Una
de esas obras que nos encantaría ver pero sabemos que solo podremos
disfrutar en nuestra imaginación es Shaw vs. Chesterton, y eso que
en este caso la obra incluso existe y se ha representado por esos
mundos de... por ahí. Nuestro interés viene de que Shaw y
Chesterton son dos de las mentes más brillantes de su época, agudos
e ingeniosos, también radicalmente provocadores y, no lo negaremos,
a veces insoportables. Pero sobre todo en el caso de Chesterton nos
encontramos con uno de esos personajes que pueden tener unas ideas
totalmente opuestas a las nuestras y que sin embargo siempre son
estimulantes. No podemos decir lo mismo de Freud y C. S. Lewis,
también dotados de una poderosa imaginación, pero alineados con los
enemigos de la razón.
Pese
a la antipatía que sentimos por ambos, una obra como La sesión final de Freud, que trata sobre su enfrentamiento personal, tiene un
especial atractivo. También nos temíamos, no vamos a negarlo, que
la obra de Mark St. Germain fuera un plomo: lo de las discusiones
alrededor de la existencia o no de Dios, tema principal de la
función, nos parece a estas alturas un asunto tan estimulante como
el peinado de Cristiano Ronaldo (la elección del término
comparativo ha debido de ser una asociación de ideas pelín
evidente). Pero, en fin, que lo de ver a estos dos colosos de lo
irracional frente a frente también tenía su punto. Y al final
salimos ganando, porque pese a algunos bajones momentáneos la obra
no es aburrida y además pudimos disfrutar de dos notables
actuaciones.
Tanto
la puesta de Tamzin Twonsend como la versión de Ignacio García May
tratan de avivar una situación, que puede caer en el
anquilosamiento, por una parte a través del continuo movimiento
escénico, que sin embargo no aparece forzado, y por otro lado con la
introducción de pequeñas variantes que sirven de escape a la
tensión principal y a la vez como enriquecimiento de la trama. Así,
el núcleo de la obra (que sí existe, que no, te digo, y yo que sí,
demuéstramelo, demuéstrame tú que no) queda relegado ante las
confesiones más personales de los protagonistas. La situación
histórica (el preciso momento del inicio de la Segunda Guerra
Mundial) aporta el contexto dramático a la situación, ya de por sí
extremado en lo individual debido a la enfermedad que sufre Freud.
Pero lo que de verdad da profundidad y espesor a la obra es el
intercambio de impresiones y de vivencias que el psicoanalista y
Lewis intercambian con un sentido del fair
play
que visto desde aquí (o entrevisto a pesar de una cabeza gigante y
la peculiar pendiente ascendente del Fígaro) provoca asombro.
Curiosamente
la obra recuerda a esos proyectos de cámara de Flotats y Brisville,
con solo dos personajes y unidad de tiempo y acción, y precisamente
los protagonistas de La
sesión final de Freud
son los mismos que los de La mecedora, Helido Pedregal y Eleazar
Ortiz. Pero si en las obras de Brisville suele haber una
descompensación evidente en la administración de simpatías, aquí
la cosa está mucho más equilibrada. Cierto que Freud es más
experimentado y más sabio, pero ni Lewis es una caricatura ni un
punchball cuya única razón de ser es el recibir los golpes del
vienés. El espectador tendrá sus propias opiniones, pero los
argumentos del contrario están expuestos con calma, incluso con
cierta lógica (aunque sea superficial), y el intercambio es
caballeroso. Solo al final Freud perderá un poco los nervios ante
las milongas habituales, pero enseguida volverá a recuperar la
calma. Por su parte, Lewis no cederá ni un ápice ni en sus
posiciones ni en su actitud: él mismo ha sido la persona más
difícil a la que ha tenido que convencer, por lo que está
acostumbrado al más exigente combate dialéctico.
Como
ya apuntábamos, lo más destacable de la función son los actores.
Pedregal construye a su Freud no desde la imitación, pero sí desde
la construcción total del personaje, incluyendo la voz, el caminar y
la decadencia. El público se mostrará tan preocupado de que sus
síntomas no sean reales (ya hasta nos hace dudar de que esos
segundos en los que pareció “irse” no estuvieran planeados), que
en los saludos tendrá que demostrar que se encuentra en perfecta
forma física. Se trata sobre todo de una composición hacia afuera,
pero Pedregal también logra mostrar todas las contradicciones de
Freud, incluyendo sus puntos débiles. Por su parte, Ortiz encarna un
Lewis pedante y algo repelente de entrada, pero que sabe tomarse las
invectivas de las que es objeto con ironía y distanciamiento. Por
sus repetidos gestos, parece que Lewis tenía hernia, pero aparte de
este detalle, la creación de Ortiz es más hacia dentro, como si
tratara de esquivar la apisonadora que le viene de frente y de paso
deslizara como quien no quiere la cosa sus inequívocas convicciones.
Después de ver la obra ni las ideas de Freud ni las de Lewis nos
parecen más respetables, pero ahora se lo diríamos de una manera
muy educada.
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