Sería
difícil encontrar dos espectáculos más diferentes que The Suit
y Juego de cartas 1: Picas aún buscándolos. Pese a nuestra
inclinación por las propuestas más depuradas en las que se pone en
valor ante todo en el texto y las actuaciones, tampoco somos
radicales que huyan de todo lo que huela a montaje “de director”.
Es más, reconocemos que esperábamos esta función de Ex-Machina con
una expectación desorbitada. Por eso nos encantaría poder hablar
maravillas de la obra, pero no vamos a poder.
En
Vida en escena siempre obviamos contar el argumento de las obras no
porque creamos que no tenga importancia, sino porque creemos que los
enlaces ya cumplen esa misión si alguien está interesado. Sin
embargo, si tuviéramos que hacerlo, con Juego de cartas 1 nos
veríamos en un aprieto. Bush II acaba de declarar la guerra a Irak
mientras un grupo variopinto de personajes pasa unos días en un
hotel de Las Vegas. Seguramente haya en el texto un simbolismo que no
hemos sido capaces de captar, pero la verdad es que escenas como la
de la catarsis chamánica casi al final nos hace pensar que no, que
aquí se ha dado prioridad a la construcción de imágenes frente al
trazado dramático. Es una opción válida, pero tiene sus
importantes pegas.
Primero,
dejemos claro que se trata de un montaje deslumbrante. La
escenografía de Jean Hazel es tan rica que parece inacabable. La
estructura del Price permite jugar con el escenario redondo de tal
manera que la compañía parece sacar recursos más allá de donde la
imaginación más desbordante podría pensar y los hallazgos son
continuos. La atmósfera cambia cada cinco minutos y las imágenes
son poderosas y sugerentes. El hotel de Las Vegas, el campo de
entrenamiento, la piscina, el desierto... son escenarios
perfectamente logrados en gran parte también gracias al
extraordinario trabajo de iluminación de Louis-Xavier Gagnon-Lebrun,
seguramente el más espectacular que hayamos visto.
Pero...
cuando todo está al servicio de la escenografía, es que algo falla.
Sí, el despliegue de habilidades y de recursos escénicos de Robert Lepage y compañía pueden dejarnos con la boca abierta, pero el
desarrollo dramático es errático. La historia no acaba de definirse
en ningún momento, y cuando eso sucede, el espectador se queda al
margen. En las escenas hay casi tantos momentos intrascendentes como
logros reales. A menudo da la sensación de que simplemente se está
haciendo tiempo para permitir a los técnicos hacer un cambio de
escenario, y las abundantes transiciones solo ralentizan el ritmo y
quiebran la continuidad.
Para
salvar el elemento teatral más humano y menos mecánico tenemos el
excelente trabajo de los actores. Aunque solo sean seis parecen
muchos más (sudores da pensar en los métodos para propiciar sus
rápidos cambios de vestuario y estética). En esta obra su trabajo
también incluye participación en la creación del texto, pero lejos
de dar un tono de naturalidad como sucede en las películas de Mike Leigh, aquí muchas veces se cae en la banalidad, ni tan siquiera en
el lucimiento.
En
cualquier caso, se trata de una propuesta estimable que pese a sus
tres horas no se hace aburrida, aunque sí algo rutinaria, y que
merece la pena por ofrecer soluciones escénicas innovadoras y un
trabajo actoral colorido y proteico. Sin embargo, hemos de decir que
el público no tuvo su mejor tarde. El hecho de que la obra no tenga
intermedio hizo que el goteo de gente que abandonaba la sala ya fuera
momentánea o definitivamente fuera constante. Además, las luces de
los móviles no dejaban de iluminar las gradas y para colmo, al
terminar se multiplicó la habitual y lamentable costumbre de la
desbandada previa a terminar la ronda de aplausos (¿de verdad
después de tres horas no se pueden aguantar dos minutos más hasta
que termine el ritual?). También se produjo un desagradable
incidente con unos impresentables que mostraron su desagrado con la
obra lanzando vulgares improperios a los actores. Antes de entrar
alguien nos preguntó que si lo que había ahí dentro era algo de
fútbol. Parece que otros despistados creyeron lo mismo.
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