jueves, 21 de mayo de 2015

La sesión final de Freud (Teatro Fígaro)


Una de esas obras que nos encantaría ver pero sabemos que solo podremos disfrutar en nuestra imaginación es Shaw vs. Chesterton, y eso que en este caso la obra incluso existe y se ha representado por esos mundos de... por ahí. Nuestro interés viene de que Shaw y Chesterton son dos de las mentes más brillantes de su época, agudos e ingeniosos, también radicalmente provocadores y, no lo negaremos, a veces insoportables. Pero sobre todo en el caso de Chesterton nos encontramos con uno de esos personajes que pueden tener unas ideas totalmente opuestas a las nuestras y que sin embargo siempre son estimulantes. No podemos decir lo mismo de Freud y C. S. Lewis, también dotados de una poderosa imaginación, pero alineados con los enemigos de la razón.

Pese a la antipatía que sentimos por ambos, una obra como La sesión final de Freud, que trata sobre su enfrentamiento personal, tiene un especial atractivo. También nos temíamos, no vamos a negarlo, que la obra de Mark St. Germain fuera un plomo: lo de las discusiones alrededor de la existencia o no de Dios, tema principal de la función, nos parece a estas alturas un asunto tan estimulante como el peinado de Cristiano Ronaldo (la elección del término comparativo ha debido de ser una asociación de ideas pelín evidente). Pero, en fin, que lo de ver a estos dos colosos de lo irracional frente a frente también tenía su punto. Y al final salimos ganando, porque pese a algunos bajones momentáneos la obra no es aburrida y además pudimos disfrutar de dos notables actuaciones.

Tanto la puesta de Tamzin Twonsend como la versión de Ignacio García May tratan de avivar una situación, que puede caer en el anquilosamiento, por una parte a través del continuo movimiento escénico, que sin embargo no aparece forzado, y por otro lado con la introducción de pequeñas variantes que sirven de escape a la tensión principal y a la vez como enriquecimiento de la trama. Así, el núcleo de la obra (que sí existe, que no, te digo, y yo que sí, demuéstramelo, demuéstrame tú que no) queda relegado ante las confesiones más personales de los protagonistas. La situación histórica (el preciso momento del inicio de la Segunda Guerra Mundial) aporta el contexto dramático a la situación, ya de por sí extremado en lo individual debido a la enfermedad que sufre Freud. Pero lo que de verdad da profundidad y espesor a la obra es el intercambio de impresiones y de vivencias que el psicoanalista y Lewis intercambian con un sentido del fair play que visto desde aquí (o entrevisto a pesar de una cabeza gigante y la peculiar pendiente ascendente del Fígaro) provoca asombro.

Curiosamente la obra recuerda a esos proyectos de cámara de Flotats y Brisville, con solo dos personajes y unidad de tiempo y acción, y precisamente los protagonistas de La sesión final de Freud son los mismos que los de La mecedora, Helido Pedregal y Eleazar Ortiz. Pero si en las obras de Brisville suele haber una descompensación evidente en la administración de simpatías, aquí la cosa está mucho más equilibrada. Cierto que Freud es más experimentado y más sabio, pero ni Lewis es una caricatura ni un punchball cuya única razón de ser es el recibir los golpes del vienés. El espectador tendrá sus propias opiniones, pero los argumentos del contrario están expuestos con calma, incluso con cierta lógica (aunque sea superficial), y el intercambio es caballeroso. Solo al final Freud perderá un poco los nervios ante las milongas habituales, pero enseguida volverá a recuperar la calma. Por su parte, Lewis no cederá ni un ápice ni en sus posiciones ni en su actitud: él mismo ha sido la persona más difícil a la que ha tenido que convencer, por lo que está acostumbrado al más exigente combate dialéctico.


Como ya apuntábamos, lo más destacable de la función son los actores. Pedregal construye a su Freud no desde la imitación, pero sí desde la construcción total del personaje, incluyendo la voz, el caminar y la decadencia. El público se mostrará tan preocupado de que sus síntomas no sean reales (ya hasta nos hace dudar de que esos segundos en los que pareció “irse” no estuvieran planeados), que en los saludos tendrá que demostrar que se encuentra en perfecta forma física. Se trata sobre todo de una composición hacia afuera, pero Pedregal también logra mostrar todas las contradicciones de Freud, incluyendo sus puntos débiles. Por su parte, Ortiz encarna un Lewis pedante y algo repelente de entrada, pero que sabe tomarse las invectivas de las que es objeto con ironía y distanciamiento. Por sus repetidos gestos, parece que Lewis tenía hernia, pero aparte de este detalle, la creación de Ortiz es más hacia dentro, como si tratara de esquivar la apisonadora que le viene de frente y de paso deslizara como quien no quiere la cosa sus inequívocas convicciones. Después de ver la obra ni las ideas de Freud ni las de Lewis nos parecen más respetables, pero ahora se lo diríamos de una manera muy educada. 

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