En
nuestras conversaciones sobre arte, siempre acaba apareciendo el
mismo concepto: la sencillez. A primera vista, podría parecer lo más
fácil de conseguir. En teatro, por poner un ejemplo, usaríamos unas
cuantas sillas, un texto sin complicaciones y unos actores con
aspecto de naturalidad. Nada más simple. Sin embargo, si
contrastamos el tipo de teatro que solemos ver con este montaje de
The Suit, encontramos las mil y una diferencias: dar con la
sencillez es el objetivo más complicado del mundo y solo con un
ingente trabajo, altas dosis de talento y mucha valentía se puede
alcanzar tal logro.
Porque,
¿qué tiene de especial la obra de Can Themba? En apariencia, el
argumento es bastante superficial, una historia de infidelidades como
tantas otras. Los diálogos tampoco es que pretendan ser
trascendentales. En cuanto a la escenografía, son solo unos pocos
elementos con los que jugar. Y las actuaciones no buscan el
virtuosismo. Pero el efecto es totalmente purificador. Estamos viendo
el teatro en su esencia, destilado y puesto en escena con todo el
amor. Eso tiene que transmitirse de alguna manera.
Como
el trabajo de los mejores artesanos, el oficio de Brook, Estienne y Krawczyk se manifiesta más por su depuración que por la
ostentación. Todo lo que no sirva para algo, fuera. Un perchero de
barra puede hacer de puerta, de ventana, de autobús e incluso de
perchero. Esto es teatro, señores. El problema es que si algo falla,
todo el tinglado se viene abajo; pero si está bien hecho, si los
directores han conseguido hacerse con la atención del espectador y
conseguir que se crea todo lo que le dicen, si el truco de magia es
efectivo, entramos en una nueva dimensión. Efectivamente, esto no es
nada nuevo, es tan viejo como el teatro.
Pero
hay otro punto cardinal que no puede estar extraviado: los actores.
Primero aparece Jared McNeill derrochando encanto por todo el
escenario. Es uno de estos maestros de ceremonia que se hacen con el
público en el primer minuto, y con eso ya está medio trabajo hecho.
A partir de entonces, todo lo que nos cuente va a recibir una acogida
amigable. Y cuando interpreta Strange Fruit deja literalmente sin
aliento.
Después
es el turno de William Nadylam, y apostaríamos a que media sala no
tardó ni cinco minutos en exclamar mentalmente: ¡pero de dónde ha
salido este pedazo de actor! Ya le habíamos visto en Una mujer en África, pero sinceramente no lo recordábamos. No volverá a
pasar. En su primera escena tiene una gracia naturalísima y una
complicidad con el espectador casi automática. Según vaya entrando
en lugares oscuros su personaje, también lo irá haciendo su mirada.
Un personaje nada agradable, pero al que Nadylan es capaz de dotar de
verismo y credibilidad. Hasta un final en el que al verlo llorar a
unos pocos metros de ti llegas a creerte, aunque sea por unos
segundos, que has asistido a una transmutación en directo. Los pelos
de punta, señoras y señores.
Antes
de llegar al climático final, hemos podido disfrutar de Nonhlanhla
Kheswa. Su papel como aburrida mujer sobreprotegida puede tener algún
punto más flojo, pero cuando se pone a cantar el espectador vuelve a
olvidarse de que hay un mundo ahí fuera. Ya puede interpretar
clásicos de Nina Simone o canciones tradicionales de África, lo
hace como si ella fuera la única cualificada para entonar esas
melodías. La parte musical está completada por un trío de piano
(ocasionalmente acordeón), guitarra y trompeta, que en una obra
normal están ahí para molestar, pero que aquí parecen
imprescindibles.
Como
decíamos, después de ver The Suit se sale del teatro con la
sensación de haber sido purificado. Después de cada diez o doce
obras de teatro, debería estar disponible ver una cosa así para
poder dejar atrás malas vibraciones y regocijarse con lo que hace de
este arte el mejor de todos, el más cercano a la naturaleza humana.
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