Por
un motivo o por otro, parece que Enrique VIII siempre está de
actualidad. Y, total, su cisma tampoco fue tan importante: encontrar
divergencias entre anglicanismo y catolicismo, aparte de cuatro
cositas, es como tratar de hallar las siete diferencias entre
demonios y diablos. Pero ya sabemos que los ingleses tienen querencia
por hacerse los estupendos, y si a ello añadimos su extraordinaria
capacidad de autopromoción, unas cuantas decapitaciones y otras
muestras de sensacionalismo barato, pues ya tenemos rey para rato. Lo
último han sido las aclamadas y pesadísimas novelas de Hilary
Mantel, con su reivindicación de Thomas Cromwell, repentinamente
convertido en un santo varón (lugar que ocupa en detrimento de Tomás
Moro, que pasa al bando de los malos). Y ahora llega al Pavón
Enrique VIII y la cisma de Inglaterra, primeriza obra de Calderón,
con el mismo rigor histórico que una novela de Alejandro Dumas.
Lo
cierto es que, frente al texto deshilvanado y como de patchwork (¿qué
diríamos si no conociéramos al autor?: “¿este Calderón promete,
pero le falta un hervor?”), la propuesta de Ignacio García tiene
la contundencia de un mastondonte avanzando con seguridad y sin
preocuparse demasiado por dónde pisa. La producción, es excelente,
capaz de aguantar el tipo ante las deslumbrantes propuestas de la
BBC: extraordinario el vestuario de Pedro Moreno, con trajes y
vestidos de esos que muchas veces dicen más sobre un personaje que
el propio texto, una ayuda incalculable para los actores; una
escenografía de Juan Sanz y Miguel Ángel Coso (que hacen doblete
con su trabajo en Invernadero) propicia para grandes momentos tan
sugerentes como la sesión parlamentaria; una iluminación del
siempre competente Paco Ariza y el ya acostumbrado acompañamiento
musical, muy bien acoplado a lo que se desarrolla en escena.
Y,
sin embargo, da la sensación de que son demasiadas alforjas para
este viaje. Porque los grandes temas de Calderón ya están ahí y la
versión de José Gabriel López Antuñano no deja escapar ninguna de
las especialidades de la casa: la predestinación, la culpa, la
redención. Pero también es cierto que el texto flojea en la la
construcción y que la dispersión de la trama es fácilmente
contagiable al público. Es como si la puesta quisiera deslumbrar con
un despliegue de medios, pero por momentos lo que consigue es abrumar
con la exhibición de una maquinaria que funciona con la precisión y
la previsibilidad de un artefacto de relojería tan confiable como
poco estimulante.
Por
suerte el teatro, por mucho que alguno se empeñen, no es solo
cuestión de artificios. Y los actores de la obra ponen la carne y la
sangre que impide que la obra se convierta en una admirable inanidad.
Sergio Peris-Mencheta deja claro que aquí está él desde su primera
aparición. Su Enrique se caracteriza por su inestabilidad, por no
decir que es un poco veleta (cualidad también manifestada en su
fulgurantes apariciones y sus prolongadas ausencias). Sin embargo,
Peris-Mencheta le dota de autoridad, tan capaz de transmitir la
fuerza de su poder como de hacer comprender su inclinación ante el
deseo y la lujuria. No es fácil bregar con un personaje que puede
mostrarse como un ponderado monarca en un momento, para después
dejarse llevar por un en... por una pasión, y acabar reconociendo su
falta de la manera más humilde (hoy Marco Aurelio, mañana Atila, y
pasado Federico Barbarroja), pero Peris-Mencheta hace creíbles cada
uno de estos tránsitos y consigue que su Enrique no nos parezca
tanto un trastornado con problemas de compromiso como un ser humano
maltratado por las circunstancias y los hados.
Pepa
Pedroche también es capaz de transmitir la dignidad y nobleza de su
Catalina reflejando una majestuosidad que parece natural. Su amor, su
desconfianza, su indignación, su comprensión, son siempre
sentimientos prístinos. Frente a la grandilocuencia habitual del
drama histórico, Pedroche evita caer en la impostura e impone su
carisma en cualquier situación. Por cierto, que otro antídoto
contra la pomposidad es Emilio Gavira, que proporciona no solo los
únicos momentos divertidos de la obra, sino también cierta
perspectiva. Es el bufón que dice las verdades que nadie más se
atreve a proclamar en voz alta, y Gavira sabe combinar la gracias y
el donaire de su personaje sin salirse del tono. Y si Gavira es el
gracioso, el Volseo de Joaquín Notario es el verdadero malo de la
historia, ambicioso y torticero, tendrá un destino a la altura de su
malicia. Puede parecer que Notario ya hace estos papeles de memoria,
pero no hay nada de mecánico en su interpretación, al contrario, se
le nota la garra, la pasión en cada parlamento, la mezcla de
intuición y de tablas que le permiten construir un personaje de
muchas dimensiones con la aparente facilidad de quien lo vive.
Mamen
Camacho es una Ana Bolena pérfida y seductora, con agenda propia y
pocos escrúpulos: una católica, tout
court,
aunque paradójicamente sea quien conduzca al cisma. Camacho sabe
llevar el juego a su terreno y manejar los hilos del drama hasta que
le llegue su hora. Su amante, el embajador francés, es Sergio Otegui
al que lamentablemente le falló la voz el día en el que vimos la
función, situación que nos imaginamos que tiene que ser horrible
para un actor y que tuvo que solventar como buenamente pudo.
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