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lunes, 23 de enero de 2012

José K. Torturado (Teatro Español)


Ante el inesperado aluvión de estrenos apetecibles tuvimos que hacer algo que nos da ataques de pánico: elegir. Lo peor no era que, debido a nuestra experiencia, supusiéramos que eligiéramos la obra que fuera, luego siempre íbamos a pensar que nos habíamos equivocado, sino que en el teatro la decisión no tiene remedio. Una película puedes volver a verla en cualquier momento, un cuadro casi seguro que te lo puedes encontrar más tarde en algún museo. Un grupo volverá a reunirse tarde o temprano. Pero con el teatro, si pierdes la oportunidad, no hay marcha atrás. Auque eso también es parte de su magia. En cualquier caso, después de decantarnos por José K. Torturado, y por una vez, no nos sentimos defraudados.

Cierto que, casi sin querer, hemos seguido la carrera de Carles Alfaro desde aquel estupendo montaje de La caída en la Abadía hace casi ocho años. También es verdad que el tema de la obra no puede ser más interesante. Y que la programación del Teatro Español tiene la máxima garantía. Pero no nos engañemos, si al final decidimos ver esta obra fue por la presencia de Pedro Casablanc. A pocos actores podemos imaginárnoslos en un papel tan complejo como el de José K. (quizá Francesc Orella, al que descubrimos gracias a Alfaro, por cierto, sea uno de ellos). Y, si no otra cosa, este montaje es una oportunidad para ver a Casablanc en todo su esplendor.

Nada de expresión corporal. Nada de interacción con otros intérpretes. Ni el más mínimo resquicio para el lucimiento exhibicionista. Desde que se apagan las luces, solo tenemos a Casablanc, metido en una pequeña jaula de cristal, desnudo y atado de pies y manos. Para contar la terrible historia que nos ha preparado solo dispone de su gestualidad y de su voz. No es poca cosa. Al principio Casablanc habla en un tono bajo, pausado, parece casi imposible que se le entienda con tanta claridad (a pesar de algunas inoportunas toses). Después se enciende una pantalla con un gran primer plano de la cara del actor. En principio no somos muy amigos del uso de vídeos en teatro (ya se sabe, eso de que se llevan toda la atención), pero en este caso, la verdad es que no encontramos otra alternativa. Poco a poco, la jaula se va empañando y, por mucho que uno quiera evitarlo, acaba por centrarse casi exclusivamente en la pantalla.

Lo cierto es que cada uno de los recursos de la puesta en escena nos parece el adecuado (bueno, con la excepción del uso de la música: se utiliza poco y es leve, pero por nosotros, ni eso). La disposición escénica, las luces, la pantalla... todo nos parece bien. Y sin embargo, después de todo, nosotros solo comentamos la obra. Por muy satisfechos que estemos con el resultado, de un director se podría exigir más imaginación, que nos llevara más allá de lo esperado. Pero suponemos que son ganas de poner pegas, no estamos contentos ni cuando las cosas se hacen a nuestra medida.

Una vez más demasiado tarde, llegamos al texto. Javier Ortiz sí que supo evitar todos los peligros de un monólogo plagado de trampas. En un principio el espectador piensa en Los justos (curioso que aparezca por segunda vez Camus en este texto), pero si es aquella obra los protagonistas dudaban de todo, aquí José K. no vacila ni por un instante ante la determinación de ser un terrorista. El busilis del asunto está precisamente en que José K., por muy monstruoso que sea, tiene sus razones, que no se pueden obviar con un simple posicionamiento de superioridad moral. Es difícil para las mentes biempensantes encontrar un término medio entre su odio al terrorista y el rechazo a la tortura; entre la conciencia de un mundo injusto y su complacencia comodona. Todo esto tenemos que tragárnoslo sin poder apartar la mirada.

Porque, y volvemos a Casablanc, qué convicción tiene José K., qué de certezas, qué claridad de pensamiento. Y todo ello manifestado en la más horribles de las acciones, el asesinato indiscriminado. Qué fuerza tiene que tener Casablanc para transmitir todo esto sin tan siquiera poder mover las manos (pregunta inoportuna: ¿cómo haría un actor italiano este papel?). Odio, furia, determinación, inteligencia, venganza, autoconciencia, idealismo, amor, humor, patetismo... Prácticamente todas los sentimientos pasan por esos ojos que nos miran sin piedad. Hasta la renuncia final.

martes, 2 de noviembre de 2010

Todos eran mis hijos

Durante la primera escena de Todos eran mis hijos, nada hace indicar que nos estamos preparando para una Tragedia con mayúsculas, una historia a la que no le falta nada, desde la grandeza dramática de las pérdidas más íntimas hasta la pequeñez de la miseria que anida en unos personajes que se dejan llevar por la ilusión para recubrir su mezquindad de honorabilidad.

Acorde con este estilo ligero, al principio más que en como en una obra de Miller, los actores hablan como en una screwball comedy, pisándose las frases y repartiendo ideas brillantes. A lo largo de la obra, la tensión se verá a menudo contrapesada por momentos de una comicidad algo desconcertante, pero seguramente necesaria para aliviar tanta crispación.

Después del milagro de La omisión de la familia Coleman, Claudio Tolcachir no ha ido por lo fácil y ha elegido una obra en la que hay que tentar con mucha precaución para no caer en los extremos del melodrama o del sermón. Y logra un nuevo éxito con una función que transcurre sin descanso y con grandes momentos dramáticos. El día de la última representación el teatro estaba lleno hasta arriba (incluidos lugares donde nunca antes se había visto a público) y la sensación final era que había convencido.

Gran parte del mérito de éste éxito lo tienen Carlos Hipólito y Gloria Muñoz. El primero, que ya sólo tiene como rival a Francesc Orella para llevarse los mejores papeles, vuelve a estar perfecto en un personaje que el espectador quiere querer, pero que en el fondo sabe que es un maldito. Él podría ser todos los padres. Gloria Muñoz lo tiene todavía más difícil con un personaje lleno de incoherencias, pero lo saca adelante con una fuerza que saca a los demás personajes de escena cuando ella ocupa el centro.

Con estos compañeros, la pareja joven lo tenía difícil para aguantar el tirón. Fran Perea se esfuerza (quizá de manera demasiado evidente) y Manuela Velasco resplandece, pero hay pocos actores de su edad que puedan aguantar la comparación con Hipólito y Muñoz, así que mejor no lo hagamos. El resto del reparto tiene que hacerse cargo de unos personajes poco más que complementarios, y Jorge Bosch, el más relevante, tiene que esforzarse todavía más que Perea para hacer creíble su papel.

Más allá del interesante tema de la responsabilidad de los que se enriquecen con las guerras no ajenas, lo que queda de Todos eran mis hijos es esa imposible reconciliación entre los sentimientos paterno-filiales y la moral social. Por eso cuando se escucha el tiro en off, se lamenta todo lo que ha pasado, pero se sabe que era lo que tenía que pasar.