lunes, 20 de octubre de 2014

Ilíada (Teatro Valle-Inclán)

Ay, Musas, ¿por que me habéis abandonado? Esta es una de esas situaciones en las que te sientes como el conductor que se pregunta qué hacen todos los demás coches yendo en dirección contraria. Porque, sí, reconozcamos los méritos de esta puesta en escena de la Ilíada y valoremos el esfuerzo y tal, pero hay que admitirlo: si hubiera durado un poco más habría bajado yo mismos a acabar de una vez por todas con Héctor. Era él o yo. Y sin embargo, al parecer, fue apoteósico. Homérico!, claro. Incluso descontando la hipocresía del público teatral, se nota que no, que sí, que ha gustado. Peor para mí.

Como a partir de aquí los selectos (mejor calificarlos así que de escasos) lectores de este blog habrán desistido de continuar, nos vamos a permitir algunas divagaciones. Comenzaremos con un grandísimo pecado: no hay emoción. Porque habrá virtuosismo, entrega, inventiva. Pero a mí me dejó frío. Siempre he sido brechtiano, incluso antes de aficionarme al teatro, y sin embargo, en momento así, me pregunto: ¿no sería la vida del espectador teatral más feliz antes de Brecht? Porque, señores, está bien eso del distanciamiento y de darle una vuelta a las convenciones, pero ¡esto es Homero! Por cierto, que tampoco hay épica, al menos la genuina. Y también, que el teatro épico está muy bien, pero aquí pedimos otra cosa.

Eso, un poco de respeto, se lo ruego. Que los dioses son de cachondeo, pues casi mejor borrarlos del mapa en lugar de convertirlos en mamarrachos. Que las guerras son muy malas, pues sí, padre, eso ya lo sabemos. Que la emoción es una cosa cursi y que viva la ironía y somos muy modernos, pues conmigo no cuentes. Porque el teatro tiene que ser algo más. Sí, volvemos a la emoción. Llega una escena cumbre, una conmovedora despedida, una muerte trágica. El actor sublime, la actriz transmutada... Y entonces (acabemos por siempre con los “entonces”), se ponen a narrar como si tal cosa, con esa manía de leer acotaciones. Y menos mal que no se ponen con las notas a pie de página. Que como recurso lo de que sean los actores los que narren la historia, pues no está mal, pero estar así cuatro horas, cansa. Muchos trucos para luego tirar por el camino más fácil. Así no.

Porque se lauda el trabajo agotador de los actores, pero también debería reconocerse el esfuerzo del espectador. En serio, que un día nos va a dar algo. Aquí, con tanta cháchara (y las Musas nos perdonen por hablar así de Homero, que Él no tiene la culpa) y tanto ir y venir, el dolor de cabeza era inevitable. Y la velocidad a la que hablaban... vale que hay que meter todo el jaleo (y luego acuso a los demás de irreverencia, es que) en cuatro horitas, pero es que a veces parecía una screwball comedy. Lo de Agamenón es de traca, qué capacidad para soltar sus discursos sin necesidad ni de respirar. Eso sí, daban ganas de decirle: “pero callate un poquito, boludo”.

Uno de los aspectos en los que la literatura es superior al teatro es en la opción de elegir prioridades. La Ilíada, ese monumento de la Humanidad, esa cima de las Letras, esa inmortal Obra, tiene extensos fragmentos repetitivos que proporcionan ese inigualable placer que supone saltarse páginas (aunque, en este caso, sin la recompensa añadida de sentir remordimientos). Pero en el teatro no podemos disfrutar de esta fuga (lo de estar entrando y saliendo de la sala estaría muy mal visto). Claro que siempre queda la opción de ponerse a pensar en la cena o tararear interiormente, pero no es lo mismo, y también acaba aburriendo. Me gustaría saber cuánta gente de la que se puso en pie y lanzó bravos a diestro y siniestro (por un momento temí verme inmerso en un ataque de ménades) no se había pasado media función regurgitando. Pero bueno, no estamos aquí para juzgar a las personas. Y las obras, pues al parecer tampoco es que las entienda muy bien. O será que soy más de la Odisea.


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