Los médicos deberían tener la facultad de recetar los espectáculos de Alfredo Sanzol como tratamiento terapéutico. Incluso no sería necesario prescribir un espectáculo completo: pildoras como la escena en que una mujer reprocha a su pareja su cobardía ante la vida a causa de la muerte de un perro son más efectivas que cualquier dieta a base de prozac. Y además, al final el perro ladra.
En esta ocasión Sanzol no ha escrito Delicadas para su compañía habitual, pero la conjunción con T de Teatre no ha salido nada mal. Las propuestas del director suelen ser difíciles para los actores sobre todo en dos aspectos: sus largos desahogos son además dichos a la velocidad de la luz, y con que una sola palabra falle, todo el artefacto se viene abajo. Pero es que además la multiplicación de personajes hace que en muchos momentos los actores tengan que cambiar de tono y de caracteriazación en medio segundo. Eso sí, cuando los intérpretes son los adecuados, como es el caso, estos retos hacen que brillen con más intensidad.
Quizá la actriz más aplaudida de la función fue Carme Pla, además de por su antológico momento de vitalidad ante las desgracias, por su narración de la historia de Margarita, la fresca del pueblo. Una historia de pueblo de las de toda la vida, contada con gracia y la gestualidad justa. Pero si a nosotros nos obligaran a elegir, nos quedaríamos con Marta Pérez. Su primera escena, elogio de la palangana frente a la ducha, ya da el tono de lo que vamos a ver. Y su arrebato contra el soldado que pide a su novia una foto de ella desnuda mantiene un equilibrio trepidante muy difícil de sujetar. La novia es la también estupenda Àgata Roca, quien con Mamen Duch (memorable su sketch sobre la pintora de rosas) completa la parte femenina, ajustada hasta el menor detalle. En una obra así, parece que los dos actores están en desventaja, pero tanto Jordi Rico (uno de los mejores momentos de la representación es su ensayo de platillos) como Albert Ribalta saben estar a la altura.
Quizá no sean los mejores tiempos para que la Seguridad Social subvencione espectáculos de este tipo, pero con poder ver una obra de Sanzol cada seis meses, ya nos iríamos conformando.
martes, 19 de abril de 2011
lunes, 21 de marzo de 2011
Falstaff
Ni buscándolo hubiéramos encontrado un mejor contraejemplo a nuestro anterior comentario que el Falstaff dirigido por Andrés Lima para el CDN. Siempre nos ha parecido curioso que haya sido precisamente Shakespeare, cuyas obras no necesitan el menor aderezo para alcanzar la gloria, el autor que mayores desvaríos haya provocado. Quizá se deba a que al ser el dramaturgo más representado, los directores quieran dejar su huella inventándose actualizaciones gratuitas y caprichosas, pero a nosotros estos ramalazos de autoría nos parecen ridículos. Podemos entender que el director quiera marcar su sello en obras débiles o imperfectas, pero, por favor, un poco de respeto hacia Shakespeare.
Al parecer Lima se ha metido tanto en su papel de demiurgo que ha llegado a pensarse que él, también coautor de la versión junto a Marc Rosich, es el verdadero creador de la obra. Por eso no escatima en ocurrencias y modernizaciones a lo largo de las cerca de tres horas y media claramente excesivas. Es cierto que algunas de estas ideas son divertidas (como la confusión para establecer genealogías o pronunciaciones, o, la que más triunfó entre el público, con los galeses hablando en gallego), pero el conjunto de la obra cojea, sobre todo en su primera parte. Después del intermedio parece que el director se ha quedado sin ingenio y controla su puesta en escena, limitándose a contenidos encuentros entre los actores. Ahora todo funciona mucho mejor, sin alharacas, sin furia y confusión, un teatro esencial, que se demuestra más efectivo que todos los artificios de la primera parte. Lástima que a estas alturas el espectador ya esté tan agotado que cueste seguir el ritmo.
En la propuesta de Lima, casi todos los actores tienen un doble papel. Su desdoblamiento se produce sobre la marcha, lo que supuestamente daría más ritmo si no fuera por la extensión de la obra y porque lo que transmite es confusión y aceleramiento. También un excesivo contraste entre la parte palaciega, más ingeniosa y controlada, y la parte tabernaria, en la que los intentos por ser gracioso y entrañable, sí, se quedan entre dos aguas.
Entre los actores que se limitan a un único papel está, por supuesto, Pedro Casablanc, Falstaff. Es un actor que cuenta con toda nuestra admiración y de los pocos a quien podríamos ver en un papel como éste. Sin embargo, al principio de la obra parecía confuso, como si no supiera dónde se había metido. Según avanzaba la obra se fue calentando para llegar a la parte final en plenitud y ofrecer lo mejor que su talento puede dar. Confiamos en que cuando la obra ya haya pasado por las primeras funciones de calentamiento, toda su interpretación alcance la categoría que puede conseguir. También se sitúa a gran altura Raúl Arévalo como el joven príncipe Enrique, el que mejor se adapta, sin tener que disfrazarse ni hacer gestos, al doble mundo de la obra. Sereno y taimado en el palacio y jovial y cínico en la taberna, sabe jugar con su doblez y mezquindad de manera natural.
En nuestra opinión, una fácil solución para agilizar la función sería cortar radicalmente la larguísima escena de la batalla con la que termina la primera parte: no hay nada en ella dramatica ni conceptualmente que justifique una duración desmesurada. Por el contrario, como decíamos antes, lo mejor está por llegar: la agonía del viejo rey y la impaciencia del príncipe que no aguanta a ponerse la corona del moribundo, la derrota de Falstaff con el nuevo rey mandándole al destierro (aunque aquí nos pareció un poco forzado poner a Falstaff de espaldas), y, finalmente, la muerte de gordo borracho y el lamento fúnebre de sus amigos. Un buen final que habría merecido un mejor inicio.
Al parecer Lima se ha metido tanto en su papel de demiurgo que ha llegado a pensarse que él, también coautor de la versión junto a Marc Rosich, es el verdadero creador de la obra. Por eso no escatima en ocurrencias y modernizaciones a lo largo de las cerca de tres horas y media claramente excesivas. Es cierto que algunas de estas ideas son divertidas (como la confusión para establecer genealogías o pronunciaciones, o, la que más triunfó entre el público, con los galeses hablando en gallego), pero el conjunto de la obra cojea, sobre todo en su primera parte. Después del intermedio parece que el director se ha quedado sin ingenio y controla su puesta en escena, limitándose a contenidos encuentros entre los actores. Ahora todo funciona mucho mejor, sin alharacas, sin furia y confusión, un teatro esencial, que se demuestra más efectivo que todos los artificios de la primera parte. Lástima que a estas alturas el espectador ya esté tan agotado que cueste seguir el ritmo.
En la propuesta de Lima, casi todos los actores tienen un doble papel. Su desdoblamiento se produce sobre la marcha, lo que supuestamente daría más ritmo si no fuera por la extensión de la obra y porque lo que transmite es confusión y aceleramiento. También un excesivo contraste entre la parte palaciega, más ingeniosa y controlada, y la parte tabernaria, en la que los intentos por ser gracioso y entrañable, sí, se quedan entre dos aguas.
Entre los actores que se limitan a un único papel está, por supuesto, Pedro Casablanc, Falstaff. Es un actor que cuenta con toda nuestra admiración y de los pocos a quien podríamos ver en un papel como éste. Sin embargo, al principio de la obra parecía confuso, como si no supiera dónde se había metido. Según avanzaba la obra se fue calentando para llegar a la parte final en plenitud y ofrecer lo mejor que su talento puede dar. Confiamos en que cuando la obra ya haya pasado por las primeras funciones de calentamiento, toda su interpretación alcance la categoría que puede conseguir. También se sitúa a gran altura Raúl Arévalo como el joven príncipe Enrique, el que mejor se adapta, sin tener que disfrazarse ni hacer gestos, al doble mundo de la obra. Sereno y taimado en el palacio y jovial y cínico en la taberna, sabe jugar con su doblez y mezquindad de manera natural.
En nuestra opinión, una fácil solución para agilizar la función sería cortar radicalmente la larguísima escena de la batalla con la que termina la primera parte: no hay nada en ella dramatica ni conceptualmente que justifique una duración desmesurada. Por el contrario, como decíamos antes, lo mejor está por llegar: la agonía del viejo rey y la impaciencia del príncipe que no aguanta a ponerse la corona del moribundo, la derrota de Falstaff con el nuevo rey mandándole al destierro (aunque aquí nos pareció un poco forzado poner a Falstaff de espaldas), y, finalmente, la muerte de gordo borracho y el lamento fúnebre de sus amigos. Un buen final que habría merecido un mejor inicio.
martes, 15 de marzo de 2011
American Buffalo
En Vida en escena tenemos vocación de críticos de público. Algún día nos decidiremos a abandonar estas reseñas de los espectáculos para centrarnos en las diversas consideraciones que nos merece el variopinto aficionado teatral de Madrid. Aunque de momento no nos atrevemos, tampoco podemos dejar pasar frases como la que escuchamos nada más terminar American Buffalo: “Por un momento me he metido tanto en la obra que me he olvidado de que era teatro”. Obviamente era una mentira de esas que a cierta gente parece que les hace pensar que quedan bien. Pero lo interesante es que esta consideración está validada por la naturalidad de la puesta en escena, no ya en sus detalles (un escenario reconocible que la espectadora podía conocer del Rastro), ni tan siquiera en su estilo (explicitado en un lenguaje soez y cotidiano), sino en su concepto mismo: estamos ante un Esperando a Godot totalmente físico, sin el meta.
En el programa de mano leemos estas palabras escritas por Julio Manrique:
No creo que hagan falta ideas espectaculares u originales o sorprendentes para afrontar este trabajo. Creo que es necesario entender a fondo la obra, comprometerse a fondo con el recorrido de los personajes y, finalmente, narrar de una forma simple, precisa, lúdica y honesta lo que cuenta la obra.
¡Bendito sea! Si la mitad de los directores contemporáneos hicieran caso de estas palabras, el espectador se libraría de la mayoría de las tonterías que tiene que soportar. Cuando el director es la estrella la obra de teatro pierde relevancia y se convierte en una cosa (ese es el nombre) que sirve para el lucimiento del artista (o peor, del genio). Por eso, si de nosotros dependiera, haríamos jurar a cada director de teatro que cumplirán al pie de la letra lo escrito por Manrique.
Pero muchas veces entre lo dicho y lo practicado se interpone la megalomanía. No es el caso. Manrique cumple su palabra y pone en escena un Mamet limpio (por muy contradictorio que parezca este adjetivo aplicado a tal autor), conciso, claro. A fin de cuentas, la obra es tan sólo la sucesión de varias conversaciones de tres tirados de la vida que hablan mucho y no hacen nada. Pero por supuesto, es mucho más, es el retrato moral de una sociedad podrida (no podía ser más oportuna la utilización del tango Cambalache), la intensísima recreación de una disyuntiva que sólo puede acabar en explosión (de pólvora o de aire, al final serán las dos cosas).
Aparte de manejar con habilidad el naturalismo de la escenografía, la buena selección musical y la iluminación, Manrique también saca todo el partido de sus actores. Pol López es un desvalido Bob, víctima propiciatoria que se gana toda la simpatía y la comprensión del público; Ivan Benet tiene la presencia de un gran actor americano de cine, uno de esos intérpretes prácticamente inexpresivos pero capaces de transmitir la energía de un mustang con su mirada; y Marc Rodríguez aprovecha con descaro las posibilidades de un personaje volcánico, acelerado, graciosísimo y aterrador, también acreedor de su pizca de compasión (al fin y al cabo es un perdedor nato).
Imitando la coquetería de la espectadora que decía haberse olvidado de estar en un teatro, después de la ronda de aplausos nosotros podríamos haber dicho que por una vez nos habíamos olvidado de que el teatro es un juego de imposturas.
En el programa de mano leemos estas palabras escritas por Julio Manrique:
No creo que hagan falta ideas espectaculares u originales o sorprendentes para afrontar este trabajo. Creo que es necesario entender a fondo la obra, comprometerse a fondo con el recorrido de los personajes y, finalmente, narrar de una forma simple, precisa, lúdica y honesta lo que cuenta la obra.
¡Bendito sea! Si la mitad de los directores contemporáneos hicieran caso de estas palabras, el espectador se libraría de la mayoría de las tonterías que tiene que soportar. Cuando el director es la estrella la obra de teatro pierde relevancia y se convierte en una cosa (ese es el nombre) que sirve para el lucimiento del artista (o peor, del genio). Por eso, si de nosotros dependiera, haríamos jurar a cada director de teatro que cumplirán al pie de la letra lo escrito por Manrique.
Pero muchas veces entre lo dicho y lo practicado se interpone la megalomanía. No es el caso. Manrique cumple su palabra y pone en escena un Mamet limpio (por muy contradictorio que parezca este adjetivo aplicado a tal autor), conciso, claro. A fin de cuentas, la obra es tan sólo la sucesión de varias conversaciones de tres tirados de la vida que hablan mucho y no hacen nada. Pero por supuesto, es mucho más, es el retrato moral de una sociedad podrida (no podía ser más oportuna la utilización del tango Cambalache), la intensísima recreación de una disyuntiva que sólo puede acabar en explosión (de pólvora o de aire, al final serán las dos cosas).
Aparte de manejar con habilidad el naturalismo de la escenografía, la buena selección musical y la iluminación, Manrique también saca todo el partido de sus actores. Pol López es un desvalido Bob, víctima propiciatoria que se gana toda la simpatía y la comprensión del público; Ivan Benet tiene la presencia de un gran actor americano de cine, uno de esos intérpretes prácticamente inexpresivos pero capaces de transmitir la energía de un mustang con su mirada; y Marc Rodríguez aprovecha con descaro las posibilidades de un personaje volcánico, acelerado, graciosísimo y aterrador, también acreedor de su pizca de compasión (al fin y al cabo es un perdedor nato).
Imitando la coquetería de la espectadora que decía haberse olvidado de estar en un teatro, después de la ronda de aplausos nosotros podríamos haber dicho que por una vez nos habíamos olvidado de que el teatro es un juego de imposturas.
martes, 1 de marzo de 2011
La mujer justa
La expresión “teatro burgués” hace tiempo que cayó en desuso, y si todavía se utiliza de vez en cuando, es para referirse a un tipo de puesta en escena que se considera anticuada y pretérita. Pero el hecho de que ya no se usen los mismos términos no significa que el estilo haya cambiado o que ya no se hagan obras como las de antes... La mujer justa es teatro burgués elevado al cuadrado.
Primero tenemos la novela de Sándor Márai, uno de esos extraños casos de autores recuperados tras mucho tiempo de olvido. Si sólo el talento fuera suficiente para volver a grandes escritores enterrados por la desmemoria fenómenos como el que ha protagonizado Márai serían habituales, cuando son extraordinarios. Es necesario, pues, algo más. Buen ojo editorial, sin duda, pero también dar con el autor adecuado en el momento adecuado. Márai, viene a representar la quintaesencia de una burguesía en su periodo terminal, una clase autoconsciente tanto de su poder como de su debilidad, de que lo ha dominado todo y está a punto de desaparecer. Quizá haya mucha gente que se pueda dar por aludida.
Después tenemos al famoso novelista Eduardo Mendoza encargado de la adaptación dramática de la novela. Ya desde su apariencia Mendoza tiene el aspecto del perfecto autor burgués, y su obra no hace más que confirmar que tanto su ideología como su estilo son una manifestación confiada de esta clase social.
Y también tenemos la puesta de La mujer justa, ajustada, valga la reiteración, hasta el último detalle, preciosa en todos los elementos estéticos, una obra, en la que diríamos, nunca se levanta la voz.
Pero quizá es que estamos demasiado influidos por Peter, el burguesísimo protagonista de la obra. Sus peroratas sobre la burguesía, que parecen las de un perteneciente a una orden militar o a una secta, dan el fondo intelectual de la obra. Pero no nos engañemos, eso es lo que menos nos interesa. A nosotros nos gusta la confrontación, disfrutamos de los momentos de tensión dramática, apreciamos la evolución de los personajes y su viaje hacia la desgracia. Por eso valoramos tantas cosas de La mujer justa. Pero no nos gusta cuando los personajes “nos cuentan su vida”, por muy buena que sea la actuación y el libreto, porque se nos hace pesado tener que oír una historia cuando tenemos todos los elementos para poder vivirla.
Como decíamos, la dirección de Fernando Bernués es impecable, contenida, sin derroches formales ni excesiva contención. Aunque los espejos-pantalla a veces nos distraían (culpa nuestra) y el violinista a veces nos irritaba (culpa suya). Por supuesto, uno de los grandes reclamos de la obra es Rosa Novell, con un personaje al que puede sacar mucho provecho y del que no desperdicia ni un gesto. Camilo Rodríguez tiene el personaje con el que es más difícil empatizar, tan cansino con su sentido de la burguesía y tan frío que sólo al final podremos concederle algo de nuestra simpatía. Ana Otero tiene más oportunidades de lucirse, primero con un cara a cara con Novell, y sobre todo en su monólogo.
Dos apuntes que nos dejaron un poco desconcertados: aparentemente en la sala había un virus causante de una imparable tos que afectó durante toda la función no sólo a parte del público, sino que también (por suerte en este caso sólo incidentalmente) a Ana Otero; por otra parte, desde aquí cuestionamos la necesidad de un intermedio de quince minutos en una obra que dura una hora y cuarto.
Primero tenemos la novela de Sándor Márai, uno de esos extraños casos de autores recuperados tras mucho tiempo de olvido. Si sólo el talento fuera suficiente para volver a grandes escritores enterrados por la desmemoria fenómenos como el que ha protagonizado Márai serían habituales, cuando son extraordinarios. Es necesario, pues, algo más. Buen ojo editorial, sin duda, pero también dar con el autor adecuado en el momento adecuado. Márai, viene a representar la quintaesencia de una burguesía en su periodo terminal, una clase autoconsciente tanto de su poder como de su debilidad, de que lo ha dominado todo y está a punto de desaparecer. Quizá haya mucha gente que se pueda dar por aludida.
Después tenemos al famoso novelista Eduardo Mendoza encargado de la adaptación dramática de la novela. Ya desde su apariencia Mendoza tiene el aspecto del perfecto autor burgués, y su obra no hace más que confirmar que tanto su ideología como su estilo son una manifestación confiada de esta clase social.
Y también tenemos la puesta de La mujer justa, ajustada, valga la reiteración, hasta el último detalle, preciosa en todos los elementos estéticos, una obra, en la que diríamos, nunca se levanta la voz.
Pero quizá es que estamos demasiado influidos por Peter, el burguesísimo protagonista de la obra. Sus peroratas sobre la burguesía, que parecen las de un perteneciente a una orden militar o a una secta, dan el fondo intelectual de la obra. Pero no nos engañemos, eso es lo que menos nos interesa. A nosotros nos gusta la confrontación, disfrutamos de los momentos de tensión dramática, apreciamos la evolución de los personajes y su viaje hacia la desgracia. Por eso valoramos tantas cosas de La mujer justa. Pero no nos gusta cuando los personajes “nos cuentan su vida”, por muy buena que sea la actuación y el libreto, porque se nos hace pesado tener que oír una historia cuando tenemos todos los elementos para poder vivirla.
Como decíamos, la dirección de Fernando Bernués es impecable, contenida, sin derroches formales ni excesiva contención. Aunque los espejos-pantalla a veces nos distraían (culpa nuestra) y el violinista a veces nos irritaba (culpa suya). Por supuesto, uno de los grandes reclamos de la obra es Rosa Novell, con un personaje al que puede sacar mucho provecho y del que no desperdicia ni un gesto. Camilo Rodríguez tiene el personaje con el que es más difícil empatizar, tan cansino con su sentido de la burguesía y tan frío que sólo al final podremos concederle algo de nuestra simpatía. Ana Otero tiene más oportunidades de lucirse, primero con un cara a cara con Novell, y sobre todo en su monólogo.
Dos apuntes que nos dejaron un poco desconcertados: aparentemente en la sala había un virus causante de una imparable tos que afectó durante toda la función no sólo a parte del público, sino que también (por suerte en este caso sólo incidentalmente) a Ana Otero; por otra parte, desde aquí cuestionamos la necesidad de un intermedio de quince minutos en una obra que dura una hora y cuarto.
jueves, 10 de febrero de 2011
Gata sobre tejado de zinc caliente
Si en nuestro comentario sobre Un tranvía llamado deseo valorábamos la puesta en escena de Mario Gas como un acercamiento canónico a la obra de Tennessee Williams, la aproximación de Àlex Rigola a Gata sobre tejado de zinc caliente es tan personal como descafeinada. Empecemos por el título. ¿Por qué quitar los artículos? ¿Una señal desde la presentación misma de que la obra ha sido recortada hasta sus fundamentos más esenciales? Pero los artículos no son superfluos, siempre nos dan una información necesaria para nuestra mejor comprensión. Y si eso pasa con los artículos, ¿cómo no echar de menos la mitad del texto que ha sido seccionada?
A menudo se ha acusado a Rigola de exagerado, de llevar sus propuestas más allá del buen gusto, de querer llamar la atención sin detenerse ante ninguna consideración por la obra de la que se ocupe. En pocas palabras, de despreciar el texto en beneficio de una dirección egocéntrica y megalómana. Pero en sus últimos estrenos, al menos los que hemos visto, esta desbordante creatividad, que podía llevar a ideas geniales y, sobre todo, muy divertidas, o a patinazos históricos, parecía haber sido domada, como demostraba el logro absoluto de Rock 'n' Roll.
Con Gata, sin embargo, Rigola parece haberse pasado de frenada. Su contención es llevada a tal extremo que queda fría, demasiado elevada, no ya sólo despectiva ante cualquier intento de empatía con el espectador, sino que parece que le éste le molesta. Al principio se tiene la sensación de que va a ser un montaje a lo Racine, con los actores mirando todo el tiempo al público y recitando sus textos. Poco a poco Chantal Aimée se va desprendiendo de esta frialdad y consigue imponer la rabia de su personaje, pero a costa de que Joan Carreras quede como un pelele patético. Así estamos cuando aparece Muntsa Alcañiz y vuelve a descolocarnos. Personalmente, nos tomamos su personaje de la abuela a risa, con su forma de soltar las frases con desgana y sus paseos sonámbulos, pero la sala no pareció compartir nuestra apreciación.
El momento más esperado es el enfrentamiento entre Carreras y Andreu Benito, aunque la catatonia del primero hacía temer que Benito le hiciera desaparecer del escenario sin esforzarse. Y la escena resulta... así, como unos puntos suspensivos. Como si Rigola temiera caer en el melodrama, o peor todavía, en el camp, y ni me lo tomo en serio ni le pongo demasiada ironía al asunto. Así, en menos de hora y media, se ha acabado la obra, que se nos ha hecho corta, que no podemos decir que haya sido mala, pero tampoco nos ha emocionado como un título así debería hacer.
Unas buenas palabras para la escenografía, con una cama, un árbol, unos algodones y un piano que son más que suficientes para recrear un territorio complejo aquí jirabizado. El cambiante juego de luces también beneficia el extrañamiento general y un oportuno Raffel Plana al piano saca todo el partido posible a su ambientación musical.
A menudo se ha acusado a Rigola de exagerado, de llevar sus propuestas más allá del buen gusto, de querer llamar la atención sin detenerse ante ninguna consideración por la obra de la que se ocupe. En pocas palabras, de despreciar el texto en beneficio de una dirección egocéntrica y megalómana. Pero en sus últimos estrenos, al menos los que hemos visto, esta desbordante creatividad, que podía llevar a ideas geniales y, sobre todo, muy divertidas, o a patinazos históricos, parecía haber sido domada, como demostraba el logro absoluto de Rock 'n' Roll.
Con Gata, sin embargo, Rigola parece haberse pasado de frenada. Su contención es llevada a tal extremo que queda fría, demasiado elevada, no ya sólo despectiva ante cualquier intento de empatía con el espectador, sino que parece que le éste le molesta. Al principio se tiene la sensación de que va a ser un montaje a lo Racine, con los actores mirando todo el tiempo al público y recitando sus textos. Poco a poco Chantal Aimée se va desprendiendo de esta frialdad y consigue imponer la rabia de su personaje, pero a costa de que Joan Carreras quede como un pelele patético. Así estamos cuando aparece Muntsa Alcañiz y vuelve a descolocarnos. Personalmente, nos tomamos su personaje de la abuela a risa, con su forma de soltar las frases con desgana y sus paseos sonámbulos, pero la sala no pareció compartir nuestra apreciación.
El momento más esperado es el enfrentamiento entre Carreras y Andreu Benito, aunque la catatonia del primero hacía temer que Benito le hiciera desaparecer del escenario sin esforzarse. Y la escena resulta... así, como unos puntos suspensivos. Como si Rigola temiera caer en el melodrama, o peor todavía, en el camp, y ni me lo tomo en serio ni le pongo demasiada ironía al asunto. Así, en menos de hora y media, se ha acabado la obra, que se nos ha hecho corta, que no podemos decir que haya sido mala, pero tampoco nos ha emocionado como un título así debería hacer.
Unas buenas palabras para la escenografía, con una cama, un árbol, unos algodones y un piano que son más que suficientes para recrear un territorio complejo aquí jirabizado. El cambiante juego de luces también beneficia el extrañamiento general y un oportuno Raffel Plana al piano saca todo el partido posible a su ambientación musical.
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lunes, 7 de febrero de 2011
Un tranvía llamado deseo
Para ser justos, habría que dedicar el espacio íntegro de este post a loar a Vicky Peña. Pero no, se quedaría escaso. Necesitaríamos escribir un libro. Tampoco. Una enciclopedia. Podríamos usar todo tipo de hipérboles y de tópicos, ponernos cursis y épicos. Y siempre nos quedaríamos cortos.
La exitosa adaptación cinematográfica de Elia Kazan ha pasado a la historia sobre todo, y entre todas sus virtudes, por la presencia de un Marlon Brando que revolucionó la interpretación de cine como quien no quiere la cosa. Resulta curioso ver a Dana Andrews o Gregory Peck en otras películas de Kazan estrenadas poco antes que Un tranvía y comprobar así el salto gigantesco que se produjo. No decimos que un estilo sea mejor que otro (de hecho, cuando hablamos de cine, quizá somos más partidarios de la contención fría que de la expresividad desmelenada), pero constatamos que algo cambió en la anquilosada historia del cine cuando Brando se convirtió en Kowalski. Por eso nos solidarizamos, y felicitamos, a Roberto Álamo. Nada menos que se las tiene que ver con uno de los iconos más poderosos de la historia del cine y con una actriz como Vicky Peña en estado de gracia. Y decimos que le felicitamos porque se hace presente, porque sabe combinar la fuerza y la sensibilidad arquetípicos de su personaje, porque nos hace comprenderle por encima de su antipatia, porque consigue atemorizar a toda una sala de teatro con sólo alzar su voz.
No mucho más fácil lo tiene el resto del reparto. Quienes temían no escuchar a Ariadna Gil acostumbrados a sus susurrantes personajes cinematográficos, o temían una cierta cursilería como de la que adolecía últimamente, se sorprenderán con su saber estar (en segundo plano, que no es nada fácil), por el partido que saca a su fragilidad, mezclada con la sensualidad más explícita de un texto que no es precisamente mojigato. Alex Casanovas también corre el peligro de eclipsarse ante el sol Peña, y por mucha intensidad que intenta dar a su composición, durante su gran momento no puede hacer nada puede hacer nada para conseguir que el espectador aparte su mirada de Blanche.
La escenografía de Juan Sanz y Miguel Ángel Coso recuerda a la vez su trabajo en Muerte de un viajante y a la película de Kazan. Sin nada que sobre (¡lo fácil que parece esto y lo difícil que debe de ser teniendo en cuenta la cantidad de escenografías rococós!) consiguen un ambiente sugerente, cautivador, diríamos que es una de esas escenografías que te meten en ambiente a la primera, sin duda apoyados en una iluminación, un vestuario y una música de primera categoría.
Con un impecable gusto, Mario Gas saco todo el partido de sus recursos. Sin volverse loco, en lo que podríamos llamar una adaptación canónica (en breve hablaremos de todo lo contrario cuando reseñemos Gata sobre tejado de zinc caliente), Gas construye cada escena consciente del animal que tiene entre manos y dosifica los momentos de aparente relajo con las explosiones descontroladas. Las únicas pegas que le pondríamos vienen de un uso del simbolismo algo desfasado: la música rayada cuando Blanche recuerda una mala experiencia, la pantalla que matiza la luz y oculta la verdad, las voces de ultratumba que acosan a la protagonista...
Y ahora, ¿qué decir de Vicky Peña? ¿Que da una clase de modulación actoral, de cómo va subiendo el piñón de su interpretación hasta alcanzar un final de una intensidad difícil de soportar sin estallar en aplausos? ¿Que es tan buena que parece una actriz inglesa? ¿Que sabe derribar las barreras del teatro narrativo para, cuando nos cuenta algo, hacérnoslo vivir con más intensidad que si lo estuviéramos viendo? ¿Que podemos comprender y empatizar con cada uno de los sentimientos de su complejo personaje sin mostrar el menor esfuerzo? ¿Que logra conmovernos y apiadarnos? Nos sentimos derrotados, sólo podemos decir que hay que verla para creerlo.
La exitosa adaptación cinematográfica de Elia Kazan ha pasado a la historia sobre todo, y entre todas sus virtudes, por la presencia de un Marlon Brando que revolucionó la interpretación de cine como quien no quiere la cosa. Resulta curioso ver a Dana Andrews o Gregory Peck en otras películas de Kazan estrenadas poco antes que Un tranvía y comprobar así el salto gigantesco que se produjo. No decimos que un estilo sea mejor que otro (de hecho, cuando hablamos de cine, quizá somos más partidarios de la contención fría que de la expresividad desmelenada), pero constatamos que algo cambió en la anquilosada historia del cine cuando Brando se convirtió en Kowalski. Por eso nos solidarizamos, y felicitamos, a Roberto Álamo. Nada menos que se las tiene que ver con uno de los iconos más poderosos de la historia del cine y con una actriz como Vicky Peña en estado de gracia. Y decimos que le felicitamos porque se hace presente, porque sabe combinar la fuerza y la sensibilidad arquetípicos de su personaje, porque nos hace comprenderle por encima de su antipatia, porque consigue atemorizar a toda una sala de teatro con sólo alzar su voz.
No mucho más fácil lo tiene el resto del reparto. Quienes temían no escuchar a Ariadna Gil acostumbrados a sus susurrantes personajes cinematográficos, o temían una cierta cursilería como de la que adolecía últimamente, se sorprenderán con su saber estar (en segundo plano, que no es nada fácil), por el partido que saca a su fragilidad, mezclada con la sensualidad más explícita de un texto que no es precisamente mojigato. Alex Casanovas también corre el peligro de eclipsarse ante el sol Peña, y por mucha intensidad que intenta dar a su composición, durante su gran momento no puede hacer nada puede hacer nada para conseguir que el espectador aparte su mirada de Blanche.
La escenografía de Juan Sanz y Miguel Ángel Coso recuerda a la vez su trabajo en Muerte de un viajante y a la película de Kazan. Sin nada que sobre (¡lo fácil que parece esto y lo difícil que debe de ser teniendo en cuenta la cantidad de escenografías rococós!) consiguen un ambiente sugerente, cautivador, diríamos que es una de esas escenografías que te meten en ambiente a la primera, sin duda apoyados en una iluminación, un vestuario y una música de primera categoría.
Con un impecable gusto, Mario Gas saco todo el partido de sus recursos. Sin volverse loco, en lo que podríamos llamar una adaptación canónica (en breve hablaremos de todo lo contrario cuando reseñemos Gata sobre tejado de zinc caliente), Gas construye cada escena consciente del animal que tiene entre manos y dosifica los momentos de aparente relajo con las explosiones descontroladas. Las únicas pegas que le pondríamos vienen de un uso del simbolismo algo desfasado: la música rayada cuando Blanche recuerda una mala experiencia, la pantalla que matiza la luz y oculta la verdad, las voces de ultratumba que acosan a la protagonista...
Y ahora, ¿qué decir de Vicky Peña? ¿Que da una clase de modulación actoral, de cómo va subiendo el piñón de su interpretación hasta alcanzar un final de una intensidad difícil de soportar sin estallar en aplausos? ¿Que es tan buena que parece una actriz inglesa? ¿Que sabe derribar las barreras del teatro narrativo para, cuando nos cuenta algo, hacérnoslo vivir con más intensidad que si lo estuviéramos viendo? ¿Que podemos comprender y empatizar con cada uno de los sentimientos de su complejo personaje sin mostrar el menor esfuerzo? ¿Que logra conmovernos y apiadarnos? Nos sentimos derrotados, sólo podemos decir que hay que verla para creerlo.
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lunes, 31 de enero de 2011
Amadeu
En 1952 el director húngaro Ladislao Vajda (uno de los mejores realizadores que hayan rodado en España) firmó una Doña Francisquita que aún hoy en día conserva su encanto, su agilidad, y, lo diremos, su modernidad. Casi cincuenta años después, Albert Boadella firma una biografía escénica de Amadeu Vives, autor de la música original de la zarzuela Doña Francisquita, cansina, reiterativa y, también, anticuada.
Hace unos años Albert Boadella trajo a Madrid a su grupo Els Joglars con una versión de El retablo de las maravillas, de Cervantes, que servía como perfecta metáfora para poner al descubierto tantos camelos del arte moderno. Lo difícil en estos chanchullos en desvelar la ridiculez de ciertos movimientos artísticos sin ser acusado de cafre, conservador o directamente tonto. Ahora con Boadella tenemos un problema: su figura ha sido objeto de tantos ataques por motivos políticos, que una crítica a su desempeño artístico podría verse como consecuencia de una animadversión personal. Pero aquí no hay nada de eso, simplemente Amadeu nos aburrió, nos irritó y nos nos hizo gracia.
Lo primero que reprochamos a Amadeu es la pobreza de su estructura argumental. Da la sensación de que se ha producido un gran esfuerzo de producción (gran coro, gran orquesta, gran vestuario) y una importante negligencia creativa. La historia del joven periodista hiperclicheizado que poco a podo descubre la biografía de Vives y acaba convirtiéndose en su mayor fan parece pergeñada en un par de momentos, venga, que tenemos que engarzar las canciones de algún modo.
Y esto hace que las actuaciones musicales parezcan un simple “Grandes Éxitos de Amadeu Vives”, seguramente muy apreciados por sus seguidores, pero que a los que desconocemos la mayor parte de su obra nos deja más bien indiferentes. Algo que hubiera ayudado a evitar este alejamiento hubiera sido tan sencillo como facilitar unos sobretítulos (como se hace en el Teatro de la Zarzuela), ya que aunque en la obra se insinúe que Vives era partidario de un estilo más natural e inteligible, sigue siendo humanamente imposible entender a un coro de zarzuela.
Pero quizá lo peor de la obra (lo otro era lo aburrido, esto nos irritó) es su parte cómica. Boadella parece no haber comprendido que fuera de los ambientes políticos, los madrileños no son muy amigos de las alabanzas, y sus halagos a Madrid fueron recibidos con más embarazo que agrado. El momento más bajo se produjo cuando un “catalán” vestido de “cubano” hablaba “mexicano” a la manera “pantinflesca”.
También, aunque no fuera su intención, era inevitable hacer una comparación entre la vida de Vives y la del propio Boadella, y por eso queda tan sonrojante la parte final, sobre todo ese “no hay nada más español que un catalán” (que, por cierto, nos suena mucho más lo de “no hay nada más español que un vasco”, tanto da”), manera fácil de buscar el aplauso en territorio amigo. Pero éste nunca había sido el estilo de Boadella, ¿no?
Hace unos años Albert Boadella trajo a Madrid a su grupo Els Joglars con una versión de El retablo de las maravillas, de Cervantes, que servía como perfecta metáfora para poner al descubierto tantos camelos del arte moderno. Lo difícil en estos chanchullos en desvelar la ridiculez de ciertos movimientos artísticos sin ser acusado de cafre, conservador o directamente tonto. Ahora con Boadella tenemos un problema: su figura ha sido objeto de tantos ataques por motivos políticos, que una crítica a su desempeño artístico podría verse como consecuencia de una animadversión personal. Pero aquí no hay nada de eso, simplemente Amadeu nos aburrió, nos irritó y nos nos hizo gracia.
Lo primero que reprochamos a Amadeu es la pobreza de su estructura argumental. Da la sensación de que se ha producido un gran esfuerzo de producción (gran coro, gran orquesta, gran vestuario) y una importante negligencia creativa. La historia del joven periodista hiperclicheizado que poco a podo descubre la biografía de Vives y acaba convirtiéndose en su mayor fan parece pergeñada en un par de momentos, venga, que tenemos que engarzar las canciones de algún modo.
Y esto hace que las actuaciones musicales parezcan un simple “Grandes Éxitos de Amadeu Vives”, seguramente muy apreciados por sus seguidores, pero que a los que desconocemos la mayor parte de su obra nos deja más bien indiferentes. Algo que hubiera ayudado a evitar este alejamiento hubiera sido tan sencillo como facilitar unos sobretítulos (como se hace en el Teatro de la Zarzuela), ya que aunque en la obra se insinúe que Vives era partidario de un estilo más natural e inteligible, sigue siendo humanamente imposible entender a un coro de zarzuela.
Pero quizá lo peor de la obra (lo otro era lo aburrido, esto nos irritó) es su parte cómica. Boadella parece no haber comprendido que fuera de los ambientes políticos, los madrileños no son muy amigos de las alabanzas, y sus halagos a Madrid fueron recibidos con más embarazo que agrado. El momento más bajo se produjo cuando un “catalán” vestido de “cubano” hablaba “mexicano” a la manera “pantinflesca”.
También, aunque no fuera su intención, era inevitable hacer una comparación entre la vida de Vives y la del propio Boadella, y por eso queda tan sonrojante la parte final, sobre todo ese “no hay nada más español que un catalán” (que, por cierto, nos suena mucho más lo de “no hay nada más español que un vasco”, tanto da”), manera fácil de buscar el aplauso en territorio amigo. Pero éste nunca había sido el estilo de Boadella, ¿no?
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