viernes, 11 de mayo de 2012

The Suit (Teatros del Canal)


En nuestras conversaciones sobre arte, siempre acaba apareciendo el mismo concepto: la sencillez. A primera vista, podría parecer lo más fácil de conseguir. En teatro, por poner un ejemplo, usaríamos unas cuantas sillas, un texto sin complicaciones y unos actores con aspecto de naturalidad. Nada más simple. Sin embargo, si contrastamos el tipo de teatro que solemos ver con este montaje de The Suit, encontramos las mil y una diferencias: dar con la sencillez es el objetivo más complicado del mundo y solo con un ingente trabajo, altas dosis de talento y mucha valentía se puede alcanzar tal logro.

Porque, ¿qué tiene de especial la obra de Can Themba? En apariencia, el argumento es bastante superficial, una historia de infidelidades como tantas otras. Los diálogos tampoco es que pretendan ser trascendentales. En cuanto a la escenografía, son solo unos pocos elementos con los que jugar. Y las actuaciones no buscan el virtuosismo. Pero el efecto es totalmente purificador. Estamos viendo el teatro en su esencia, destilado y puesto en escena con todo el amor. Eso tiene que transmitirse de alguna manera.

Como el trabajo de los mejores artesanos, el oficio de Brook, Estienne y Krawczyk se manifiesta más por su depuración que por la ostentación. Todo lo que no sirva para algo, fuera. Un perchero de barra puede hacer de puerta, de ventana, de autobús e incluso de perchero. Esto es teatro, señores. El problema es que si algo falla, todo el tinglado se viene abajo; pero si está bien hecho, si los directores han conseguido hacerse con la atención del espectador y conseguir que se crea todo lo que le dicen, si el truco de magia es efectivo, entramos en una nueva dimensión. Efectivamente, esto no es nada nuevo, es tan viejo como el teatro.

Pero hay otro punto cardinal que no puede estar extraviado: los actores. Primero aparece Jared McNeill derrochando encanto por todo el escenario. Es uno de estos maestros de ceremonia que se hacen con el público en el primer minuto, y con eso ya está medio trabajo hecho. A partir de entonces, todo lo que nos cuente va a recibir una acogida amigable. Y cuando interpreta Strange Fruit deja literalmente sin aliento.

Después es el turno de William Nadylam, y apostaríamos a que media sala no tardó ni cinco minutos en exclamar mentalmente: ¡pero de dónde ha salido este pedazo de actor! Ya le habíamos visto en Una mujer en África, pero sinceramente no lo recordábamos. No volverá a pasar. En su primera escena tiene una gracia naturalísima y una complicidad con el espectador casi automática. Según vaya entrando en lugares oscuros su personaje, también lo irá haciendo su mirada. Un personaje nada agradable, pero al que Nadylan es capaz de dotar de verismo y credibilidad. Hasta un final en el que al verlo llorar a unos pocos metros de ti llegas a creerte, aunque sea por unos segundos, que has asistido a una transmutación en directo. Los pelos de punta, señoras y señores.

Antes de llegar al climático final, hemos podido disfrutar de Nonhlanhla Kheswa. Su papel como aburrida mujer sobreprotegida puede tener algún punto más flojo, pero cuando se pone a cantar el espectador vuelve a olvidarse de que hay un mundo ahí fuera. Ya puede interpretar clásicos de Nina Simone o canciones tradicionales de África, lo hace como si ella fuera la única cualificada para entonar esas melodías. La parte musical está completada por un trío de piano (ocasionalmente acordeón), guitarra y trompeta, que en una obra normal están ahí para molestar, pero que aquí parecen imprescindibles.

Como decíamos, después de ver The Suit se sale del teatro con la sensación de haber sido purificado. Después de cada diez o doce obras de teatro, debería estar disponible ver una cosa así para poder dejar atrás malas vibraciones y regocijarse con lo que hace de este arte el mejor de todos, el más cercano a la naturaleza humana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario