En
su libro de memorias Experiencia Martin Amis se lamenta de que los
jurados de los premios Nobel hayan sido tan generosos con los
dramaturgos, ya que según su opinión si hay un género vulnerable
ante la peor de las pruebas, la del tiempo, es precisamente el
teatro. Y más allá del habitual tono provocador del autor y de las
típicas evocaciones (¡qué pasa con Shakespeare!), lo cierto es que
a Amis no le falta razón. No hay que ir muy lejos para comprobar
este agravio comparativo (no parece que Echegaray y Benavente sean de
lo mejor de la literatura española de principios de siglo), y en la
lista de galardonados no escasean otros ejemplos de autores que hoy
en día o no suenan de nada o lo hacen para mal. El caso de Maurice
Maeterlinck estaría en una posición ambigua, suena y no para mal,
pero realmente ¿cuánta gente lo conoce?
En
principio se podría etiquetar a Maeterlinck como “dramaturgo
simbolista” y pasar a otra cosa, pues por suerte este tipo de
teatro ya ha quedado totalmente desfasado. Pero la labor de proyectos
como esta Trilogía de la ceguera es en parte hacer que nos
replanteemos estas ideas recibidas y que podamos valorar al autor
desde una perspectiva actual. Visto lo visto, no diremos que
Maeterlinck es de una sorprendente actualidad, que anticipa esto o
aquello (bueno, algo de esto sí diremos), o cualquiera de esas
reivindicaciones que se suelen traer a la hora de recuperar a autores
semiolvidados, pero sí que no deberíamos despacharlo tan
alegremente.
En
La intrusa Vanessa Martínez planea la historia de esta familia
desestructurada (por iniciar la modernización) como si fuera una
película de terror (como un giallo, para ser más precisos), con
unas gemelas tipo El resplandor y todo. Hace mucho tiempo que
queremos ver una de esas obras de teatro de efectos, con sustos y
trucos, y La intrusa se acerca bastante a este tipo de montajes,
aunque parece que a Martínez le da apuro sumergirse de lleno en el
estilo grand guignol y se queda un poco entre el teatro de ideas y el
de apariciones. Entre las actuaciones destacan precisamente las
gemelas grimosas, Gemma Solé y Lucía Fuengallego y una Celia Nadal
que sabe evitar lo paródico creando un mundo tenebroso a su
alrededor.
La
segunda obra incluida en el espectáculo es Interior, que Maeterlinck
creo para ser representada por marionetas (desde luego la sutileza no
era lo suyo: para él el destino era implacable y las personas poco
podían hacer para cambiarlo, y lo de las marionetas le pareció un
buen símbolo). Aquí Antonio C. Guijosa es más contenido y trata de
sugerir el contraste dentro-fuera, entre la tranquilidad de la
ignorancia y el drama del conocimiento, de una manera muy delicada,
aunque el texto a veces se haga reiterativo. José Vicente Moirón se
sale un poco del tono general con unas diatribas pelín enfáticas,
mientras que Quique Fernández ejerce de contrapunto más natural.
De
Los ciegos poco podemos decir para no estropear el impacto. La idea
de Raúl Fuertes es coherente y tiene todo el sentido del mundo, pero
quizá la escena sea demasiado largo para mantener la atención
concentrada (o al menos eso nos pareció dado el continuo cuchicheo
en la grada). El texto recuerda irremediablemente a Beckett y la
depuración de todo lo accesorio pone en valor un sentido del horror
y de la desesperación genuinos.
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