viernes, 31 de octubre de 2014

MBIG (Pensión de las pulgas)

Ha querido la casualidad (y qué lamentable empezar a hablar de una obra de Shakespeare con una frase como esta) que sea justo hoy, día de las brujas, o algo así, cuando hablemos de MBIG, la terrorífica versión de Macbeth que ha creado José Martret para La pensión de las pulgas. Es sabido que Shakespeare da para todo, y Macbeth es una de sus obras más complejas y ricas en interpretaciones, de las que ya hemos visto unas cuantas. Pero lo que hace Martret es potenciar su lado más siniestro, más espeluznante, y convierte la historia en un cuento de terror capaz de asustar sin trucos, tan sutil cuando hace falta como impactante y turbadora: Macbeth en los infiernos.

Lo cierto es que al principio de la representación nos vimos un poco descolocados. Esto de ambientar la historia en el mundo corporativo parecía indicar una actualización de la obra. Por suerte no es así, pero de todas maneras la parte referente a los altos negocios es irrelevante. Hay que saber entrar en Shakespeare, hacerlo propio y sacar unas conclusiones personales, pero en él ya se encuentran todas las posibilidades que quepa imaginar, y si intentas añadir texto propio, en el mejor de los casos va a quedar superfluo y decorativo. Por eso, aunque el trabajo de Raquel Pérez es encomiable, toda esa parte nos parece innecesaria y la obra ganaría si se suprimiera.

Y es que además el propio Martret demuestra a lo largo de todo el montaje que se puede ser liberal respecto a Shakespeare sin necesidad de caer en el libertinaje. Por ejemplo, que sean dos las brujas (aunque siempre se haga referencia a tres), queda perfectamente natural y no hacen falta más explicaciones. Sobre todo cuando esas brujas son Pilar Matas y Maribel Luis, unas señoras de toda la vida (aunque aparecen en cualquier fotografía de los años 60, todavía es posible verlas en cualquier calle de Madrid, siempre en parejas, como la Guardia Civil), capaces de poner los pelos de punta. La iluminación y el sonido están muy bien, pero lo que de verdad impresiona es su presencia, esa capacidad para no parpadear durante minutos, es invocación a lo más terrible que hay en el interior de cada uno de nosotros.

Aunque la versión de Martret no tiene excesivos cortes, todo parece suceder a un ritmo acelerado, sincopado. Al conocer el argumento, podemos disfrutar de los detalles, de las pequeñas variaciones, de las partes en las que se ha incidido. La ambición, la duda, el remordimiento, el fracaso, son grandes temas que se pueden ir de las manos. Pero aquí todo está resuelto de manera elegante, con contención. Cuando nos metemos en el mundo de Macbeth ya no hay espacio para la retórica ni los juegos florales: todo es acción y tirar para adelante sin dejar un momento para respirar. Además, las características de La pensión de las pulgas hacen que la representación se convierta en algo personal, tan físico y real que no hay espacio para la teatralidad: todo es inmediato, urgente. El espacio escénico creado por Alberto Puraenvidia va más allá de la escenografía, es una forma integral de entender el teatro. Incluso los cambios de escenario se ven como algo lógico, coherente con una idea conceptual.

Precisamente, todas las interpretaciones parecen controladas, como llevadas en un tono medio, discreto. Pero solo para que las explosiones de Macbeth sean todavía más contundentes. En este sentido, el trabajo de Francisco Boira es admirable. Es toda una experiencia ver cómo se va consumiendo poco a poco, pasando de ese guerrero invencible a un despojo incapaz de alzar la mirada, aunque batalle hasta el final. Aunque algunas transiciones sean un poco bruscas, Boira puntúa a la perfección cada ataque de rabia, cada temblor más en en ese terremoto emocional en el que está inmerso. Cuando sufre espasmos es como si un demonio se apoderara de su ser. Por cierto, a veces la representación nos recordó a El exorcista y no parece casualidad que se repitan algunas referencias bastante evidentes.

Pese a que Macbeth sea un personaje tan poderoso, muchos montajes han preferido centrarse en el personaje de Lady Macbeth, sin duda una fuente inagotable de interpretaciones. Es un personaje tan esquivo, tan difícil de comprender y a la vez tan universal que se ha convertido en un referente para todo tipo de adaptaciones. La Lady Macbeth de Rocio Muñoz-Cobo empieza siendo una seductora capaz de cualquier cosa para conseguir sus objetivos, una encarnación del Eros y el Tánatos, si nos ponemos pelín pedantes, repleta de carnalidad y ansias de gloria. Con el crimen consumado, Muñoz-Cobo enriquece al personaje dotándolo de humanidad. No es mala porque Shakespeare la haya dibujado así, sino que tiene aristas y convicciones. En la escena de la locura, uno de las grandes momentos del teatro universal, torna su exuberancia en pudor, y de manera delicada, desaparece.


Como decíamos, el resto del reparto ejerce como contrapeso a la ebullición de Macbeth. Esta contención hace que al Banquo de Andrés Gertrudix, que tiene una aparición espectral memorable, le falta algo de presencia, e igualmente el Macduff de Jorge Suquet tiene que aceptar la noticia de la muerte de su familia con demasiada frialdad y vencer a Macbeth con más soberbia que rabia. Raquel Pérez gana en la última parte, cuando devastada por los acontecimientos impone su fidelidad a la desesperación. Julio Vélez no tiene demasiado espacio para el lucimiento, pero cumple en su papel de Duncan. Javier Mejía posee un porte británico que le va muy bien a su Ross, al que dota de saber estar, mientras que el Malcolm de Javier Ruiz de Somavia parece algo fuera de lugar al conocer el asesinato de su padre, pero se muestra mucho más desenvuelto cuando acepta atacar a Macbeth. 

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