfrutado tanto con el “aburrimiento” y las “repeticiones”.


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