Estamos
de acuerdo: es mejor morir con dignidad que vivir siguiendo las
premisas de Paolo Coelho. Y sin embargo, algo bueno tenía que tener
el hombre. Porque si sus banalidades pretenciosas dan como resultado,
aunque sea a través de la burla, cosas como Carne viva,
habrá que agradecérselo. Pero tampoco exageremos, que aparte del
leitmotiv de “el universo conspira”, poco más debe Denise
Despeyroux al autor brasileño. En una obra tan juguetona como esta,
en la que la narración salta una y otra vez y los personajes van
entrando y saliendo en un aparente caos, es necesario mantener
algunos hilos de continuidad que entretejan la trama. Y si lo del
universo es lo más llamativo, la habilidad de Despeyroux está en ir
sembrando la obra de detalles que casi pasan desapercibidos (los
errores lingüísticos, los saltos al cuello), pero que de menara
subliminal forjan la unidad.
A
lo mejor le pasa a todo el mundo, pero tuvimos la sensación de que
nuestra sucesión de acontecimientos era la más apropiada. En
nuestro grupo la función empezó en la comisaria, lugar simbólico
en el que sin cargar las tintas se refleja el estado actual del país:
a veces es mejor tomarse los contratiempos con ironía que con ira.
Así, lo de los cortes de luz puede ser metafórico, pero da pie a
gags divertídisimos, como la conversación telefónica con Endesa.
En poco más de media hora asistimos
a una historia en apariencia completa, con guiños autoconscientes a
argumentos de telenovela y una trama criminal que sin embargo se
queda al margen, mucho más irrelevante que los problemas para pagar
las facturas.
En
la comisaría, que además de la primera escena fue nuestra
preferida, el centro de la acción lo ocupan Agustín Bellusci y Sara
Torres. Ya que tres actores argentinos (también está por allí
Fernando Nigro) interpreten a agentes de la policía nacional
introduce un escenario algo disparatado, y que Torres no sepa lo que
significa CNP dice mucho sobre las intenciones burlescas de la
situación. Bellusci vive en una doble (o cuádruple) vida y en todo
momento tiene que enmascarar sus sentimientos y sus propósitos, con
escaso éxito, todo hay que decirlo. Torres también se percibe en
todo momento como fuera de lugar, expulsada e incomprendida. Y si el
conflicto era latente, al llegar el policía terminal y mimado, Font
García, la situación se enquista. Cuando aparece Joan Carles Suau,
el Niño Índigo, el disparate ya se habrá apoderado por completo de
la escena. En una obra basada en un equilibrio prodigioso y un
sentido del tempo magistral, la coordinación entre los intérpretes
se sustenta en un delgado alambre, pero son capaces de mantenerse en
pie y que el espectador deje atrás cualquier preocupación por la
verosimilitud.
La
siguiente escena tiene lugar en la clase de baile. Una vez más
Despeyroux juega con los arquetipos, a los que dota de algo de
excentricidad no solo con propósitos cómicos, sino también para
mantener alerta al espectador. Ahora ya sabemos parte de la historia,
y cuando aparece la china italiana deprimida encarnada por Huichi
Chiu, pese a su malhumor y sus quejas, podemos comprenderla.
Despeyroux, que ha debido pasárselo bomba escribiendo la obra, se
permite una escena de baile tan gratuita como antológica con la
música de Titanic
de fondo(otro gran horror que pertenece a la misma categoría de
Coelho). Si en la comisaría la autora había barajado las cartas del
folletín con hijos perdidos y reencuentros lacrimógenos, aquí la
cosa va de amores imposibles. El policía de Fernando Nigro vuelve a
aparecer en ese desacato a la autoridad que suponen sus mallas y se
une a la hipnóloga interpretada por Vanesa Rasero para recrear una
pasión que no se mira a los ojos. Ambos mantienen la farsa a raya,
combinando vis cómica y seriedad trascendente.
Y
si en la anterior escena vemos a una médium capaz de cualquier cosa
por recuperar a su amante, cuando pasamos a la sala de espiritismo
descubrimos el bicho que hay en ella. Que sea una adivinadora
argentina con perfecto acento español es una broma (interna) más, como parece
esa llamada telefónica que es un timo de manual. Pero quienes se
apoderan del desenlace (al menos para nuestro grupo, aunque parece el
ideal), son Carmela Lloret y Juan Vinuesa. Esta vez el horror vendrá
de la mano de Mecano y el punto de fuga con una canción interpretada
a dúo que es tan patética como regocijante. Si la obra es un
continuo transvase entre códigos genéricos y parodias encubiertas,
ahora el juego se explicita en la relación sadomasoquista más
extraña que se pueda imaginar. Se ve que el universo toma extraños
caminos por los que expresarse.
Se
podrían buscar interpretaciones complejas para el material de
Despeyroux, como esas dimensiones solapadas que cobran significado
solo al completarse. La interacción entre el texto (que a la vez
tiene sentido pleno en cada escena y brechas abiertas que abren
nuevas posibilidades), los actores (que pese a tener un solo papel,
parece interpretar diferentes tipos en cada ocasión, incluso sin
moverse del sitio) y los espectadores (que sí se mueven) es lo que
provoca una simbiosis que daría para consideraciones acerca del
tiempo, el espacio e incluso el destino. Pero nosotros preferimos
quedarnos con la sensación de irreverencia que transmite toda la
obra. Es cierto que Despeyroux tuvo una buena idea (adaptarse a los
escenarios de La pensión de las pulgas para crear una obra
multifacética), pero no se quedó en lo que podría haber sido un
vacuo ejercicio de prestidigitación. El oficio a la hora de elaborar
diálogos absurdos y redondos, la buena mano para llevar a los
actores desde la seriedad hacia la exaltación, la capacidad para
sacar todo el partido a las situaciones más trilladas, dan fe del
dominio de la autora y directora para crear universos muy personales.
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