Se
dice que para construir una perfecta canción pop son suficientes
tres acordes y un estribillo pegadizo. Se diría que elaborar una
buena obra de teatro exige mucho más, pero la clave es la misma: la
sencillez. Demostración empírica: en Luciérnagas, con tres
personajes y una historia de paso, Carolina Román consigue abrir el
cielo. Cierto, Luciérnagas tiene uno de esos argumentos que si lo
cuentas provoca dos tipos de reacciones: o “esa ya la he visto” o
“eso está muy visto”. Pero luego te sientas en la butaca y
resulta que es como si fuera la primera vez que te cuentan una
historia así. De hecho, hay tanta naturalidad, tanta vida en estas
personas, que ni tan siquiera es un cuento, sino como si empezaras a
revivir los recuerdos de otra persona.
Incluso
los recursos dramáticos (menos uno) se difuminan para dotar a la
función de un aire especial, como de vacaciones. El hombre que
regresa a su viejo hogar para dar pie a la rememoración de un
momento fundamental en su vida es un tópico narrativo ya
estandarizado, pero cuando Julio se sienta en su antigua cocina e
inicia su viaje en el tiempo, tenemos la sensación vívida de
acompañarle en ese retorno a los lugares más dolorosos. De la misma
manera, al concluir el trayecto, y aunque se produzcan un cierto
deslizamiento poetizante (más sugerente en su manifestación
estética que en la verbalización), el espectador tendrá que
reconocer el fondo íntimo de verdad que hay en la escena.
Pero
antes de dejarnos llevar nosotros también por el torrente, tenemos
que decir que Luciérnagas es la obra más divertida de las tres
estrenadas por Román. Hay un gran tonelaje dramático y momentos de
conflicto en los que la tensión se dispara, pero aunque en las otras
obras de la autora también había momentos más relajados, en
ninguna nos habíamos reído tanto como con esta. Y gran parte del
mérito lo tiene Aixa Villagrán, para nosotros una auténtica
revelación. Es verdad que el personaje escrito por Román es un
auténtico regalo ( suponemos que le habrá costado mucho resistirse
a reservárselo para ella misma), un vendaval de pasión, de gracia y
de sensibilidad, pero hace falta mucho talento para saber explotar
todas las posibilidades que ofrece y construir a esta memorable Yiyi,
una extraña que entra en el mundo aparentemente inamovible de
Luciérnagas
para incorporar alegría y futuro.
Se
nos va a acabar la lista de elogios, pero es que a partir de ahora la
admiración que teníamos hacia Román como actriz y escritora se
amplía a su labor como directora, destacada en Luciérnagas sobre
todo en el trabajo de los actores. Porque si la interpretación de
Villagrán es extraordinaria, las de Fede Rey y Jaime Reynolds no
desmerecen en absoluto. Rey tiene el difícil encargo de encarnar un
personaje como el de Alex, que fácilmente puede llevar al exceso y
al exhibicionismo, pero además de ser siempre creíble, Rey aporta
matices que van desde la ternura hasta la intimidación. Reynolds
(por cierto, será porque le vimos entre el público, pero nos
recordó en presencia y voz a Daniel Muriel) también salva con nota
los momentos más conflictivos de la función. Tiene que mostrar la
agonía paralizante de una situación que no puede dominar, las
ilusiones perdidas y la madurez precoz que define su personaje, y
siempre consigue dar la nota justa.
La
única escena que no nos gustó de toda la obra fue el momento del
sueño, y es que las recreaciones oníricas y el teatro nunca han
casado bien. Pero lo más molesto es que corte la fluidez orgánica
de la historia con evocaciones simbólicas, aunque sea para
introducir claves de interpretación psicológica. En cualquier caso
es corta, y justo después vamos que Román y Villagrán son capaces
de superar otro escollo habitualmente condenado al fracaso: una
escena de borrachera. En ella Villagrán se desinhibe totalmente y
ahora sí podemos completar algunas de las pistas que se han ido
desperdigando a lo largo de la obra. Es solo una muestra de este
continuo ir y venir de sentimientos en el que se combinan momento de
la mayor placidez con estallidos desestabilizadores para que al final
todo encaje. Pasarán los años y el tiempo se ralentizará, pero ya
no seremos capaces de atraparlos en todo su esplendor. Aunque ya
nadie podrá privarles de su luz.
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