miércoles, 6 de mayo de 2015

Trilogia de la ceguera (Teatro Valle-Inclán)

En su libro de memorias Experiencia Martin Amis se lamenta de que los jurados de los premios Nobel hayan sido tan generosos con los dramaturgos, ya que según su opinión si hay un género vulnerable ante la peor de las pruebas, la del tiempo, es precisamente el teatro. Y más allá del habitual tono provocador del autor y de las típicas evocaciones (¡qué pasa con Shakespeare!), lo cierto es que a Amis no le falta razón. No hay que ir muy lejos para comprobar este agravio comparativo (no parece que Echegaray y Benavente sean de lo mejor de la literatura española de principios de siglo), y en la lista de galardonados no escasean otros ejemplos de autores que hoy en día o no suenan de nada o lo hacen para mal. El caso de Maurice Maeterlinck estaría en una posición ambigua, suena y no para mal, pero realmente ¿cuánta gente lo conoce?

En principio se podría etiquetar a Maeterlinck como “dramaturgo simbolista” y pasar a otra cosa, pues por suerte este tipo de teatro ya ha quedado totalmente desfasado. Pero la labor de proyectos como esta Trilogía de la ceguera es en parte hacer que nos replanteemos estas ideas recibidas y que podamos valorar al autor desde una perspectiva actual. Visto lo visto, no diremos que Maeterlinck es de una sorprendente actualidad, que anticipa esto o aquello (bueno, algo de esto sí diremos), o cualquiera de esas reivindicaciones que se suelen traer a la hora de recuperar a autores semiolvidados, pero sí que no deberíamos despacharlo tan alegremente.

En La intrusa Vanessa Martínez planea la historia de esta familia desestructurada (por iniciar la modernización) como si fuera una película de terror (como un giallo, para ser más precisos), con unas gemelas tipo El resplandor y todo. Hace mucho tiempo que queremos ver una de esas obras de teatro de efectos, con sustos y trucos, y La intrusa se acerca bastante a este tipo de montajes, aunque parece que a Martínez le da apuro sumergirse de lleno en el estilo grand guignol y se queda un poco entre el teatro de ideas y el de apariciones. Entre las actuaciones destacan precisamente las gemelas grimosas, Gemma Solé y Lucía Fuengallego y una Celia Nadal que sabe evitar lo paródico creando un mundo tenebroso a su alrededor.

La segunda obra incluida en el espectáculo es Interior, que Maeterlinck creo para ser representada por marionetas (desde luego la sutileza no era lo suyo: para él el destino era implacable y las personas poco podían hacer para cambiarlo, y lo de las marionetas le pareció un buen símbolo). Aquí Antonio C. Guijosa es más contenido y trata de sugerir el contraste dentro-fuera, entre la tranquilidad de la ignorancia y el drama del conocimiento, de una manera muy delicada, aunque el texto a veces se haga reiterativo. José Vicente Moirón se sale un poco del tono general con unas diatribas pelín enfáticas, mientras que Quique Fernández ejerce de contrapunto más natural.


De Los ciegos poco podemos decir para no estropear el impacto. La idea de Raúl Fuertes es coherente y tiene todo el sentido del mundo, pero quizá la escena sea demasiado largo para mantener la atención concentrada (o al menos eso nos pareció dado el continuo cuchicheo en la grada). El texto recuerda irremediablemente a Beckett y la depuración de todo lo accesorio pone en valor un sentido del horror y de la desesperación genuinos. 

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