Últimamente,
entre teatros con mala acústica, textos en portuñol, actores con
dificultades para vocalizar y coros de zarzuela, estamos deseando el
inicio del Festival de Otoño para poder ver funciones con
sobretítulos y enterarnos de algo. El caso de El dúo de la Africana no es de los más flagrantes en cuanto a inteligibilidad
del coro, pero también se podría decir: total, para lo que hay que
oír. Porque sorprende lo mediocre que es el texto de Miguel Echegaray, con chistes del tipo: “¿Quién es ese? El bajo. ¡Cómo
va a ser el bajo con lo alto que es!”. Y así. Se podría decir que
la zarzuela es una parodia de Pagliacci, estrenada un año
antes, pero la elaboración de la sátira es tan compleja como ese
italiano macarrónico tan usado que, en lugar de hacer gracia (con
unas cuantas frases hubiera bastado), acaba por agotar.
La
representación comienza dejando claro que no se lo van a tomar en
serio, y el espectador lo asume esperando pasar una buena hora y
cuarto. La escenografía de Daniel Bianco casi modela esta nueva
categoría de zarzuela portátil (como en Candide, aunque con
resultados mucho más pobres), al situarnos en las bambalinas de un
teatro entre cajas y marcas de tiza. Llega el maestro Rubén Fernández Aguirre, que tiene que asumir la versión musical apoyado
solo en su piano, y bueno, esto va a ser una ligereza. Pero cuando
más tarde el mismo se levanta y se pone a hacer ejercicios de karate
nos situamos demasiado cerca de la patochada.
Hay
algunas gracias sin gracias, la incursión del coro cantando
alegremente sus cosas, luego el italianini aprovechado de un Felipe
Loza que parece que va a poder salvar la función, pero que se ahoga
en lo que debería ser un recurso y se convierte en una trampa,
después es el momento de la histérica Itxaso Quintana, cuyo
leitmotiv serán los grititos agudos. Y entonces llega el gran
momento. Aparece Mariola Cantarero, como una andaluza salaísima que
esconde tras su fachada de diva de la ópera una rendida al arte de
la copla. Su primera intervención musical será saludada con
entusiasmo, y cuando se pone a hacer chistes sureños, ole qué arte.
También tendrá muy buena acogida Javier Tomé Fernández, otro
cantante dotado que hace las delicias del aficionado. Lo que cantan y
de lo que va la obra se mezclan como agua y aceite, pero al parecer
eso no tiene importancia.
¿Pero esto no duraba una hora y cuarto? Pues todavía da tiempo a la chocarrera intervención de Gurutze Beitia, en esta ocasión como una grande de Aragón. Su intervención tiene su gracia y así lo demostró el público, pero a estas alturas estábamos demasiado cargados como para poder apreciarlo con justicia. Ya llegamos al final y la escenografía de Biano acierta con el decorado más hortera que se pueda imaginar. Alguna astracanada más, y la cosa se termina como podía haberlo hecho mucho antes o incluso mucho después.
Como
decíamos, la obra es tan mala que asusta, y las intervenciones de
Emilio Sagi para hacerla más accesible caen en los clichés más
tontos. No somos unos grandes aficionados a la zarzuela, pero cuando
está bien hecha sabemos apreciarla, y no es el caso. En el aspecto
puramente musical, haciendo abstracción, los intérpretes son
indudablemente muy capaces, pero están al servicio de una mala
causa.
Esto
no pareció importar al público. Vimos la obra desde el peor lugar
posible, pero al menos tuvimos una perspectiva privilegiada de la
platea, y durante la ronda de aplausos nos fijamos en las reacciones
de los asistentes. Más allá de los aplausos, que pueden ser
engañosos, comprobamos que las caras de felicidad abundaban: la
gente en general se lo había pasado realmente bien. Afortunados
ellos.
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