La
noticia de una puesta en escena de El maestro y Margarita nos
causó a la vez excitación y temor. Se trata de una de nuestras
novelas preferidas de la que siempre hemos pensado que se podría
sacar una estimulante versión escénica, por lo que la perspectiva
de verla en un buen montaje de la compañía Complicite nos hizo
salivar de inmediato. Pero por otra parte, la empresa es de tal
empeño que lo fácil sería que se desmoronara y diera lugar a un
desastre. Por suerte, el resultado es una obra maestra absoluta.
En
la primera escena ya aparecen concentrados todos los elementos que se
van a desarrollar en las siguientes tres horas de función. Hay
confusión, ruido y apresuramiento. Enseguida las cosas se calman...
pero no demasiado. Para poder hacer una adaptación medianamente
completa del libro sería necesario un montaje de seis horas o
hacerlo al ritmo que impone Simon McBurney. Esto podría haber
derivado en un caos ininteligible: las escenas se siguen sin
transición, los personajes se solapan, los diferentes hilos
narrativos conviven al mismo tiempo. Y sin embargo en ningún momento
se pierde la coherencia.
De
alguna manera McBurney logra salir vencedor de cada embate con
soluciones a cuál más imaginativa. Las ideas de puesta en escena
son brillantes no solo en su aspecto formal (en el que Es Devlin
logra algunas imágenes de una belleza inolvidable), sino también en
su sentido más profundo. Pese a la prolijidad de propuestas, todo
parece fluir de manera natural, tanto narrativa como estéticamente.
Así, la iluminación de Paul Anderson consigue que unas sencillas
líneas de luz marquen los espacios con una claridad absoluta.
Además, el trabajo con el vídeo (al que por otra parte nunca hemos
sido muy aficionados) de Finn Ross y Luke Hass se resuelve de una
manera extraordinariamente creativa y ajustada al tono general del
montaje.
Si
la primera parte de la función es espectacular, la segunda es
todavía mejor. La pesadilla se convierte en una locura desasosegante
y a la vez fascinante de la que es imposible apartar los ojos, a
riesgo de perder la cordura. El punto culminante se produce en la
escena en la que Margarita se tira por la ventana, fantásticamente
lograda, y a partir de ahí se entra en un torbellino de acción que
no habrá manera de detener. En el último tramo se suceden varios
falsos finales que quizá impiden una explosión de emoción más
concentrada, pero el espectador ya está cautivado de tal manera que
no importaría que el espectáculo hubiera continuado
indefinidamente.
Como
siempre pasa con las compañías británicas, el trabajo de los
actores es prodigioso. Paul Rhys tiene un doble papel que parece
imposible haber sido asumido por el mismo actor: sería difícil
decidir en cuál de los dos está mejor. Sinéad Matthews incorpora
una Margarita apasionada, hiperactiva, capaz de cualquier cosa. Por
su parte, César Sarachu también está perfecto en cada uno de los
personajes que interpreta. Como Cristo, además de dar el tipo más
clásico, muestra vulnerabilidad y sabiduría. Como demonio, provoca
temor y temblor.
De
momento hemos visto tres obras de este Festival de Otoño que han
estado entre el notable y la matrícula de honor. Seguramente más
adelante sufriremos de comparaciones y nostalgias, pero de momento
solo podemos congratularnos por haber podido disfrutar de unas
experiencias de tanta y tan diversa calidad teatral.
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