Ay,
Musas, ¿por que me habéis abandonado? Esta es una de esas
situaciones en las que te sientes como el conductor que se pregunta
qué hacen todos los demás coches yendo en dirección contraria.
Porque, sí, reconozcamos los méritos de esta puesta en escena de la
Ilíada y valoremos el esfuerzo y tal, pero hay que admitirlo: si
hubiera durado un poco más habría bajado yo mismos a acabar de una
vez por todas con Héctor. Era él o yo. Y sin embargo, al parecer,
fue apoteósico. Homérico!, claro. Incluso descontando la hipocresía
del público teatral, se nota que no, que sí, que ha gustado. Peor
para mí.
Como
a partir de aquí los selectos (mejor calificarlos así que de
escasos) lectores de este blog habrán desistido de continuar, nos
vamos a permitir algunas divagaciones. Comenzaremos con un grandísimo
pecado: no hay emoción. Porque habrá virtuosismo, entrega,
inventiva. Pero a mí me dejó frío. Siempre he sido brechtiano,
incluso antes de aficionarme al teatro, y sin embargo, en momento
así, me pregunto: ¿no sería la vida del espectador teatral más
feliz antes de Brecht? Porque, señores, está bien eso del
distanciamiento y de darle una vuelta a las convenciones, pero ¡esto
es Homero! Por cierto, que tampoco hay épica, al menos la genuina. Y
también, que el teatro épico está muy bien, pero aquí pedimos
otra cosa.
Eso,
un poco de respeto, se lo ruego. Que los dioses son de cachondeo,
pues casi mejor borrarlos del mapa en lugar de convertirlos en
mamarrachos. Que las guerras son muy malas, pues sí, padre, eso ya
lo sabemos. Que la emoción es una cosa cursi y que viva la ironía y
somos muy modernos, pues conmigo no cuentes. Porque el teatro tiene
que ser algo más. Sí, volvemos a la emoción. Llega una escena
cumbre, una conmovedora despedida, una muerte trágica. El actor
sublime, la actriz transmutada... Y entonces (acabemos por siempre
con los “entonces”), se ponen a narrar como si tal cosa, con esa
manía de leer acotaciones. Y menos mal que no se ponen con las notas
a pie de página. Que como recurso lo de que sean los actores los que
narren la historia, pues no está mal, pero estar así cuatro horas,
cansa. Muchos trucos para luego tirar por el camino más fácil. Así
no.
Porque
se lauda el trabajo agotador de los actores, pero también debería
reconocerse el esfuerzo del espectador. En serio, que un día nos va
a dar algo. Aquí, con tanta cháchara (y las Musas nos perdonen por
hablar así de Homero, que Él no tiene la culpa) y tanto ir y venir,
el dolor de cabeza era inevitable. Y la velocidad a la que
hablaban... vale que hay que meter todo el jaleo (y luego acuso a los
demás de irreverencia, es que) en cuatro horitas, pero es que a
veces parecía una screwball
comedy.
Lo de Agamenón es de traca, qué capacidad para soltar sus discursos
sin necesidad ni de respirar. Eso sí, daban ganas de decirle: “pero
callate un poquito, boludo”.
Uno
de los aspectos en los que la literatura es superior al teatro es en
la opción de elegir prioridades. La Ilíada, ese monumento de la
Humanidad, esa cima de las Letras, esa inmortal Obra, tiene extensos
fragmentos repetitivos que proporcionan ese inigualable placer que
supone saltarse páginas (aunque, en este caso, sin la recompensa
añadida de sentir remordimientos). Pero en el teatro no podemos
disfrutar de esta fuga (lo de estar entrando y saliendo de la sala
estaría muy mal visto). Claro que siempre queda la opción de
ponerse a pensar en la cena o tararear interiormente, pero no es lo
mismo, y también acaba aburriendo. Me gustaría saber cuánta gente
de la que se puso en pie y lanzó bravos a diestro y siniestro (por
un momento temí verme inmerso en un ataque de ménades) no se había
pasado media función regurgitando. Pero bueno, no estamos aquí para
juzgar a las personas. Y las obras, pues al parecer tampoco es que
las entienda muy bien. O será que soy más de la Odisea.
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