Decir
de una obra de arte que es “muy bonita” se considera algo así
como el grado cero de la consideración crítica, indigna de una
persona mayor de seis años. Sin embargo apostaríamos a que el
comentario más repetido a la salida del Pavón, después de ver La hermosa Jarifa, ha sido precisamente “qué bonita”. Y es que es
realmente preciosa. Aunque no nos referimos tanto a la historia en
sí, uno de esos relatos de moros buenos y enamorados que parece más
propio de una visión romanticista del siglo XIX que del XVI, sino al
espectáculo, “un placer para los sentidos” como diría otro de
esos tópicos de los que se debe huir.
Tenemos
que admitir que no somos particularmente admiradores de este tipo de
teatro esteticista que apuesta por el despliegue escénico en
perjuicio de la esencia teatral, pero como no hay que aferrarse a los
dogmas, sino tomarse cada montaje con inocencia virginal, también
confesamos que disfrutamos de La
hermosa Jarifa
con embeleso y fascinación. Y bien que lo necesitábamos. Es cierto
que la construcción dramática es débil (hay más de narración que
de representación), pero en este caso tampoco importa demasiado, lo
relevante es lo que la obra transmite más allá de las palabras.
Despista
mucho que justo al principio fallen algunos de los puntos más
fuertes de la representación. Así, el vestuario de los soldados
cristianos en un poco Águila Roja (sí, parecen ninjas), pero luego
comprobaremos que los diseños de Gabriela Salaberri son
deslumbrantes, a veces en su fastuosidad y otras en su sencillez.
También la iluminación de esa primera escena es un poco fallida,
como si pretendiera ser tenebrosa y solo consiguiera ser difusa. Sin
embargo, a partir de entonces el trabajo de Juanjo Llorens es
sobresaliente, muy creativo en cada escena y con algunos logros
realmente admirables, como cuando los personajes se muestran en el
fondo como si se tratara de apariciones incorpóreas.
Pero
estos son solo algunos de los valores de la función. Borja Rodríguez
ha querido construir una obra de teatro total, y para ello ha pensado
que lo mejor es no ceñirse al teatro convencional y más
restrictivo, sino que ha incluido danza, música, canto, marionetas,
sombras chinescas... Todo esto podría parecer una acumulación
excesiva, pero en la práctica está dosificado con precisión, para
que no produzca un efecto abrumador, sino que cada nueva aportación
es recibida con sorpresa y a la vez con naturalidad, sin que llegue a
agotar.
Si
en la puesta en escena Rodríguez se muestra seguro de sí mismo y
capaz de exprimir cada situación, en la escritura no se desenvuelve
con tanta soltura. Con la novela atribuida a Antonio de Villegas
aderezada por otras aportaciones de aquí y de allá es capaz de
construir una historia clara y sencilla, pero por momentos parece
consciente de que le falta algo de fuerza y en la parte final da un
giro demasiado brusco al drama con la introducción de unos
personajes cómicos que nos parecieron totalmente fuera de contexto,
aunque debemos decir que la mayoría del público pareció recibir
bien sus aportaciones.
En
el apartado de las actuaciones, una función como La
hermosa Jarifa
reclama más una poderosa presencia física que más sutiles
condiciones dramáticas, y tanto Daniel Holguín como Sara Rivero
aportan apostura, contundencia y claridad de tono. Por su parte,
Fernando Huesca da apariencia de autoridad y generosidad, mientras
que Antonio Gil y Carles Cuevas, como apuntábamos, convencen al
público en su explícita comicidad. Las canciones de Inés León
también fueron muy bien acogidas y el Grupo Vandalus está exquisito
en su continuo acompañamiento musical. Al final de la representación
el público festejó a todos con sinceros aplausos y aclamaciones
generales.
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