lunes, 6 de abril de 2015

Enrique VIII y la cisma de Inglaterra (Teatro Pavón)

Por un motivo o por otro, parece que Enrique VIII siempre está de actualidad. Y, total, su cisma tampoco fue tan importante: encontrar divergencias entre anglicanismo y catolicismo, aparte de cuatro cositas, es como tratar de hallar las siete diferencias entre demonios y diablos. Pero ya sabemos que los ingleses tienen querencia por hacerse los estupendos, y si a ello añadimos su extraordinaria capacidad de autopromoción, unas cuantas decapitaciones y otras muestras de sensacionalismo barato, pues ya tenemos rey para rato. Lo último han sido las aclamadas y pesadísimas novelas de Hilary Mantel, con su reivindicación de Thomas Cromwell, repentinamente convertido en un santo varón (lugar que ocupa en detrimento de Tomás Moro, que pasa al bando de los malos). Y ahora llega al Pavón Enrique VIII y la cisma de Inglaterra, primeriza obra de Calderón, con el mismo rigor histórico que una novela de Alejandro Dumas.

Lo cierto es que, frente al texto deshilvanado y como de patchwork (¿qué diríamos si no conociéramos al autor?: “¿este Calderón promete, pero le falta un hervor?”), la propuesta de Ignacio García tiene la contundencia de un mastondonte avanzando con seguridad y sin preocuparse demasiado por dónde pisa. La producción, es excelente, capaz de aguantar el tipo ante las deslumbrantes propuestas de la BBC: extraordinario el vestuario de Pedro Moreno, con trajes y vestidos de esos que muchas veces dicen más sobre un personaje que el propio texto, una ayuda incalculable para los actores; una escenografía de Juan Sanz y Miguel Ángel Coso (que hacen doblete con su trabajo en Invernadero) propicia para grandes momentos tan sugerentes como la sesión parlamentaria; una iluminación del siempre competente Paco Ariza y el ya acostumbrado acompañamiento musical, muy bien acoplado a lo que se desarrolla en escena.

Y, sin embargo, da la sensación de que son demasiadas alforjas para este viaje. Porque los grandes temas de Calderón ya están ahí y la versión de José Gabriel López Antuñano no deja escapar ninguna de las especialidades de la casa: la predestinación, la culpa, la redención. Pero también es cierto que el texto flojea en la la construcción y que la dispersión de la trama es fácilmente contagiable al público. Es como si la puesta quisiera deslumbrar con un despliegue de medios, pero por momentos lo que consigue es abrumar con la exhibición de una maquinaria que funciona con la precisión y la previsibilidad de un artefacto de relojería tan confiable como poco estimulante.

Por suerte el teatro, por mucho que alguno se empeñen, no es solo cuestión de artificios. Y los actores de la obra ponen la carne y la sangre que impide que la obra se convierta en una admirable inanidad. Sergio Peris-Mencheta deja claro que aquí está él desde su primera aparición. Su Enrique se caracteriza por su inestabilidad, por no decir que es un poco veleta (cualidad también manifestada en su fulgurantes apariciones y sus prolongadas ausencias). Sin embargo, Peris-Mencheta le dota de autoridad, tan capaz de transmitir la fuerza de su poder como de hacer comprender su inclinación ante el deseo y la lujuria. No es fácil bregar con un personaje que puede mostrarse como un ponderado monarca en un momento, para después dejarse llevar por un en... por una pasión, y acabar reconociendo su falta de la manera más humilde (hoy Marco Aurelio, mañana Atila, y pasado Federico Barbarroja), pero Peris-Mencheta hace creíbles cada uno de estos tránsitos y consigue que su Enrique no nos parezca tanto un trastornado con problemas de compromiso como un ser humano maltratado por las circunstancias y los hados.

Pepa Pedroche también es capaz de transmitir la dignidad y nobleza de su Catalina reflejando una majestuosidad que parece natural. Su amor, su desconfianza, su indignación, su comprensión, son siempre sentimientos prístinos. Frente a la grandilocuencia habitual del drama histórico, Pedroche evita caer en la impostura e impone su carisma en cualquier situación. Por cierto, que otro antídoto contra la pomposidad es Emilio Gavira, que proporciona no solo los únicos momentos divertidos de la obra, sino también cierta perspectiva. Es el bufón que dice las verdades que nadie más se atreve a proclamar en voz alta, y Gavira sabe combinar la gracias y el donaire de su personaje sin salirse del tono. Y si Gavira es el gracioso, el Volseo de Joaquín Notario es el verdadero malo de la historia, ambicioso y torticero, tendrá un destino a la altura de su malicia. Puede parecer que Notario ya hace estos papeles de memoria, pero no hay nada de mecánico en su interpretación, al contrario, se le nota la garra, la pasión en cada parlamento, la mezcla de intuición y de tablas que le permiten construir un personaje de muchas dimensiones con la aparente facilidad de quien lo vive.


Mamen Camacho es una Ana Bolena pérfida y seductora, con agenda propia y pocos escrúpulos: una católica, tout court, aunque paradójicamente sea quien conduzca al cisma. Camacho sabe llevar el juego a su terreno y manejar los hilos del drama hasta que le llegue su hora. Su amante, el embajador francés, es Sergio Otegui al que lamentablemente le falló la voz el día en el que vimos la función, situación que nos imaginamos que tiene que ser horrible para un actor y que tuvo que solventar como buenamente pudo. 

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