Parece
una broma, pero no lo es: hace tiempo leímos un libro sobre
mnemotecnia que indagaba en conceptos como el de “palacio de la
memoria” y estudiaba el diseño de algunos teatros isabelinos (el
Globe y otros diseñados por Íñigo Jones) para concluir que estaban
pensados como recreación de las teorías mnemotécnicas de la
Antigüedad. La broma es que no recordamos el título del libro y por
mucho que hemos buscado no encontramos ninguna referencia al mismo.
Alucinaciones más elaboradas hemos tenido. Al menos esto nos permite
algunas elucubraciones gratuitas. Porque definir al teatro como
palacio de la memoria no nos parece en absoluto desatinado. Un teatro
puede ser muchas cosas, y visitarlo como un lugar de reencuentro,
como un espacio en el que los espectros toman forma, es de lo más
sugerente. Allí siempre se producirá el reconocimiento, incluso
cuando nos sorprenden, hay algo de íntimo, de perdido en nuestro
interior que, una vez ganados por el hechizo, podemos recuperar y
entender finalmente, sin necesidad de abstracciones ni explicaciones.
Es lo que de manera cursi pero real se suele calificar como “la
magia del teatro”.
En
The Valley of Astonishment las referencias son claras, desde el
memorioso Solomon Shereshevsky inmortalizado por Luria en La mente de un mnemonista a la obra de Oliver Sacks (que definitivamente se ha
convertido en un personaje muy presente en la cultura popular, como
demuestra El eco de la memoria). La figura de esas personas capaces
de recordar hasta el menor detalle de su existencia, al igual que la
de los sinestésicos, es sin duda fascinante. Pero, como le pasó a
Shereshevsky en la realidad y a Samy Costas en la función, es muy
fácil caer en la atracción de feria, en fijarse solo en el fenómeno
y dejar atrás la parte turbadora de su existencia, su incapacidad
para adaptarse a un mundo en el que les es difícil integrarse.
Aunque sea complicado pensar en lo que supone poseer una capacidad
tal, no es difícil imaginar el sufrimiento que provoca la
incapacidad de olvidar.
Una
vez más, Peter Brook y Marie-Hélène Estienne demuestran que para hacer
teatro de primera categoría no hace falta alardear. Al contrario,
todo se reduce a unos pocos elementos, a lo más esencial, a buscar
la pureza de la verdad. Un escenario limpio, con unas sillas y una
mesa que sirven para todo, una iluminación que solo se hace presente
al estallar en colores cuando el sinestésico pinta los cuadros que
ve en la música, y precisamente unos músicos que puntúan la acción
sin hacerse notar, pero siempre con la nota apropiada. La función es
breve, pero ajustada, no se necesita ni más ni menos. Hay una trama
general que sigue la vida de Costas en unas cuantas escenas que van
desde la comicidad inicial hasta el derrumbe de la parte final. En
unos pocos diálogos, con una naturalidad que no tapa la
trascendencia del menor de los gestos (la forma de caminar, la
entonación, la caída de hombros), asistimos a esta fabulosa
narración por historia en la que, como decíamos al principio, se
produce un reconocimiento que va mucho más allá de la conmoción
ante un suceso sorprendente: es nuestro propio misterio el que se
dilucida en escena.
Para
interpretar a Samy Costas Brook y Estienne han contado nada menos que
con Kathryn Hunter. En físico y verborrea Hunter recuerda a Fran
Lebowitz, y en ingenio y capacidad para provocar la carcajada tampoco
le anda muy lejos. Aunque algunos trucos facilitan lo que podría ser
una tarea imposible, no deja de asombrar la capacidad de Hunter para
recrear la prodigiosa memoria de su personaje, en una muestra más de
la conexión existente entre mnemotecnia y teatro. Hiperactiva en los
momentos de descubrimiento, capaz de transmitir toda su fragilidad y
temor cuando se ve empujada a las tablas, digna de conmiseración al
ser incapaz de controlar su don (ahora convertido en maldición),
Hunter encarna los postulados del teatro de Brook como tiene que ser,
sin que se note. Junto a ella Marcello Magni (que no solo sale airoso
de la improvisación durante la escena del mago, sino que se lleva al
público de calle) y Jared McNeill acumulan personajes y melodías
con una fluidez que nunca rompe el ritmo.
Nos
da la sensación de que muchos espectadores van a ver las obras de
Brook como si fuera una clase magistral. Y es cierto que siempre se
aprende algo, que en sus montajes vemos la mejor expresión de lo que
para nuestro gusto es el teatro en estado puro. También esperamos
que los profesionales aprendan de sus lecciones y las apliquen a su
propio trabajo. Pero The Valley of Astonishment es mucho más que una
obra a la que admirar con frialdad y a base de raciocinio. Hay otras
formas de hacer gran teatro, y un estilo completamente opuesto podría
ser el de Complicite, pero los lazos de unión entre esta compañía
y The Valley no son casualidad. En el fondo, todos hablan el mismo
idioma.
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