Our Town es una de las obras de teatro más conocidas de la cultura
popular norteamericana y seguramente la más representada por
compañías escolares y de aficionados. Sin duda ayuda el que sea un
texto con multitud de personajes interesantes y que su puesta en
escena no exija excesivos recursos (según indicaciones del propio
Thornton Wilder debía representarse con el menor atrezo posible y
sin decorados). También es cierto que la obra puede verse como una
reivindicación de una época dorada, de un tiempo pasado y casi
perdido de inocencia y buen corazón, lo que suele garantizar una
acogida generosa por parte del público. Pero el mayor valor de Our
Town,
lo que realmente ha contribuido a su pervivencia, es que se trata de
una obra de teatro modélica. Sí, si dentro de mil años se
intentara explicar a los estudiosos en qué consistía el teatro del
siglo XX, Our
Town
sería una buena candidata para despejar dudas.
La
aproximación al texto de Wilder puede realizarse desde perspectivas
muy variadas. Se puede optar por una evocación poética, un
tratamiento elevado que transforme esta pequeña ciudad como
cualquier otra en símbolo de un humanismo vitalista, una invitación
a disfrutar de la existencia aprovechando sus más esquivos
presentes; también se puede incidir en su particular trascendencia,
que va más allá del retrato de la vida cotidiana para indagar en
la felicidad consumada a través del bien común; tampoco sería
descartable una visión irónica, que tome distancia de los hechos
narrados y de su idealización para divertirse con las simplezas de
la buena gente; cómo no, en Our
Town
también hay un poderoso impulso romántico, historias de pasión
juvenil y de amor maduro que desbaratan cualquier cinismo; y, por
concluir ya una lista que podría seguir alargándose, no es
descabellado interpretar todo lo visto como una historia de
fantasmas. Cierto, la obra comienza como El cuarto mandamiento
(recordemos que Orson Welles participó en una versión radiofónica)
y termina como un episodio de Dimensión desconocida.
El
problema del montaje de Gabriel Olivares, por otra parte encomiable,
es que trata de aunar todas estas vertientes y el resultado es por
momento abrumador. Y eso que intenta mantener la esencia propuesta
por Wilder, con un hábil uso de pocos elementos que multiplican su
función y una dirección de actores que huye del manierismo. Pero la
función es un torrente de ideas, más o menos equilibrados entre
aciertos y fallos. Al “cada plano, una idea” de Godard, Olivares
responde con un “a cada escena, un invento”, y es imposible estar
todo el tiempo inspirado y además no agotar al espectador con tanto
ingenio. Es como si el director no hubiera querido dejarse nada en la
maleta, como si quisiera desplegar todas las posibilidades que le
ofrece Wilder, pero esto conlleva que junto a momentos deslumbrantes
y sentidos, como esas escenas hogareñas de calma y comprensión, o
también la naturalidad con la que se toman las propuestas más
filosóficas, haya otros que sobren o incluso incomoden. Por ejemplo,
en los momentos más emocionantes, hay un cierto distanciamiento, una
ironía no muy pertinente que evita que se produzcan esos destellos
de verdadera vida que son la piedra de toque del puro teatro.
La
representación se abre con Efraín Rodríguez como inmejorable guía
para introducir al espectador en el mundo de Our
Town.
En pocos minutos ya conocemos las claves en las que va a funcionar la
representación y los complejos trucos ideados por Wilder se desvelan
con una sencillez que facilitan entrar en el juego de manera
inmediata. En el segundo acto toma el relevo Ángel Perabá con igual
maña para la narración y la descripción. Lo que hasta entonces
habían sido apuntes del natural cobra consistencia con el desarrollo
de la historia de amor entre Emilia y Jorge. Aupados por sus
consistentes madres, Chupi Llorente y Mónica Vic, que aportan
solidez al irregular reparto, Elena de Frutos y Paco Mora componen
una pareja de inocentes muchachos temerosos ante lo que se les viene
encima, tímidos en los primeros pasos y desbordados cuando llegan
las grandes decisiones. Si en los momentos más dramáticos les falta
algo de empuje, dan bien cuando se mueven en la incertidumbre y en la
escena de cortejo muestran un encanto y un brillo en los ojos
genuinos.
El
tercer acto es conducido por Eva Higueras con una ligereza que baja
un tono que podía haber caído en lo pretencioso. Aquí veremos los
momentos más evocadores (con un buen giro en la puesta en escena),
llenos de dolor, pero también de esperanza. Si en la escena de la
boda a Olivares se le había ido un poco la mano en el
distanciamiento y la actualización, aquí recupera la contención y
recrea las escenas más bellas y sentidas de toda la obra con el
debido respeto. Es un momento especialmente delicado, pues es fácil
caer en el absurdo o en el sentimentalismo, o por otro lado buscar la
salida cómoda de la parodia. Pero Olivares consigue controlar la
temperatura hasta alcanzar el clima ideal, logrando que el punto
culminante de la función esté a la altura de lo esperado y que
cuando se encienden las luces y haya terminado la representación,
nos demos cuenta de que la reverberación acaba de comenzar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario