lunes, 27 de octubre de 2014

The Valley of Astonishment (Teatros del Canal)

Parece una broma, pero no lo es: hace tiempo leímos un libro sobre mnemotecnia que indagaba en conceptos como el de “palacio de la memoria” y estudiaba el diseño de algunos teatros isabelinos (el Globe y otros diseñados por Íñigo Jones) para concluir que estaban pensados como recreación de las teorías mnemotécnicas de la Antigüedad. La broma es que no recordamos el título del libro y por mucho que hemos buscado no encontramos ninguna referencia al mismo. Alucinaciones más elaboradas hemos tenido. Al menos esto nos permite algunas elucubraciones gratuitas. Porque definir al teatro como palacio de la memoria no nos parece en absoluto desatinado. Un teatro puede ser muchas cosas, y visitarlo como un lugar de reencuentro, como un espacio en el que los espectros toman forma, es de lo más sugerente. Allí siempre se producirá el reconocimiento, incluso cuando nos sorprenden, hay algo de íntimo, de perdido en nuestro interior que, una vez ganados por el hechizo, podemos recuperar y entender finalmente, sin necesidad de abstracciones ni explicaciones. Es lo que de manera cursi pero real se suele calificar como “la magia del teatro”.

En The Valley of Astonishment las referencias son claras, desde el memorioso Solomon Shereshevsky inmortalizado por Luria en La mente de un mnemonista a la obra de Oliver Sacks (que definitivamente se ha convertido en un personaje muy presente en la cultura popular, como demuestra El eco de la memoria). La figura de esas personas capaces de recordar hasta el menor detalle de su existencia, al igual que la de los sinestésicos, es sin duda fascinante. Pero, como le pasó a Shereshevsky en la realidad y a Samy Costas en la función, es muy fácil caer en la atracción de feria, en fijarse solo en el fenómeno y dejar atrás la parte turbadora de su existencia, su incapacidad para adaptarse a un mundo en el que les es difícil integrarse. Aunque sea complicado pensar en lo que supone poseer una capacidad tal, no es difícil imaginar el sufrimiento que provoca la incapacidad de olvidar.

Una vez más, Peter Brook y Marie-Hélène Estienne demuestran que para hacer teatro de primera categoría no hace falta alardear. Al contrario, todo se reduce a unos pocos elementos, a lo más esencial, a buscar la pureza de la verdad. Un escenario limpio, con unas sillas y una mesa que sirven para todo, una iluminación que solo se hace presente al estallar en colores cuando el sinestésico pinta los cuadros que ve en la música, y precisamente unos músicos que puntúan la acción sin hacerse notar, pero siempre con la nota apropiada. La función es breve, pero ajustada, no se necesita ni más ni menos. Hay una trama general que sigue la vida de Costas en unas cuantas escenas que van desde la comicidad inicial hasta el derrumbe de la parte final. En unos pocos diálogos, con una naturalidad que no tapa la trascendencia del menor de los gestos (la forma de caminar, la entonación, la caída de hombros), asistimos a esta fabulosa narración por historia en la que, como decíamos al principio, se produce un reconocimiento que va mucho más allá de la conmoción ante un suceso sorprendente: es nuestro propio misterio el que se dilucida en escena.

Para interpretar a Samy Costas Brook y Estienne han contado nada menos que con Kathryn Hunter. En físico y verborrea Hunter recuerda a Fran Lebowitz, y en ingenio y capacidad para provocar la carcajada tampoco le anda muy lejos. Aunque algunos trucos facilitan lo que podría ser una tarea imposible, no deja de asombrar la capacidad de Hunter para recrear la prodigiosa memoria de su personaje, en una muestra más de la conexión existente entre mnemotecnia y teatro. Hiperactiva en los momentos de descubrimiento, capaz de transmitir toda su fragilidad y temor cuando se ve empujada a las tablas, digna de conmiseración al ser incapaz de controlar su don (ahora convertido en maldición), Hunter encarna los postulados del teatro de Brook como tiene que ser, sin que se note. Junto a ella Marcello Magni (que no solo sale airoso de la improvisación durante la escena del mago, sino que se lleva al público de calle) y Jared McNeill acumulan personajes y melodías con una fluidez que nunca rompe el ritmo.


Nos da la sensación de que muchos espectadores van a ver las obras de Brook como si fuera una clase magistral. Y es cierto que siempre se aprende algo, que en sus montajes vemos la mejor expresión de lo que para nuestro gusto es el teatro en estado puro. También esperamos que los profesionales aprendan de sus lecciones y las apliquen a su propio trabajo. Pero The Valley of Astonishment es mucho más que una obra a la que admirar con frialdad y a base de raciocinio. Hay otras formas de hacer gran teatro, y un estilo completamente opuesto podría ser el de Complicite, pero los lazos de unión entre esta compañía y The Valley no son casualidad. En el fondo, todos hablan el mismo idioma. 

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