Voy
a ser tan directo como lo es la propia función: Edipo Rey es una de
esas obras que justifican por sí solas la perveniencia del teatro
(hasta nos dan ganas de escribir “Teatro”), aunque, como
contrapartida, cuestiona la necesidad de seguir escribiendo: después
de Sófocles, para qué. Si me pongo aristotélico (lo cual no sería
del todo inapropiado) diría incluso que el montaje de Alfredo Sanzol
culmina la búsqueda del teatro ideal. Cierto que Edipo
Rey
es mi obra preferida de teatro de siempre, y que admiro a Sanzol sin
restricciones, pero ni en mis mejores fantasías podía imaginar que
el resultado iba a ser tan logrado. Si me pongo egocéntrico (lo cual
es menos pertinente) pensaría que de alguna manera Sanzol ha
adivinado qué es para mí el teatro esencial y lo ha subido a las
tablas construyendo un hito para mi particular historia de la escena.
Ahora
vamos a alejar un poco la perspectiva y aclararé que este Edipo
Rey
no es para todos los gustos (al final los aplausos fueron generales,
pero más contenidos de lo que un espectáculo de este calibre
creemos que merecería). Situar a todos los personajes alrededor de
una mesa sin que apenas haya movimiento, con la mesa misma y las
sillas como toda escenografía y escasa interactuación entre los
intérpretes, es una decisión tan audaz como arriesgada. Podría
haber salido una cosa muerta, estática y fría. Y sin embargo, de
alguna manera Sanzol logra que esta opción redoble el efecto
trágico, que la contención radical se transforme en un raudal de
sentimientos que en la parte final logra un efecto catárquico que no
se veía venir y, quizá por ello, afecta al espectador de una manera
tan profunda.
La
puesta de Sanzol es mínima, casi imperceptible. La iluminación de
Pedro Yagüe es un prodigio de refinamiento, acorde con el espíritu
de la representación, sin hacerse notar. Lo mismo sucede con la
música de Fernando Velázquez, que en ningún momento se impone,
pero que ayuda a marcar el ritmo y el tono. El vestuario de Alejandro
Andújar es libre y coherente en su diversidad, su utilidad es hacer
que los actores se sientan más cómodos e integrados en sus papeles.
Con estos elementos y una extraordinaria atención por los detalles,
que aquí cobran una relevancia casi metafísica, Sanzol enhebra una
función en la que no sobra nada, pero también en la que no se echa
en falta una mayor expansión: teatro sin teatralidad.
Y
es que Sanzol, excelente autor, ha comprendido algo que muchos
colegas directores parecen no comprender: que con un texto como Edipo
Rey y unos buenos actores, la principal función del director es
desaparecer. Visto lo visto, parece que el público y la crítica
también tiran por otro tipo de teatro, pero da igual: nosotros
contra el mundo. La versión de Sanzol es vivaz, rotunda, cercana y a
la vez elevada. Respecto a su dirección de actores, como ya hizo en
Esperando a Godot, Sanzol parece elegir su reparto a la contra. A
varios de los intérpretes de este montaje los asociamos directamente
con papeles de comedia, pero demuestran que pueden ser trágicos de
primera categoría (una vez más, se demuestra que quien puede hacer
bien comedia, puede con todo). Juan Antonio Lumbreras puede no tener
el aspecto de un héroe clásico, pero su vulnerabilidad aparente
esconde una fuerza que en la primera parte de la obra le permite
exhibir poderío y determinación. Más tarde, cuando haya sido
derrotado por el destino, será la viva imagen de la tragedia, pero
también conservará su dignidad. A falta de efectos, su mirada
perdida es una lacerante anticipación de la caída.
Eva
Trancón es una Yocasta impetuosa, luchadora e incapaz de asimilar el
desastre que se le viene encima. En todo momento mantendrá la figura
(no es casualidad que su final tenga lugar fuera de escena). Natalia
Hernández (que no podía faltar en nuestra obra ideal) es la voz de
la moderación, intenta imponer la razón en un momento en el que los
sentimientos y las sospechas parecen acabar con cualquier intento de
prudencia. Los coros que Trancón y Hernández recitan al unísono
tienen un extraño efecto perturbador, como si el más allá se
manifestara de manera muy terrenal. Paco Déniz demuestra lo
importante que es para un actor saber escuchar, y desde luego este
montaje es el lugar más apropiado para poder desarrollar esta
habilidad. Pero como Creonte también sabe estar en el lugar. Es el
único actor que se permite algo más de expresividad en la mesa y
que utiliza las manos en su composición, logrando un contraste muy
marcado con el resto del reparto. Elena González construye un
Tiresias que parece no querer implicarse en el inevitable desastre,
que lamenta su clarividencia pero que no puede evitar saber lo que
sabe. Por otra parte dará vivacidad a su mensajero y también en
este papel será el inoportuno testigo que trae la insoportable
verdad.
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